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con el potencial deportivo que todos le adivinaban y que todavía no había podido desarrollar del todo.

      Durante sus primeros años como profesional, Delgado alternaba resultados regulares en contrarreloj con otros realmente catastróficos. La conclusión era que llegaba a la montaña, su medio natural, con una pérdida de tiempo tal que resultaba imposible de recuperar. Podía ser animador, podía aspirar a victorias parciales o a un puesto en el pódium, pero la gloria… esa estaba vetada por sus deficiencias en las pruebas individuales. A esto sumaba la sempiterna incapacidad de los españoles para situarse bien en el pelotón, para rodar en los abanicos, para hacer frente a esfuerzos intensos en el pavés. Todo eso, pensaba Pedro, lo lastraba en demasía cuando se trataba de disputar las mejores carreras del calendario. Y él era ambicioso, se había encaprichado de la más grande. Quería ganar el Tour. Así que, dispuesto a salvar esas carencias, aceptó la oferta de los holandeses y se enroló en su conjunto.

      Lo cierto es que, en ese sentido, la jugada salió bien a Delgado. Mejoró en las cronos (aunque sus prestaciones más solventes habría de alcanzarlas, paradójicamente, en el equipo donde debutó como profesional) y aprendió a moverse de forma más eficaz dentro del grupo. Pero, sobre todo, se quitó complejos. Se dio cuenta de que, cuando se formaba un abanico, los holandeses (y los belgas y los franceses) sufrían tanto como los demás, y de que si aguantaban mejor el tirón era solamente por mentalidad y práctica. Es decir, que nadie nacía sabiendo y que ninguno era invencible en ningún terreno. Librarse de esa losa mental ayudó a dibujar aquello en lo que Pedro se acabaría convirtiendo: una poderosa máquina en las grandes vueltas.

      En lo deportivo, nuevamente, nubes y claros. La Vuelta a España, de la que era vigente ganador, es un fracaso absoluto, con un Delgado desdibujado durante toda la carrera que se ve desarbolado de forma definitiva en el mítico ascenso a Sierra Nevada. Ese en el que, de forma milagrosa y tras sobreponerse a un ataque inicial, Álvaro Pino alcanza y supera a su rival, el escocés Millar. A estas alturas, el chico del pendiente debía de estar un poco mosqueado con esas cosas tan extrañas que le pasaban siempre en España, y que le impedían coronarse como vencedor de la carrera.

      Delgado acaba aquella ronda en décima posición, muy lejos de la victoria y sin opción alguna de demostrar si había dado un salto adelante en sus prestaciones atléticas o no…

      Eso lo dejaba para el Tour de Francia, «su» prueba desde siempre, aquella con la que estaba obsesionado. La que anhelaba ganar costase lo que costase.

      Es el de 1986 un Tour especial. La primera vez que vencía en la prueba un corredor no europeo. El último Tour de Hinault. Y una competición con un desarrollo fascinante, frenético dentro y, muy especialmente, fuera de la carretera, con puñaladas, traiciones, teatro y lealtades mal entendidas por doquier. De ese Tour se han escrito libros, se han hecho documentales. Unos y otros dan su opinión. Hay quienes dicen que el comportamiento de Hinault fue poco noble, que llegó demasiado lejos en su hostigamiento a LeMond, que jamás debió romper su promesa de ayudar al rubio a ganar su primera Grande Boucle. Otros lo consideran, simplemente, el canto del cisne de una forma de hacer ciclismo, de entender la vida. El atacar cueste lo que cueste, sin desfallecer jamás. Una filosofía que busca la victoria, sí, pero sobre todo la forma de conseguirla. Porque vencer sin belleza es haber vencido un poco menos, mientras que caer entre llamas, consumido por el sol como Ícaro, es alcanzar una muesca mayor en un palmarés más importante: el de la leyenda, el que se queda grabado en la retina, en la mente, en los corazones de todos los que lo vivieron o se lo contaron. Todo aquello fue el Tour de 1986.

      Aquello, y las lágrimas de Pedro Delgado.

      Y eso que el Tour estaba marchando bien para él. De acuerdo, había naufragado en la contrarreloj como era habitual, sin mostrar progreso alguno en la disciplina, pero también se había impuesto en la primera etapa de montaña, su segundo parcial en la ronda gala.

      Fue, de nuevo, en los Pirineos, pero esta vez atravesando rutas extrañas, algunas de esas carreteras estrechas y empinadas, dignas de Escher, que aparecen aquí y allá en los Pirineos atlánticos y que el Tour insiste en omitir de forma casi metódica. Bagargui, Ichère, Burdinkurutcheta, el temido Marie Blanque. Es allí, en ese trayecto agostado por el calor de julio, en mitad de una trampa imposible que a todos pilla por sorpresa, donde Hinault decide romper su promesa. O no.

