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y don Panchito permanece largo rato con el ceño fruncido y las manos en los bolsillos, recostado en el contramarco de la puerta.

      Cuando Bibiano vuelve con el mate tiene que campearlo, sin embargo. El joven ya no está allí, sino en la costa de la laguna, entre los sauces. Ha recorrido todo el casco de la estancia, despertando a cada paso, en su mente, recuerdos, amables unos, tristes los otros.

      El corral de las ovejas, el tambo, el chiquero de los cerdos, el palenque de los caballos. ¡Cómo están grandes los sauces! ¡cómo han crecido! Siente deseos de montar a caballo, de correr, de retozar por el campo; pero no hay caballo alguno en la estancia, se diría que han quedado en las casas mujeres solas, y este pensamiento lo molesta, sin duda, porque murmura entre dientes:

      – El viejo se ha olvidado de hacerme agarrar caballo, porque cree que soy un gringo…

      Y como el sol cae a plomo sobre su cabeza, don Panchito se siente atraído por el verdor y la sombra de los sauces de la costa de la laguna, cuyas aguas relumbran, allá a lo lejos, en incesante cabrilleo.

      Don Panchito, con agilidad gimnástica, salta uno por uno todos los lienzos que forman los bretes del corral de las ovejas, y llega así hasta la costa.

      Hay una barranquilla de tierra que el agua va socavando lentamente hasta dejar al descubierto las raíces de los sauces. La paja de techar, esa paja verdinegra y recia cuyas hojas se yerguen amenazadoras y cortantes, festona toda la laguna y aun avanza, formando islotes de verdura, centenares de metros hacia el centro. En los claros que dejan entre sí los matorrales compactos, muestra la lama viscosa sus tornasoles de esmeralda y de grana, y en la orilla misma, allí donde sólo hay media pulgada de agua cristalina, millares de pececillos obscuros huyen en desbande al sentir los pasos del joven sobre la playa fangosa.

      La laguna es inmensa, tan inmensa que parece un mar sin orillas, y bajo el sol resplandeciente toda su fauna entona un himno de vida, un himno inarmónico de gritos y de graznidos que no cesa nunca.

      Se diría que sobre aquellos matorrales, que surgen sobre la superficie como esmeraldas enormes incrustadas en el cristal brillante, se hubieran congregado todas las alimañas de la estancia para discutir entre rezongos quién sabe qué extravagantes proyectos de conquista.

      Todo un mundo de seres vive, rebulle y aletea entre aquellos islotes que se elevan a veces hasta dos metros sobre el nivel del agua tranquila, y que en los días de viento silban y ondulan como los juncos de los bañados.

      Hay gallaretas pintadas y chillonas a centenares; hay cisnes, espátulas, chajáes, garzas cenicientas y enormes, zambullidores pequeñitos y ágiles, becasinas, patos y chorlos. Las nutrias hacen rechinar sus dientes, ocultas entre las pajas, allí cerquita de la orilla, donde los sauces inclinan sus cabelleras sobre el agua; y a lo lejos, en otra playa arenosa que inunda el sol, los teros reales, de rojas patas, llenan el aire con su incesante alerteo.

      Don Panchito mira aquel hermoso espectáculo pensativo, casi risueño. La laguna es para él como una vieja e inolvidable amiga; es una amiga que en otros tiempos lo vio dormirse bajo los sauces, cansado de mirarla con aquellos sus ojos de entonces, grandes, azules, y cargados todavía con las nostalgias maternas.

      Don Panchito va a continuar su marcha, al cabo de algunos minutos, cuando ve agitarse de pronto un matorral inmediato, tan rudamente, tan bruscamente, como si se hubiese refugiado en él un gran animal salvaje. El agua chapoteada forma grandes círculos concéntricos, que hacen ondular el manto de la lama y vienen a morir sobre la resaca de la orilla. ¿Qué será? Don Panchito, sorprendido, vacila un instante; pero luego el cazador instintivo, que todos los hombres de la raza llevamos agazapado encima del diafragma, se despierta, y el joven, con el cuello estirado como un perro de muestra, las fosas nasales palpitantes y el ojo avizor, saca su revólver, lo amartilla delicadamente con ambas manos, y avanza en descubierta.

