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Además de condenarlos a la pena de prisión el rey se incautó de todos sus bienes, villas, propiedades y cualesquier otra posesión o pertenencia de la familia del que él consideraba un traidor a su causa.

      Nos relata doña Leonor que estaban en prisión encadenados a los muros y, con gran crueldad, de vez en cuando se les retiraba la comida o la bebida. Las peores penas y castigos los sufría el esposo de doña Leonor, porque era pariente directo de don Pedro; a él se le encadenaba al brocal de un pozo durante ocho o más días, cargado de hierros en manos y pies, y según cuenta en sus memorias «se le negaba el agua durante todo ese tiempo, mientras podía ver el agua no podía tomarla. […] y mi hermano Lope, de trece años, murió y tenía sobre sí una cadena de más de setenta eslabones de hierro y era el niño más hermoso y bueno habían visto ojos».

      Estando la infeliz familia encarcelada en las Atarazanas hubo un brote de peste y murieron todos, excepto la misma doña Leonor y su marido. Ella dice que sus hermanas presas y sus maridos murieron y que «los arrojaron fuera como si de moros se tratase». Quizá con los ojos de hoy no podamos ver lo que significaba en el siglo XIV tal proceder, pues todo cristiano aspiraba a un confesor en su lecho de muerte y a ser enterrado en sagrado. Esto, desde los más poderosos hasta los más humildes. Era impensable que nadie, en su sano juicio, negase los sacramentos y entierro en tierra sagrada a un cristiano. Pero quizá la venganza de don Enrique estipulaba y disponía que si moría alguno de los presos se le negasen todos estos consuelos, solo así se explica que los carceleros arrojasen los cuerpos a un foso sin misas, sin bendiciones, sin plegarias y lo que es peor, sin haber llamado a un confesor antes.

      En esta rigurosa prisión permaneció doña Leonor durante años, años en los que no pudo educarse como a su alcurnia correspondía, por ello es de maravillarse cómo en el futuro ella sería capaz de escribir unas memorias que le dieron un puesto de honor en las letras españolas, y cómo su preparación e inteligencia la hicieron digna de la confianza de la reina doña Catalina de Láncaster, de quien fue amiga y valida, pero no adelantemos los hechos.

      Nueve años permanecieron doña Leonor y su esposo en las Reales Atarazanas sin ninguna esperanza de poder salir de sus profundidades. La niña de ocho años ya tenía diecisiete y el esposo, de quien se dice tenía veintiséis años al ingresar en prisión, treinta y cinco. Toda una vida.

      El rey don Enrique reinó desde 1369 hasta 1379. Ante la llegada de su muerte, por sorpresa, los cautivos fueron puestos en libertad. No se sabe si arrepentido de su dureza, y viéndose próximo a rendir cuentas de sus actos ante el tribunal de Dios, decidió, en lo posible, deshacer el mal cometido y no solo dispuso que se les soltase, sino que se les restituyese lo que se les había quitado.

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      Las Reales Atarazanas de Sevilla convertidas en almacén

      Es cierto que recuperaron su libertad, aunque no pudieron recobrar absolutamente nada de lo que habían sido despojados. Otra larga condena les llegaba: la de la miseria, y ello, para una familia noble, entrañaba el deshonor. Como el deshonor de un miembro de la familia llegaba a todos por extensión, una altiva tía de doña Leonor, doña Mencía García de Carrillo, rica señora de Córdoba, tomó sobre sí el peso de su manutención y alojamiento, no por amor a ella, sino por no ver a su pariente, quizá, pidiendo por las calles. Se llevó a la joven a su casa, en donde no fue bien recibida ni por sus primos ni por la servidumbre, que veía en la presencia de doña Leonor más trabajo y ninguna recompensa. Servir a una pobretona no era privilegio. El marido, esperanzado en recuperar algo de su gran patrimonio, no se quedó con ella, sino que se fue a sus antiguos territorios por ver si podía rescatar algo de sus dineros y riquezas o reconstruir su posición; o al menos recobrar alguna propiedad o bienes con los que subvenir a su propia supervivencia y si había suficiente a la de su esposa, alojada por caridad en casa de una tía que ni la quería, ni tan siquiera la apreciaba. Abandonar a una esposa por no poder alimentarla era el colmo de la degradación y la ignominia y la desgracia para un caballero hijodalgo, y aun para un hombre cualquiera.

