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Cfr., en este mismo sentido Jonas (1995, pp. 167 y ss.).

      18 Incluso me atrevería a decir que hay casos en los que, incumpliendo un determinado deber impuesto en una regla de acción, no se incumple sin embargo con la responsabilidad: un funcionario puede por ejemplo incumplir un plazo al que está sometido en cierta tramitación y no por ello consideraríamos sin más que ha desempeñado mal su responsabilidad (aunque obviamente ese juicio puede no evitar ciertas consecuencias previstas para tal incumplimiento, como pueda ser la nulidad de alguna actuación, etc.).

      19 Sobre la distinción entre las reglas y los principios, véase Atienza Ruiz Manero (1996). Una de las categorías que resulta interesante aquí sería la de ilícitos atípicos, que Atienza y Ruiz Manero (2000) definen precisamente como supuestos de conducta contraria no a reglas sino a principios.

      20 Cfr. Roldán Xopa (2013).

      21 Si ello es así, y como señalaré nuevamente al final del trabajo, difícilmente puede considerarse como remedio contra la corrupción la eliminación de cualquier margen de discrecionalidad. La discrecionalidad es un fenómeno necesario vinculado al desarrollo de funciones encomendadas para la consecución de fines considerados valiosos. Para luchar contra la corrupción habrá que buscar mecanismos de control sobre el ejercicio de estos poderes discrecionales, no su eliminación. Por otro lado, debe llamarse la atención sobre el hecho de que también cabe la corrupción en el ejercicio de poderes reglados.

      22 Sobre los distintos tipos de incumplimientos de los deberes vinculados a las responsabilidades públicas me he ocupado en Lifante Vidal (2017).

      23 Antes hemos hecho referencia precisamente a la contraposición que Max Weber (1981, pp. 163-164) consagró entre lo que denominaba la “ética de las convicciones” (deontologista) y la “ética de las responsabilidades” (consecuencialista). Esta última sería precisamente la que pone en primer plano la relevancia de las consecuencias.

      24 Sobre cómo entender en general esta “epistemología interpretativa” en el conjunto de la obra dworkiniana me he ocupado en un trabajo anterior (Lifante Vidal, 2015).

      25 Cfr. Dworkin, 2014.

      26 Dworkin distingue entre “vivir bien” y “tener una buena vida”, la primera es responsabilidad exclusiva del sujeto (está bajo su control). Pero alguien puede “vivir bien” y fracasar en llevar una “buena vida”, pues para conseguir esta última ya entran factores que pueden escapar al control del sujeto (como la suerte).

      27 Incluso una persona que afirmara que tan solo desea experimentar placer en su vida debería admitir que el placer es importante para ella y que ésa es su idea sobre cómo vivir; de modo —dice Dworkin (2014, p. 258)— que ni siquiera el hedonismo más burdo sería una impugnación del principio de auto-respeto, sino una respuesta —aunque la consideremos particularmente pobre— a la cuestión de cómo vivir bien.

      28 Por supuesto también podemos encontrarnos con gestores de intereses ajenos pero privados; muchas de las cosas que aquí señalaré serán aplicables también a estos supuestos, pero aquí nos interesa la gestión de intereses públicos.

      29 Las premisas que considera necesario adoptar para justificar dicha postura serían: “a) la existencia de un pluralismo de valores […] b) la imparcialidad […] c) la tolerancia como valor activo […] d) la responsabilidad, especialmente de los funcionarios con la debida publicidad de las decisiones, e) la solidaridad fundada en la justicia y el reconocimiento compartido de los derechos humanos, y, finalmente, f) la deliberación pública” (Vázquez, 2015, pp. 8-9).

      30 En un trabajo anterior (Lifante Vidal, 2009) me ocupé de caracterizar tres tipos de representación práctica: la representación individual, la colectiva y la institucional. Allí defendí que la relación representativa implica siempre la obligación de actuar “en interés de” los representados.

      31 Esta definición está inspirada en la que Atienza (2009) realiza (partiendo a su vez del análisis de Malem, 2002), en los siguientes términos: “un acto de corrupción sería aquel que implica el incumplimiento de un deber vinculado a alguna posición social y efectuado normalmente de manera oculta con el propósito de obtener un beneficio indebido”. En mi propuesta, por un lado, he incorporado que el beneficio puede no ser para el sujeto que actúa y, por otro lado, la eliminación del carácter “oculto” del acto de corrupción (lo que en realidad debe ser ocultado no es tanto el acto que calificamos como corrupto, sino su motivación o la obtención del beneficio indebido).

      32 En el caso de España, por ejemplo, Ramió (2016) ha puesto recientemente de manifiesto que la mayor parte de los grandes beneficios de la corrupción política no acaban ni en las manos de los propios políticos corruptos, ni en las de sus partidos, sino que acaba repercutiendo en un altísimo —e injustificado— incremento de beneficios para las empresas privadas concesionarias de servicios o contratos públicos.

      33 Cfr. Vázquez, 2007, p. 211. Esta “ecuación” la toma a su vez del trabajo de Klitgaard (1994).

      34 Como ya he señalado en otras ocasiones (Lifante Vidal, 2002 y 2006), no hay nada contradictorio en afirmar que un poder es discrecional y, al mismo tiempo, que los actos en ejercicio de dicho poder sean sometidos a control jurídico: la discrecionalidad no puede ser entendida como ausencia de normas reguladoras de una toma de decisión, sino más bien como la presencia de un tipo de normas específicas (las de fin).

      Capítulo 2

      Sobre el valor de la seguridad jurídica

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