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accede al liderato y además tiene a su compañero Cabestany como segundo en la general. Jornada ideal para su equipo, que funciona a la perfección. Los dos jóvenes se abrazan en meta, dan entrevistas juntos, todo son sonrisas, buenas palabras. Pese a ello, la Vuelta está lejos de quedar sentenciada, porque los Lagos han sido menos decisivos que nunca hasta entonces y siete ciclistas entraron en menos de medio minuto. Las espadas quedan en alto, pero Delgado, el ciclista que copa portadas en los periódicos, está mejor situado que ningún otro.

      Y, al día siguiente, su némesis. El momento fatídico. El final inesperado.

      Una etapa durísima, con recorrido quebrado y engañoso por Cantabria. En mitad de la trilogía que componen las llamadas tres colladas (La Hoz, Ozalba y Carmona), a Perico se le cruza un cable y salta tras una escapada intrascendente protagonizada por el francés Simon. Nadie entiende el movimiento del líder, que se muestra más nervioso que nunca. Y la tragedia llega subiendo el interminable puerto de Palombera, una preciosa carretera que serpentea juguetona por las fuentes del Saja en mitad de un bosque de robles y hayas, hasta desembocar en brañas peladas de nieblas eternas. Allí, donde Ocaña regaló su última gran actuación en la Vuelta con un ataque de rabia y dolor en 1976, Pedro Delgado entrega todas sus opciones de victoria. Empieza a ir cada vez más y más despacio, pierde de vista al pelotón de los buenos, consigue rehacerse en la parte alta, donde las nubes son algodones acariciando el rostro de los ciclistas. Pero en el descenso hasta la base de Alto Campoo, última subida del día, el segoviano empieza a vomitar. Algo le ha sentado mal. Los nervios, los esfuerzos, la responsabilidad, quizá. Su estómago se vacía, igual que sus piernas, y pronto pierde comba en las sostenidas rampas que llevan hasta la estación de esquí de Brañavieja. En meta se deja casi cuatro minutos con los primeros. Quien el día anterior triunfó en Covadonga entra hoy, en Alto Campoo, en 34.ª posición de la etapa.

      El hundimiento. Pero no la debacle, porque su compañero Peio Ruiz Cabestany aguanta las acometidas de los colombianos, del peleón Millar, y logra heredar la prenda que deja el segoviano. A partir de ahora el puesto de Perico será, deberá ser, el de gregario de lujo. La sonrisa es, en ese momento, de Peio, que atiende a los medios exultante. La nueva esperanza, tan simpático, tan ingenioso. Perico, en silencio, rumia su debilidad. Y avisa. «Si tengo que ayudar a Peio lo haré, pero yo todavía aspiro a ganar la Vuelta.» Días de vino y rosas en el Orbea, mientras se va fraguando, poco a poco, el descontrol.

      Porque Delgado no está dispuesto a trabajar, o, al menos, no a cualquier precio, no si eso supone eliminar sus (pocas) opciones de victoria. Y lo demuestra en la primera ocasión que tiene, en el ascenso a Panticosa, allí donde Hinault sufría como un perro un par de años antes. En esa subida, sólo dos días después de su hundimiento de Alto Campoo, Delgado ataca. Un latigazo fuerte, seco, que le sirve para dejar atrás al grupo de favoritos. El problema es que ese movimiento aísla a su compañero Cabestany, el maillot amarillo, que se siente traicionado. En meta, apenas segundos de ventaja para Pedro, cruce de declaraciones ante los periodistas y la sensación de que aún queda mucha Vuelta… dentro y fuera de la carretera.

      Las etapas se suceden, con cambio de líder incluido, ya que el escocés Robert Millar se hace con el maillot amarillo en Tremp, después de un golpe de mano auspiciado por varios equipos que coge por sorpresa, y en un mal momento, a los ciclistas del Orbea.

      Millar es un ciclista sólido, el mismo que venció en Luchon aquel día en que a Pedro se le ocurrió ser un loco por los Pirineos. Un tipo introvertido, tan extremadamente educado como deliciosamente distante. Pero, digámoslo ya, una rara avis en aquella España de 1985 que todavía no había entrado en Europa y veía la modernidad como algo ajeno, lejano y, sí, antinatural.

