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biblioteca. A nosotros, los hombres prácticos, nos gusta ver las cosas, no leer su descripción. Los americanos son un pueblo muy interesante. Y totalmente razonable. Creo que es la característica que los distingue. Sí, señor Erskine, un pueblo totalmente razonable. Le aseguro que los americanos no se andan por las ramas.

      –¡Terrible! –exclamó lord Henry–. No me gusta la fuerza bruta, pero la razón bruta es totalmente insoportable. No está bien utilizarla. Es como golpear por debajo del intelecto.

      –No le entiendo –dijo sir Thomas, enrojeciendo considerablemente.

      –Yo sí, lord Henry –murmuró el señor Erskine con una sonrisa.

      –Las paradojas están muy bien a su manera… –intervino el baronet.

      –¿Era eso una paradoja? –preguntó el señor Erskine–. No me lo ha parecido. Quizá lo fuera. Bien, el camino de las paradojas es el camino de la verdad. Para poner a prueba la realidad, hemos de verla en la cuerda floja. Cuando las verdades se hacen acróbatas podemos juzgarlas.

      –¡Dios del cielo! –dijo lady Agatha–, ¡cómo discuten ustedes los hombres! Estoy segura de que nunca sabré de qué están hablando. Por cierto, Harry, estoy muy enfadada contigo. ¿Por qué tratas de convencer a nuestro Dorian Gray, una persona tan encantadora, para que renuncie al East End? Te aseguro que sería inapreciable. A nuestros habituales les hubiera encantado oírle tocar.

      –Quiero que toque para mí –exclamó lord Henry sonriendo. Cuando miró hacia el extremo de la mesa captó como respuesta un brillo en la mirada de Dorian.

      –Pero en Whitechapel la gente es muy desgraciada –protestó lady Agatha.

      –Soy capaz de simpatizar con cualquier cosa menos con el sufrimiento –dijo lord Henry, encogiéndose de hombros–. Hasta eso no llego. Es demasiado feo, demasiado horrible, demasiado angustioso. Hay algo terriblemente morboso en la simpatía de nuestra época por el dolor. Debemos interesarnos por los colores, por la belleza, por la alegría de vivir. Cuanto menos se hable de las miserias de la vida, tanto mejor.

      –De todos modos, el East End es un problema muy importante –señaló sir Thomas, con un grave movimiento de cabeza.

      –Muy cierto –respondió el joven lord–. Es el problema de la esclavitud, y tratamos de resolverlo divirtiendo a los esclavos.

      El político le miró con mucho interés.

      –¿Qué cambio propone usted, en ese caso? –preguntó. Lord Henry se echó a reír.

      –No deseo cambiar nada en Inglaterra, a excepción del clima –respondió–. Me basta y me sobra con la contemplación filosófica. Pero como el siglo XIX se ha arruinado por un excesivo gasto de simpatía, sugiero que se acuda a la ciencia para solucionarlo. La ventaja de las emociones es que nos llevan por el mal camino, y la ventaja de la ciencia es que excluye la emoción.

      –Pero tenemos gravísimas responsabilidades –aventuró tímidamente la señora Uandeleur.

      –Sumamente graves –se hizo eco lady Agatha.

      Lord Henry miró con detenimiento al señor Erskine.

      –La humanidad se toma demasiado en serio. Es el pecado original del mundo. Si los cavernícolas hubieran sabido reír, la historia habría sido distinta.

      –No sabe cuánto me consuela oírle –gorjeó la duquesa–. Siempre me siento muy culpable cuando vengo a ver a su querida tía, porque no me intereso en absoluto por el East End. En el futuro podré mirarla a la cara sin sonrojarme.

      –Sonrojarse es muy favorecedor, duquesa –señaló lord Henry.

      –Sólo cuando se es joven –respondió ella–. Cuando una anciana como yo se sonroja, es muy mala señal. ¡Ah, me gustaría que me dijera usted cómo volver a ser joven! Lord Henry meditó unos instantes.

      –¿Recuerda usted algún gran error que cometiera en sus primeros tiempos, duquesa? –preguntó mirándola desde el otro lado de la mesa.

      –Muchos, por desgracia –exclamó ella.

      –Pues vuelva a cometerlos –dijo él con gravedad–. Para recuperar la juventud, basta con repetir las mismas locuras.

