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en contubernios con D. Carlos? Yo no lo sé… Ya os he dicho que no me fío de ese hombre, y que de su refinada astucia y doblez lo temo todo. Vosotros creéis en Aviraneta; yo no. Para mí es un monstruoso talento, el más sutil y agudo para la intriga. El año pasado conspiraba o aparentaba conspirar con nosotros. Este año trabaja secretamente por los enemigos del progreso. Vosotros creéis en sus alardes de patriotismo revolucionario; yo no. Vosotros confiáis en su lealtad; yo desconfío hasta de su sombra. Si le ayudáis, ayudáis al desprestigio de Palafox, de D. Jerónimo Valdés, de San Miguel, de los patriotas Quiroga y Palarea, de Salustiano, del propio Mendizábal, pues ya sabéis que D. Juan Álvarez comunicó desde Londres su propósito de constituir allí un Círculo isabelino, y de facilitar fondos para la causa, y en esfera más modesta ayudáis también a vuestro propio vilipendio y al mío…

      – Fermín, Fermín – dijo Iglesias, apretando los puños, encendido el rostro-: tú siempre pesimista, tú siempre malévolo y suspicaz, desconfiando de los hombres más adictos a la idea, de los que han sabido padecer por ella persecuciones horribles.

      – Y tú, Nicomedes, siempre iluso y confiado, pobre enfermo de la calentura patriótica, ni aprendes nada de la experiencia, ni atiendes a las lecciones del tiempo. Tanto a ti, pobre Iglesias, como a ti, Joaquín, almas crédulas, espíritus generosos, os digo que desconfiéis de Aviraneta, que no le ayudéis en sus maquinaciones, que le dejéis solo en la febril inquietud de su conspirar instintivo, genial, por amor al arte, por ley de su naturaleza.

      Y cambiando bruscamente al tono familiar, antes que sus atontados amigos pudieran replicarle, se levantó y formuló la despedida en estos términos: «Ya he sermoneado bastante, y ahora me voy, que tengo que trabajar. Holgazanes, quedaos con Dios».

      – Fermín, aguarda, siéntate… que aún tenemos mucho que hablar.

      – ¡Hablar! La maldita palabra. Es la sarna del país. España llegará al fin del siglo sin haber hecho nada más que rascarse, es decir, hablar… Quedaos con Dios… Y usted, Sr. de Calpena, al aceptarme por su amigo, me va a permitir que le dé un consejo. Es usted muy joven; yo tengo treinta y seis años y alguna experiencia. No haga caso de estos pobres orates. Si quiere usted seguir el consejo de un patriota honrado, que no padece la famosa calentura, y profesa sus ideas con fría convicción, no sirva usted de correo a los conspiradores de oficio. Y pues le han cogido de sorpresa, encargándole comisiones que no habría aceptado con conocimiento, vénguese por el método inquisitorial… En vez de entregar los papeles al Sr. de Aviraneta, arrójelos a las llamas. Ganará usted mucho en tranquilidad de conciencia.

      – ¡Quemarlos! ¡Eso no! – gritó Iglesias.

      – Créame a mí…

      – No le crea, no, Fernando. Es de Cuenca, que es como decir leñador y carbonero…

      – Carbón, sí; carbón haría yo de todo ese fárrago de sandeces – dijo Caballero con arrogancia, enarbolando su bastón. – Nuestro pasado político, amigos revolucionarios, debe ir al fuego… Quemad la broza, que las ideas, no temáis… esas no arden.

      Y encasquetándose el sombrero, que era de los voluminosos que entonces se usaban, salió del cuarto y de la casa con resuelto y presuroso andar.

      VII

      Aunque desconcertados por la enérgica manifestación de Caballero, que al fin hubo de condenar las bajas intrigas, no cejaron Iglesias y López en su propósito de catequizar al joven Calpena. Aún insistió D. Joaquín en que entregase el lío a D. Eugenio Aviraneta, sin pensar en hacerlo cisco, como le aconsejara Fermín con implacable rigor; y más atrevido Iglesias, propuso al joven, no que pusiese en sus manos lo que era objeto de tantas cavilaciones, sino que permitiera ver su contenido, prometiendo ambos guardar profundo secreto sobre lo poquito que examinar pudiesen. Negose resueltamente D. Fernando, y ellos invocaron los principios liberales que sin duda el joven profesaba; los grandes intereses del pueblo, al cual todos pertenecían; y añadiendo a los halagos las promesas, ofrecieron traerle antes de tres días una credencial de ocho mil reales en cualquier Ministerio, si a satisfacer su ardiente curiosidad se prestaba. Pero ni las demostraciones de amistad, ni las ofertas de colocación, quebrantaron la delicada entereza de D. Fernando, el cual decididamente, con frase categórica y un tanto áspera, les quitó toda esperanza, alentándole en esto su amigo Hillo con muecas y manotadas expresivas. Replegáronse de mal talante los patriotas al cuarto de Iglesias, y lo primero que hizo D. Fernando al entrar en el suyo fue guardar bajo llave, en los seguros cajones de una cómoda, el contenido de su baúl, o aquella parte que convenía poner a cubierto de cualquier sorpresa.

