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otros de los diputados de las Cortes de Cádiz, de la misma forma que la recuerdan con complacencia las clases populares por su heroica y abnegada participación, al tiempo que en lo militar se acentúa la flexibilización de la estructura del Ejército, anunciando la llegada de unas escalas más abiertas. Todo ello hace de esta guerra algo muy presente en la vida española decimonónica y explica el proceso de mitificación que ha ido experimentando con el paso de los años.

      Sin embargo, es muy frecuente considerar esta guerra fuera de su contexto internacional, lo que constituye una gran limitación en su percepción, ya que se tiende a verla como una especie de antesala del siglo xix con una gran carga potencial en todos los sentidos, carga que se malogra por la incompetencia de nuestra clase política. Pero la Guerra de la Independencia no es un mero preludio decimonónico, es mucho más. En efecto, España en los años precedentes al conflicto era la tercera potencia mundial, temible por su Imperio y codiciada por Francia como aliada por su potente flota, que le permitiría enfrentarse con algunas posibilidades de éxito a Inglaterra en el mar. En consecuencia, nuestra Guerra de la Independencia hay que insertarla en la dinámica internacional de fines del siglo xviii y comienzos del xix, que es desde nuestro punto de vista la manera correcta de plantearla y abordarla.

      Lo sucedido entre 1808 y 1814 aquí en la Península Ibérica y los hechos coetáneos que se inician en las colonias españolas de Ultramar van a marcar un gran giro en la situación internacional de España, de manera que si en 1808 todavía tiene rango de gran potencia –aunque no sea de primera fila–, después de 1814 encontramos una monarquía que ha conseguido un gran prestigio en Europa por el comportamiento heroico de su pueblo, pero hay evidencias de que posiblemente al coloso se le hayan convertido los pies en barro, pues no es capaz de controlar la sublevación de sus colonias americanas. En los años siguientes, la situación internacional española se deteriora: pierde el prestigio en nuestro continente al dar una nota disonante en la Europa de la Restauración (los súbditos se sublevan contra Fernando VII, que sólo podrá mantener el absolutismo de su Corona con ayuda extranjera) al tiempo que se consuma la independencia de las colonias españolas en América, dejando a España reducida a su mera extensión metropolitana con algunos enclaves isleños en el Atlántico y en el Pacífico.

      ¿Cómo es posible que, prácticamente, en una década –de 1814 a 1824– se produzca semejante mutación? Ése es el gran interrogante y esa mutación es la que va a darle a la Guerra de la Independencia la significación que posee en el recuerdo del pueblo español y en el tratamiento historiográfico predominante recibido hasta el momento, pues la variedad de su desarrollo, la cantidad de elementos implicados y las múltiples facetas que ofrece le dan una enorme proyección de futuro, además de generar valores, recuerdos y mitos.

      Nuestro objetivo va a ser situar la Guerra de la Independencia en su contexto internacional, desentrañar aquellas dimensiones que resultan especialmente significativas y mostrar cuáles son las facetas que van a mantenerse “activas” en el siglo xix.

      El preludio

      De 1808 a 1814 la Península Ibérica va a convertirse en un campo de batalla donde van a enfrentarse cuatro países: Francia, por un lado, y Portugal, Inglaterra y España, por otro. De los cuatro, tres nos interesan espacialmente y tienen una larga tradición de enfrentamientos y alianzas, cuya dinámica viene determinada por el desarrollo diplomático y bélico del siglo xviii.

      España e Inglaterra llegan a 1808 siguiendo un camino con ciertas similitudes y no pocas rivalidades: a principios del siglo xviii las dos estrenan dinastía (los Hannover en Inglaterra, los Borbón en España) y las dos rivalizaban en el ámbito colonial, pues la posición predominante española en Ultramar empezaba a ser un obstáculo para Inglaterra, que se había lanzado con decisión a la aventura colonial desde la paz de Utrecht (1713) y va cimentando su expansión a costa de Francia, sobre todo, aprovechando las paces de los diferentes conflictos en los que se enfrentan a lo largo del siglo, además de su propia proyección colonizadora, lo que le llevará finalmente al choque directo con España, un enfrentamiento que se venía gestando desde mucho tiempo atrás y que habían reverdecido en los lustros iniciales del siglo.