      –¡Deliciosa teoría! –exclamó ella–. He de ponerla en práctica.

      –¡Una teoría peligrosa! –dijo sir Thomas, la boca tensa. Lady Agatha movió desaprobadoramente la cabeza, pero la idea le pareció de todos modos divertida. El señor Erskine escuchaba.

      –Sí –continuó el joven lord–; se trata de uno de los grandes secretos de la vida. En la actualidad la mayoría de la gente muere de una indigestión de sentido común y descubre cuando ya es demasiado tarde que lo único que nunca lamentamos son nuestros errores.

      Se oyeron risas en torno a la mesa.

      Lord Henry jugó con la idea, animándose cada vez más; la lanzó al aire y la transformó; la dejó escapar y volvió a capturarla; la adornó con todos los fuegos de la fantasía y le dio alas con la paradoja. El elogio de la locura, mientras lord Henry proseguía, se elevó hasta las alturas de la filosofía, y la filosofía misma se hizo joven y, contagiada por la música desenfrenada del placer, vestida, cabría imaginar, con su túnica manchada de vino y una guirnalda de hiedra, danzó como una bacante sobre las colinas de la vida y se burló del plácido Sileno por su sobriedad. Los hechos huyeron ante ella como asustados animalitos del bosque. Sus pies alabastrinos pisaron el enorme lagar donde sienta sus reales el sabio Omar, hasta que el zumo rosado de la vid se elevó en torno a sus extremidades desnudas en oleadas de burbujas moradas, o se deslizó en espuma por las negras paredes inclinadas de la cuba. Fue una extraordinaria improvisación. Lord Henry sentía fijos en él los ojos de Dorian Gray, y saber que había entre quienes lo escuchaban alguien a quien deseaba fascinar parecía dar mayor agudeza a su ingenio y prestar colores más vivos a su imaginación. Se mostró brillante, fantástico, irresponsable. Encantó a sus oyentes haciendo que se olvidaran de sí mismos, y que siguieran, riendo, la melodía de su caramillo. Dorian Gray nunca apartó de él los ojos, y permaneció inmóvil como si estuviera encantado, sucediéndose las sonrisas sobre sus labios, mientras el asombro, en el fondo de sus ojos, adoptaba una pensativa gravedad.

      Finalmente, cubierta con la librea de la época, la realidad entró en la estancia en forma de lacayo para decir que a la duquesa la esperaba su coche. La noble señora se retorció las manos con fingida desesperación.

      –¡Qué fastidio! –exclamó–. He de marcharme. Tengo que recoger a mi marido en el club para llevarlo a Willis's Rooms, donde debe presidir no sé qué absurda reunión. Si llego tarde se enfurecerá sin duda, y no puedo exponerme a una escena con este sombrero. Es demasiado frágil. Una palabra dura acabaría con él. No, he de irme, mi querida Agatha. Hasta la vista, lord Henry, es usted absolutamente delicioso y terriblemente desmoralizador. Desde luego, no sabría qué decir sobre sus ideas. Tiene que venir a cenar con nosotros una de estas noches. ¿El martes? ¿Está usted libre el martes?

      –Por usted, duquesa, ¿de quién no prescindiría yo? –respondió lord Henry, con una inclinación de cabeza. –¡Ah! ¡Muy amable y muy cruel por su parte! –exclamó la duquesa–; pero no se olvide de venir –y abandonó la habitación seguida por lady Agatha y las otras damas. Cuando lord Henry se hubo sentado de nuevo, el señor Erskine, dando la vuelta a la mesa, y colocándose a su lado, le puso una mano en el brazo.

      –Usted habla mucho de libros –dijo–; ¿por qué no escribe uno?

      –Me gusta demasiado leerlos para molestarme en escribirlos, señor Erskine. Desde luego, me gustaría escribir una novela, una novela que fuese tan encantadora y tan irreal como una alfombra persa. Pero en Inglaterra no hay público más que para periódicos, libros de texto y enciclopedias. No hay en todo el mundo personas con menos sentido de la belleza literaria que los ingleses.

      –Me temo que tiene usted razón –respondió el señor Erskine–. Yo mismo tuve ambiciones literarias, pero las abandoné

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