      – ¿Será un perro? No, es mucho más voluminoso que un perro aquello. ¿Será una vaca? ¿Un caballo tal vez? ¡Tampoco! ¿Qué diablos va a estar haciendo allí uno de esos animales?

      Don Panchito, que se ha metido en el agua sin darse cuenta de ello, al tratar de acercarse lo más posible, levanta su revólver y apunta al matorral; pero entonces siente pasos detrás de sí, y se vuelve bruscamente.

      – ¡Chist!… no hagas ruido – dice con un gesto a Bibiano, que es el que llega con el mate, un mate todo chorreado a causa de su larga peregrinación entre los yuyos.

      Don Panchito, inmóvil dentro del agua, pregunta en voz muy baja:

      – Che ¿qué es eso?

      – Debe de ser Mosca, seor…

      – ¿Mosca? ¿qué es Mosca?

      – Mosca… Mosca… – y en verdad que Bibiano no sabe explicar a aquel ignorante quién es Mosca, ese Mosca más conocido que la ruda y que el grito de la lechuza – . Es Mosca, don Panchito, el ranchero, el que corta la paja.

      – ¡Ah!

      Y el joven, algo avergonzado por un error evidente, sale del agua, guarda el revólver, y recibiendo el mate del muchacho se pone a tomarlo silencioso. En ese momento Mosca, que surge del matorral muy sonriente y con un mazo de paja entre los brazos, se dirige lentamente hacia la orilla.

      – ¡Güen día, don…!

      – Buen día, amigo. ¿Qué tal el agua?

      – ¡Linda no más!

      Y Mosca, con sus pantalones de gambrona chorreando agua, llega a la costa y se entrega a la tarea de extender el mazo de paja junto a los muchos que ha puesto allí, sobre el pasto, para que el sol los seque.

      Mosca podrá tener cuarenta años, como podrá tener veinticinco. Es moreno, de un moreno tan subido que casi puede decirse mulato.

      Su cabellera retinta, frondosa y naturalmente rizada, protege el tesoro de su cerebro de los rigores de la intemperie, porque hay dos prendas en el vestuario de la civilización a las cuales Mosca no ha concedido jamás importancia alguna, y son el sombrero y los botines. El no cree ni ha creído nunca en la necesidad de tales cosas. En pleno invierno, trabajando en las lagunas con el agua a la cintura, y en el rigor del verano, montado sobre el caballete de los ranchos, Mosca ha estado siempre en cabeza, en cabeza y sin botines.

      La paja de techar es muy filosa cuando está verde, y por esta causa el hombre siempre tiene las manos y los pies llenos de tajos, de tajos que lo obligan a caminar renqueando, y a hacerse unos vendajes curiosísimos, que envidiaría el mejor cirujano por lo firmes, y rechazaría el gaucho más descuidado por lo sucios.

      Mosca extiende el mazo sobre el suelo con una minuciosidad meticulosa, y luego, en cuclillas, se pone a liar un cigarrillo negro. Todo el aspecto simiesco de su persona resalta en aquella postura que parece serle muy cómoda y muy descansada, y el hombre sonríe, mirando a don Panchito, con una sonrisa canallesca, cargada de malicia.

      – ¿Qué tal? – pregunta don Panchito, nervioso, por decir algo.

      – Ya lo ves – responde Mosca, sonriente, encendiendo su cigarrillo con la chispa de un viejo yesquero de cola de mulita – . Ya lo ves, pitando.

      Don Panchito, pálido de rabia y de sorpresa, avanza un paso.

      – ¿Qué decís?

      Pero Mosca no repara ni en la pregunta ni en la actitud del joven, y agrega con aire picaresco:

      – ¿A que no convidas con un mate?

      Don Panchito, fuera de sí, vomitando un insulto, va a lanzarse sobre aquel atrevido, pero Bibiano lo contiene sujetándolo por el saco.

      – Déjelo don Panchito. No li haga caso. Mire que es loco; mire que nadies li hace caso porque es loco.

      – ¿Loco? – y el joven, con un tirón brusco, se desprende de las manos del muchacho – . ¿Loco? ¡yo le voy a quitar las locuras a patadas a este trompeta!

      Y al ver los ojos saltones y turbios de don Panchito, y la palidez de su rostro, se creería que él es el loco, y no el otro que está tranquilo en cuclillas.

      – ¡Te voy a romper el alma!

      – ¡Déjelo

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