      «Hace usted bien – le decía Hillo gozoso, – porque estos libres, como ellos se llaman, no se paran en pelillos. Fuera del patriotismo, son honrados, y por nada del mundo le quitarían a usted un botón ni un cigarro de papel. Pero en mediando lo que ellos llaman el interés de la Confederación o de la libertad, aunque esta sea tan desacreditada como la de la imprenta; como se trate de arma política con que puedan descabellar al contrario y arrastrarle por el redondel, se ciegan, y de noblotes y decentes se convierten en los primeros badulaques del mundo».

      De acuerdo en esto como en todo, pues los lazos de su amistad se apretaban más cada hora, salieron a dar un paseo antes de comer.

      «¡Qué hermoso apóstrofe el de Caballero! – decía, calle abajo, hacia la de Alcalá, el buen clérigo Hillo. – Mejor será llamarlo conminación o deprecación…».

      – Llamémoslo corrección fraterna, que así deben nombrarse los hijos de tal padre. Me ha gustado D. Fermín. ¿Sabe usted que los otros parecen locos?

      – Y no es lo peor que lo parezcan, sino que lo sean, y que nos comuniquen a nosotros su locura. Yo siento un gran desorden en mi cabeza.

      – Y yo. Le aseguro a usted que me falta poco para ponerme a gritar en medio de la calle. ¿Con que es verdad que he conspirado sin saberlo? ¿Con que es verdad que traigo papeles que comprometen a la Real Familia… o a los reales masones, o a los isabelinos, o al demonio coronado? Y ahora consulto yo con usted una sospecha grave: ¿tendrá alguna relación este enredo con los favores que recibo de mano desconocida?… Esa personalidad misteriosa que en las tinieblas me protege, ¿tendrá algo que ver con… con no sé qué?… Yo desvarío, se embarullan mis ideas. ¿Me encontraré envuelto, sin culpa ninguna, en alguna endemoniada intriga? Dígame su franca opinión… Usted es hombre de mundo, y conoce esta sociedad y estos manejos de la política. Yo soy un inocente: vengo de un pueblo fronterizo y de una ciudad extranjera, donde he vivido amarrado a un bufete de comerciante… Yo no sé nada de esto. Ilumíneme usted; indíqueme si debo hacer algo, o no hacer nada y dejar correr los acontecimientos…

      – Pues, mi amigo D. Fernando, creo, y no hay que asustarse, que se halla usted metido de hoz y coz en un lío estupendo… Dígame ante todo: ¿es cierto que trae usted esa caja?

      – Sí, señor; a usted puedo decírselo. Traigo un paquete bastante pesado y voluminoso. Me lo dio una señora que en Olorón visitaba mucho a los hermanos de mi padrino… Díjome que se presentaría a recibir el encargo la persona a quien viene rotulado, y es también una señora, y se llama Doña Jacoba Zahón.

      – Eso de Zahón me huele a masonería. Y la señora que lo entregó a usted, ¿quién es?

      – Allí la llamaban la Marquesa, y decían de ella que politiqueaba, que sostenía larga correspondencia, y que en Tours y en Burdeos estuvo en relaciones íntimas con algunos emigrados liberales.

      – ¡Ah… por San Benito de Palermo!… Ya veo, ya veo claro… digo, no, no veo más que obscuridades y fantasmas… Señora allá que manda, señora aquí que recibe… Aviraneta… La Confederación isabelina… el degüello de regulares… Mendizábal… Usted recibido y aposentado en Madrid por personas desconocidas que no dan la cara… usted vestido por Utrilla… usted obsequiado con billetes de teatro y con otros regalitos que no habrá querido decirme… ¡Ay! D. Fernando de mi alma, como mi religión me ordena no creer en brujas, y mi experiencia me permite creer en enjuagues masónicos, yo le veo a usted tocado de locura, y me vuelvo loco también, porque no entiendo una palabra de este intrincado negocio.

      – ¡Y luego

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