      Millar era pequeñito, vestía a la última moda, tenía rasgos afilados, mirada inteligente y llevaba siempre perfecta su melena, a veces lisa y a veces rizada. Con ese toque de aparente abandono que en realidad esconde una absoluta coquetería. Muy brit, claro. Además, se había hecho vegetariano, dicen que leía en las carreras (un ciclista leyendo…) y, suprema ignominia, llevaba pendiente. Hoy, cuando los deportistas esconden las orejas con aros de todos los colores y se pintan el cuerpo con cientos de tatuajes que no dudan en exhibir cuando tienen la más mínima ocasión (o sin tenerla), nos puede parecer normal, pero en aquel tiempo era toda una revolución. Que no fue, claro, bien vista por el resto de compañeros, y mucho menos por la afición de la Vuelta. «Españoles, valientes, que no gane el del pendiente.» Si a eso sumamos que Millar era el extranjero que se oponía a la tan ansiada victoria «de los nuestros»… el caldo de cultivo para una etapa llena de conspiranoia estaba dispuesto…

      Y llegaría.

      Años después, Robert Millar se convirtió en una leyenda. Desaparecido para casi todos, colaboraba regularmente con diversas publicaciones de ciclismo, pero nadie parecía saber dónde vivía. Esquivaba a los reporteros y mantenía una vida que podríamos llamar de perfil bajo. Hasta que un investigador menos educado que los demás, llamado Charles Lavery, lanzó el rumor de que se había cambiado de sexo, se hacía llamar Philippa York y vivía con su novia totalmente aislado del resto del mundo. Acompañaba esta información, que apareció en el diario británico Daily Mail, con unas fotografías donde Millar se mostraba con un aspecto femenino. Nadie confirmó los datos, y el mismo Millar se volvió todavía más esquivo. En su magnífica biografía sobre el personaje, Richard Moore cuenta las dificultades que tuvo para contactar con el escocés, y cómo este último episodio seguramente no ayudó a que su carácter retraído mejorase. Lo cierto es que Millar sí que hizo algunas apariciones, desmintiendo, al parecer, la información de Lavery. Lo mismo daba, hombre o mujer (qué importa), la intromisión en su vida privada había sido brutal y, sí, deshonesta. Una violación absoluta de su intimidad. Hoy en día, Millar sigue acreditado como articulista en prestigiosas publicaciones en inglés (firmando, por si hace falta decirlo, con su nombre, y no con el de Philippa York), pero su actitud continúa siendo poco abierta. No hay entrevistas, no hay declaraciones directas, no hay actos oficiales. Nada. El ciclista que fue un misterio sigue siendo un enigma, y eso es lo que hace, seguramente, más atractiva su figura.

      Un último apunte, que quizá ayude a comprender el clima al que se tuvo que enfrentar Millar en la Vuelta a España. Años después, cuando el rumor sobre el cambio de sexo de Millar se había hecho general en el mundillo ciclista, Álvaro Pino dejó para la historia unas desafortunadas declaraciones que, seguramente, le retrataban a él más que a ningún otro, pero que también pueden hablarnos de un momento, de una idea, de un tono. Decía el gallego: «A Robert Millar no le quedó otra opción que cortarse los huevos después de perder una Vuelta con Perico y otra conmigo»…

      Verdad o no lo de la operación, Millar era ya un personaje difícil dentro del tradicional y machista mundo del ciclismo, donde las cosas se hacen a las bravas, por cojones, y la educación superior brillaba en aquel momento (y aún lo hace en ocasiones) por su ausencia. Alguien tímido y huidizo. Alguien que no es, claro, uno de los nuestros y que, además, va a ganar a uno de los nuestros. Y eso sí que no puede ser…

      Porque realmente Millar va a vencer en la Vuelta de 1985. Y lo va a hacer a lo grande. Mantiene el amarillo en la decisiva contrarreloj del penúltimo día, donde Peio impone su potencia, pero no puede hacer frente a la desventaja que llevaba con el líder y, sobre todo, al infortunio en forma de dos cambios de bicicleta. Tampoco asalta el cielo el colombiano del Zor Pacho Rodríguez, que se queda únicamente a diez segundos de tocar el liderato. Un año después de ver cómo Alberto Fernández perdía una Vuelta por seis segundos, otro pupilo de Javier Mínguez, esta vez colombiano, va a tener que soportar un trago similar.

      O no. Porque queda la penúltima etapa, la de la sierra madrileña, esa que nunca había decidido nada, a juicio de los periodistas. Terreno quebrado, duro, atravesando Morcuera, Cotos y Guadarrama. La última esperanza de acorralar al escocés. Pacho Rodríguez a diez segundos, apenas un suspiro, un pinchazo, un momento de flaqueza. Peio Ruiz Cabestany, espléndido durante toda la carrera, a un minuto y quince segundos. «Me da lo mismo ser el tercero que el vigesimotercero», decía el ciclista del Orbea, valiente, prometiendo guerra. Y detrás Gorospe, Dietzen, Delgado.

      ¿Delgado?

      Sí, porque el antiguo líder de la carrera, el hombre del contrato más alto del ciclismo

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