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aquellos ojos obscuros que nunca miran de frente.

      – Sí, seor, yo lo vide.

      – ¡Chá, qué hombre! ¡Siempre el mesmo! ¡El patrón va acabar mal, amigo!

      Y el gaucho se pasa la mano por la frente, como si quisiera apartar de su cerebro algún pensamiento ingrato.

      El, como todos aquellos hombres, tiene guardado en el corazón el recuerdo amargo de alguna gran injusticia, de algún ultraje sangriento, cuya memoria acude a la mente cada vez que el patrón ejerce una nueva violencia con alguno.

      ¡Oh, las que aquel hombre les ha hecho! Don Pancho olvida al momento sus excesos, pero ellos no, no pueden olvidarlos nunca, los tienen enquistados en el corazón y en el cerebro, como gusanos malditos!

      – ¿Y qué tal el hijo? Yo no lo he hablao entoavía. Debe de ser orgulloso ¿no?

      Y el capataz mira a la vieja, deseoso de saber algo sobre aquel nuevo patrón que les ha caído del cielo y que es todavía para todos como un misterio preñado de amenazas.

      Laura, enjugando su ojo sano, su ojo al que el humo del duraznillo llena de lágrimas a cada instante, responde con calor:

      – ¿Orgulloso el patroncito? ¡De ande, hombre! Don Panchito no se parece en nada al padre. Don Panchito es un güen mozo, blanco, con ojos azules. Don Panchito es…

      – El patrón tamién es güen mozo, pero…

      – Pero ¿qué?

      – ¡Pero el diablo que lo entienda!

      Todos ríen de la salida del gaucho, y la vieja Laura prosigue con cierta melancolía:

      – Es lo más parecido a la finadita, que Dios tenga en su santa gloria. Los mesmos ojos, el mesmo pelo. Acuerdensén que yo lo vide nacer y que lo he tenido en mis brazos.

      Hay una breve pausa, que interrumpe el mensual de campo para decir insinuante:

      – A mí me gusta más don Eduardito, el del Cardón. Ahí tienen un hombre gaucho, un hombre güeno con los pobres, y que no li hace asco a ningún animal, por bellaco que sea.

      La vieja torna a hurgarse el ojo con el pañuelo, y pregunta con sorna:

      – Sí, y chupador, y corsario pa las mujeres ¿no?

      – ¿Y diay? ¿pa qué es hombre, pué?

      Y todos se ríen de la vieja, que se finge escandalizada por aquella opinión libertina, tan difundida, sin embargo, entre los hombres del campo.

      – Don Panchito – rezonga Laura – , don Panchito debe de ser mucho más formal y más hombre que don Eduardo. A don Eduardo naides lo rispeta.

      – ¿Quién liá dicho eso?

      – ¡Bah! ¡tantas veces les oído ráirse a ustedes mesmos d’ él!

      El capataz se pone serio y replica:

      – Nosotros nos ráimos a veces, es cierto, pero no por faltarle en nada. Nos ráimos porque don Eduardito tiene cada ocurrencia…

      En ese momento entra Mosca en la cocina, y arrastrando los pies mugrientos va a colgar su machete en un rincón.

      – ¡Güeñas!

      – Güeñas noches, don Mosca; ¿qué dice?

      El loco no responde y viene a sentarse entre el grupo, que se abre para hacerle lugar.

      – ¿Qué tal? – insiste el capataz con voz lenta, y Mosca, sonriendo en silencio, menea la cabeza greñuda y muestra el labio tumefacto a consecuencia del golpe.

      – ¿Qué tiene ahí? – le pregunta uno con fingida inocencia – . ¿Se ha cortáo con la paja?

      Mosca, siempre sonriente, hace un gesto negativo.

      –¿Y entonce?

      – El patrón… ¡chas, chas, chas! – y el infeliz levanta y baja repetidas veces la mano negra, su mano callosa y llena de ataduras.

      – ¿Lo castigó?

      – Sí, pué – y Mosca, mirando al suelo pensativo, se ríe otra vez, con su risa nerviosa, que hace daño.

      Todos le miran en silencio; y en el ambiente ahumado de la cocina flota por un momento una nube de trágica tristeza, de tristeza que acentúa el cuzcuz nostálgico y lejano del pájaro nocturno y el eterno chirriar de los insectos.

      – ¡Qué le vamos hacer, hombre! ¡Qué le vamos hacer!

      – ¿Y el hijo? – pregunta el vasco alambrador – . ¿y el hijo sabrá ya ande el padre tiene la nidada?

      – ¿La nidada? ¡Ah, sí! No, entoavía no debe de saber – responde Cosme, sonriendo con malicia – ; pero que ni se le ocurra rumbiar pá yá… ¡Güeña se armaría! ¡Güeño es don Pancho pá esas cosas!

      La vieja interviene entonces con viveza:

      – ¿Y diay?… ¿y diay? ¿acaso no sería mejor que un mozo como don Panchito… y no un viejo como el patrón…

      – …se coma la carne ¿no? – pregunta, riendo, el mensual de campo.

      – Callesé, zafao – responde la vieja riendo – ; Callesé; yo no digo eso, pero me parece que la señorita es más al propósito pal hijo que don Pancho.

      – Sí, a la verdad; pero, doña Laura, a mí me parece que, si el patrón chico es como el patrón viejo, las cosas van a andar muy mal.

      – Mal ¿por qué? – replica entonces Laura – . Don Panchito es güeno y sabrá lidiar con el padre ¡caramba! Yo no creo, tampoco, quel patrón quiera tratarlo a rigor como a todos; yo creo…

      Al llegar aquí, una carcajada burlona de Mosca interrumpe las consideraciones de la vieja.

      – ¿De qué se rái, hombre? – y todos vuelven la vista hacia el loco, que, entretenido en sobarse los muslos y con la cara llena de risa, responde:

      – Me río… me río… ¡don Panchito güeno!

      ¡Es mucho más pior quel patrón! Al patrón lo apodan el Carancho en el pueblo, y el hijo es otro carancho; tenemos aura dos caranchos en La Florida. ¡Se van a sacar los ojos!…

      Y el loco torna a reir, mirando con sus ojos vagos a los circunstantes, que se han quedado en silencio.

      En ese momento entra Bibiano en la cocina, Bibiano que trae del comedor una gran fuente de hierro enlozado y que al depositarla sobre la mesa exclama con un suspiro:

      – ¡La pucha! ¡como están alegando los patrones!

      – ¡Ah! ¿sí?

      Y el aire de la noche trae, amortiguado por la distancia, hasta el oído de los peones, el rumor de dos voces que discuten.

      V

      La tarde declina sofocante y pesada como una atmósfera de horno. Ni el más leve soplo agita las ramas erguidas de los duraznillos o riza la superficie de los bañados dormidos, donde el fango se grieta bajo el sol implacable. Nubes de sabandija bordean en el ambiente caldeado, y la maciega corrompida por la humedad y el calor exhala hedores de ciénaga.

      Una gran tormenta, una tormenta enorme, llena todo el oeste y avanza sobre la línea difusa del horizonte sus crestas azules de cordillera lejana. Se diría que el peso de aquella sombra, en vez de aplacarlo, irrita al calor hasta el punto de hacer

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