      Por su parte, Francia ha experimentado un cambio interno trepidante a consecuencia de la revolución que estalla en 1789. Sin embargo, sus planteamientos internacionales no han cambiado, aunque respondan a motivaciones diferentes, pues si en tiempos de la Monarquía Borbónica el enemigo a batir era Inglaterra (contra la que abrigaba deseos de desquite, prácticamente, desde después de Utrecht, deseos estimulados por la paz de 1763, que ponía fin a la Guerra de los Siete Años y en la que prácticamente pierde su imperio ultramarino), Inglaterra seguiría siendo para la Francia revolucionaria y napoleónica el rival irreductible, el alma de la resistencia a los planes franceses, ya que al abrigo de su situación insular, su potente flota la protegía de un ataque directo y sus tropas podían luchar en el continente junto a las de sus aliados.

      De esta forma, Inglaterra era el enemigo a batir para Francia y España, cuya aproximación se ve facilitada al estar ambas monarquías dirigidas desde principios del siglo xviii por miembros de la misma familia y coincidir sus intereses ultramarinos al compartir idéntica amenaza. Esta realidad, que queda enmascarada inicialmente por el predominio del principio del equilibrio o de la balanza de poderes, se reajusta en los conflictos que jalonan las primeras décadas del siglo xviii hasta quedar claramente manifiesta en los dos grandes conflictos centrales de esa centuria: la Guerra de Sucesión Austriaca (1740-1748) y la Guerra de los Siete Años (1756-1763).

      A lo largo de esos enfrentamientos, Inglaterra, Francia y España constituyen una especie de trípode en torno al cual giran las demás potencias: algunas como Austria, Prusia y Rusia con protagonismo propio; otras, las más, como comparsas, aunque ocasionalmente no carezcan de protagonismo estelar. No nos interesa en esta ocasión pormenorizar en las alianzas y sus cambios, pues nos apartaría de nuestro objetivo primordial, pero sí haremos una llamada de atención sobre los dos conflictos que acabamos de citar –Guerra de Sucesión Austriaca y Guerra de los Siete Años–, separados por un sorprendente y espectacular giro diplomático conocido gráficamente como la Reversión de Alianzas o la Revolución Diplomática de 1756, por la que Inglaterra, aliada de Austria, abandonaba la alianza austriaca y se aliaba con Prusia, que rompe sus lazos con Francia, quien, además de conservar su alianza con España, se ve en la necesidad de aproximarse a Austria, una aproximación aceptada por ésta para no quedarse sóla ante Prusia e Inglaterra.

      Ahora bien, lo que realmente nos interesa de esos conflictos y del referido giro diplomático es que dejan claro con toda nitidez el diferente planteamiento en los objetivos que mueven a Inglaterra y a Francia: mientras ésta prioriza sus preocupaciones europeas a costa de su situación en Ultramar, Inglaterra tiene sus miras preferenciales en las colonias, como muestra sin paliativos, sobre todo, el Tratado de París de 1763, en el que Inglaterra prácticamente barre de Ultramar a Francia, consumando así la consecución de un objetivo y la eficacia de unos planteamientos diplomáticos, pues salvo Gran Bretaña, las demás potencias se han implicado en los conflictos con objetivos europeos casi en exclusiva, mientras que ella ha optado decididamente por el ámbito colonial. A sus rivales los ha enzarzado en las guerras europeas y ella se ha dedicado a Ultramar, donde ha derrotado a Francia y rivaliza con España. El descontento y el deseo de desquite hacían presumir que la paz de 1763 sería revisada, pero la situación no presentaba muchos resquicios para ello, pues todo indicaba que Inglaterra había alcanzado la cima de su hegemonía y gozaba de un prestigio indiscutido e indiscutible.

      Pero el triunfo inglés había sido demasiado rotundo como para que sus rivales lo aceptaran sin más, pues la paz de 1763 causó profundas heridas que Francia y España no sólo querían restañar, sino también vengar, que es lo que buscarán al socaire de los conflictos que en el futuro puedan surgir; por otra parte, a las acciones hostiles de sus rivales, responderán en el mismo lenguaje en cuanto tenga oportunidad, por eso no andamos muy desencaminados si a las décadas que siguen a 1763 las denominamos como la “Era de la diplomacia y de las guerras de revancha”.

      Si nos fijamos en los años siguientes

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