      Le Blaireau se ha pasado todo el invierno insistiendo en que cinco victorias son suficientes. Que ayudará a LeMond a conseguir su primer Tour. Que todo va bien en La Vie Claire, ese transatlántico que estuvo a punto de naufragar unos meses antes. Que él es hombre de palabra. Tendrá mi rueda siempre que quiera, dice. Eso sí, añade, con rostro reconcentrado, casi sombrío, tiene que ganársela.

      Tiene que ganársela.

      Lo que está diciendo el bretón es que él no es un gregario, sino un campeón de raza y que la lucha será encarnizada hasta el final. Lo que dice, de lo que está advirtiéndonos a todos, es que si LeMond quiere su respeto debe conquistarlo en la carretera. Que una primera muestra es ser tratado de igual a igual por el gran Bernard Hinault. Y, en ese caso, su bicicleta será una más, su dorsal, el de un enemigo. Si consigue estar a su altura, Hinault le reconocerá. Pero no dará facilidades. El Atlántico va a soplar con más agresividad que nunca.

      Y empezará en esos Pirineos salvajes, selváticos, que nos enseña el Tour en aquel 15 de julio de 1986.

      Falta un mundo para meta y el bretón se mueve. Los mejores aún no están subiendo el Marie Blanque, una pared rectilínea de cuatro kilómetros de longitud, un auténtico infierno en el que los corredores se van a retorcer para intentar mover sus desarrollos, mucho más duros que los actuales. Es en el llano antes del puerto, en ese respiro entre valles, cuando Hinault toma la cabeza del grupo, se alza sobre los pedales y acelera. Un arranque duro, violento, moviendo muy lentamente sus bielas, las pantorrillas a punto de explotar. Una bomba dirigida directamente a LeMond, que no sabe muy bien qué hacer, que queda a la espera de acontecimientos. Asustado, seguramente.

      Pedro ve rápidamente que ese movimiento es el bueno, y salta a por Hinault. Los dos se unen (con Bernard y Chozas, que aguantarán sólo un tiempo con ellos) y pronto empiezan a entenderse. De nuevo se produce un pacto, igual que el año anterior con Herrera. Para Delgado será la etapa, para el bretón el maillot amarillo y la general casi sentenciada. LeMond realiza una aceleración postrera que le hará recortar unos segundos al final. Pero en Pau, en la ciudad que ama a Vicente Trueba, Delgado logra su segunda victoria en el Tour y Bernard Hinault, luchador indomable, se viste de amarillo con casi cinco minutos y medio de margen sobre el segundo, un abatido, cariacontecido y bastante enfadado LeMond.

      Delgado se coloca cuarto en la general, desciende al quinto puesto con el paso de las etapas, en mitad de una batalla apocalíptica que enfrenta a LeMond e Hinault sobre las rutas francesas y, de forma aún más cruenta, en los micrófonos de los periodistas al acabar las etapas. Incluso los hoteles son testigos de algunas escenas bochornosas, ciclistas durmiendo con la bicicleta junto a la cama por temor a un posible sabotaje. Toda una novela de misterio en el Tour.

      Pero decíamos que tras la monstruosa etapa del Granon, aquella que gana Eduardo Chozas, aquella en la que LeMond le arrebatará de forma definitiva a Bernard Hinault el maillot amarillo, Pedro Delgado está situado en una magnífica quinta posición. El cuarto, el inevitable Robert Millar, aparece a una distancia perfectamente asumible, por lo que no es descabellado pensar en escalar aún más puestos en la general. Se siente fuerte, ha corrido con inteligencia, sin derrochar energías, y además goza de la confianza y el respeto de un agradecido Bernard Hinault. La vida es de color de rosa para Pedro Delgado aquel 20 de julio de 1986.

      Hasta que suena el teléfono.

      Delgado está en su hotel, descansando. La llamada es de Segovia. Su madre acaba de fallecer. Pedro se sume en lágrimas, se encierra en la habitación, el equipo le da todas las facilidades. Si quieres abandonar, abandona. Llora en silencio su pérdida. Al final se decide. Saldrá en honor a su madre. Al día siguiente le dedicará la etapa.

      Pero… no hay nada que hacer. Cuando tendría que empezar a sufrir, Pedro Delgado se da cuenta de que no le queda más sufrimiento dentro. En mitad de una de las guerras más alucinantes del ciclismo moderno,

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