      No tuvo don Ruy Gutiérrez de Finestrosa la menor suerte, igual que su mujer, todo lo que antaño poseyera parecía haberse disuelto en el aire, nadie sabía a dónde había ido a parar tanto esclavo, tanta perla, tanto moro y tanto poder. Avergonzado, no volvió a recoger a su consorte que, en vano, en casa ajena esperaba que el esposo la salvara de la humillación de recibir comida de la desabrida caridad de su señora tía. Años después, cuando su esposa doña Leonor contaba ya veinticinco años de edad, quebrantado el orgullo por la miseria, volvió don Ruy a Sevilla, en donde su mujer comía el amargo pan que le facilitaba su tía, a cuyo capricho estaba sometida. Apareció el marido con la cabeza gacha y hubo de acogerse también a la fría caridad de doña Mencía García de Carrillo.

      Visto que su sobrina tenía esposo y que con él debía convivir, según estipulaba la Santa Madre Iglesia, doña Mencía les proporcionó una vivienda aparte, una casa colindante con la suya. Desde este momento, la máxima aspiración de doña Leonor fue que su tía le permitiese, en sus propias palabras, «abrir un postigo entre ambas casas, la de su tía y la suya», con fin de ocultar, en lo posible, la pobreza que le obligaba a comer con su marido en la mesa de su pariente, miseria que hacía pública al salir a la vía y entrar por la puerta de la calle en casa de su tía a las horas de desayunar, comer y cenar. La señora tía se resistió durante largo tiempo a los ruegos de doña Leonor, y ella, por mor de conseguir esa merced, iba diariamente a rezar largas oraciones a la Virgen, trescientas oraciones a la Santísima Virgen todos los días para obtener que ella ablandase el corazón de doña Mencía y la moviese a abrir entre ambas casas el ansiado postigo o puertecilla que ocultara su vergonzante indigencia y la de su esposo.

      Finalmente consintió la tía y el día mismo en que habían de empezar las obras del mencionado postigo una criada convenció a la propietaria de la imprudencia de esta concesión, por lo que la señora se arrepintió y desautorizó la apertura de ese paso que ahorraría a doña Leonor y a su marido tanta humillación. Enfadada y frustrada al ver su sueño roto por una criada, entró en casa de su tía y con sus propias manos la estranguló, ella lo confiesa sencillamente, sin gloriarse ni arrepentirse: «Perdí la paciencia, é la que hizo más contradicción con mi Señora tía, se murió en mis manos comiéndose la lengua…».

      Seguía doña Leonor con sus devociones para conseguir el postigo entre ambas casas o una casa independiente para ella y su marido y ahora, en vista del anterior fracaso, que ella achacaba a sus muchos pecados, redoblaba sus esfuerzos y acudía regularmente a maitines, yendo puntualmente todos los días a la iglesia antes del amanecer, hiciese frío o lloviese, todo con tal de demandar de su celestial veedora la propiedad de alguna casa en que poder independizarse de su señora tía. En sus memorias dice que además rezaba a la Santísima Virgen sesenta oraciones cada vez que iba a maitines. No sabemos si la Virgen se lo concedió por su piedad, o si su pariente después de diecisiete años de amargarle la vida se hartó de verla, lo cierto es que le compró unos corrales junto a la iglesia y le dio el dinero para que se construyese una vivienda propia para que allí pudiese vivir con su marido y los hijos habidos con este.

      Durante un pogromo acaecido en 1392 en la judería de Córdoba, se halló un huérfano judío a quien Leonor adoptó como hijo para educarle en la fe que ella profesaba. Creía ella que la Virgen, vista su meritoria obra de caridad por haber adoptado al huérfano, finalmente le había dispensado la merced por la que tanto había rogado: la posesión de su propia casa para no sufrir las humillaciones que le infligía el vivir de la caridad y el menosprecio de su tía. Doña Leonor, por su parte, se dispuso a cumplir sus obligaciones y no desamparar al huérfano pasase lo que pasase.

      Sucedió que entre los años 1400 y 1401 la peste bubónica azotó con dureza a Andalucía, lo que provocó una gran mortandad. Los que podían huyeron fuera de las ciudades, donde las campanas repicaban a muerto durante todo el día y las ruedas de las carretas chirriaban bajo el peso de los apestados que llevaban a enterrar en las fosas comunes. Así pues, Leonor se marchó con su familia a Santalla. Estando allí llegó también su tía, Leonor le cedió la casa que ella misma habitaba con su familia y marchó con los suyos a Aguilar a casa de otros parientes. Aunque lejos del principal foco de infección,

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