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nuevamente engendrados, como si pertenecieran a un espacio diferente. Como si efectivamente hubiesen tenido un accidente. “Una autobiografía es en principio el relato de una vida muy llena. Una sucesión de actos. Los desplazamientos de un cuerpo en el espacio tiempo. Aventuras, fechorías, alegría, sufrimientos y fin. Mi vida de verdad comenzó por un fin”.13

      La crisis del año ‘85 es la del lazo, que da a la exclusión todo su sentido. Ella provocó una verdadera revolución de los conceptos de malestar y de trauma, transformándose en un trastorno cuya magnitud sólo ahora alcanzamos a medir. Desocupados, personas en situación de calle, sujetos que sufren de síndrome de estrés postraumático, depresivos profundos, víctimas de catástrofes naturales, todos han empezado a parecerse: una nueva internacional cuya fisonomía intenté describir en Les Nouveaux Blessés.14 Formas de subjetividad postraumática, como la denomina Žižek, figuras inéditas del vacío o de la deserción identitarias, que escapan a la mayoría de las terapias, en particular al psicoanálisis.

      En esos casos –¿pero en el fondo no es siempre ese el caso?–, existir significa hacer la experiencia de una ausencia de exterioridad, que es también una ausencia de interioridad. De ahí la huida imposible, la transformación en su mismo sitio. No hay adentro ni afuera del mundo. La modificación es allí más radical y violenta; con seguridad, ella fragmenta. La peor de las disensiones del sujeto consigo mismo, el más grave de los conflictos, ya no tienen una figura trágica. Paradójicamente, están marcados por la indiferencia y la frialdad.

      La Metamorfosis de Kafka es sin duda el intento más acabado, más bello y más pertinente para aproximarse a este tipo de accidente. Blanchot lo dice muy bien: “El estado de Gregorio es el propio estado del ser que no puede dejar la existencia, para quien existir es estar condenado a recaer siempre en la existencia. Transformado en insecto, sigue viviendo al modo de la decadencia, se hunde en la soledad animal, se acerca a lo más próximo del absurdo y de la imposibilidad de vivir. Mas ¿qué ocurre? Precisamente sigue viviendo (…)”.15 La metamorfosis es la existencia misma, que desune la identidad en lugar de reunirla.

      El despertar de Gregorio al inicio de la novela me parece la expresión perfecta de la plasticidad destructiva. El carácter inexplicable de la transformación en insecto es tal que continúa fascinando siempre como un peligro posible, una amenaza para cada uno de nosotros. Quién sabe si mañana…

      Pese a todo, el monstruo alcanza a tejer un capullo. Un capullo que, lentamente, se convierte en texto. Este texto es La Metamorfosis misma, y quienes cumplimos esta metamorfosis somos nosotros, los lectores. En cierto modo, el círculo de las posibilidades plásticas también se cierra ahí. La voz narrativa no es totalmente la de un insecto. Esa mariposa invisible tiene una voz no bestial, una voz de hombre, una voz de escritor. ¿Qué es una metamorfosis que todavía puede hablar por sí misma y escribirse, que no puede mantenerse completamente singular, pese a que se experimenta a sí misma como tal? El arte no salva, Kafka lo dirá en su correspondencia. Sin embargo, conserva. Después de todo, no podemos evitar reconocer el caparazón de Dafne en Gregorio.

      La lectura que Deleuze propone de La Metamorfosis es sin duda injusta, en la medida en que concluye un “fracaso” de Kafka. Pero no es completamente errada. Por un lado, Deleuze reconoce la efectividad del “devenir-animal de Gregorio, su devenir coleóptero, escarabajo, abejorro, cucaracha, que traza la línea de fuga intensa en relación con el triángulo familiar, pero sobre todo en relación con el triángulo burocrático y comercial”.16 El resultado de la metamorfosis es justamente un ser de fuga, que constituye un modo de salir en sí mismo, que forma “un solo y único proceso (progresión) que reemplaza a la subjetividad”.17 Por otro lado, Deleuze ve también en esta metamorfosis “la historia ejemplar de una reedipización”, un trayecto que está atrapado en la triangulación familiar: madre-padre-hermana. “Gregorio, entregado a su devenir-animal, re-edipizado por la familia, y conducido a la muerte”.18 Su muerte vuelve a situar a la metamorfosis en el orden de las cosas; en cierta medida, la anula. La familia misma no fue metamorfoseada, y Gregorio no dejó de reconocerla, llamando y nombrando a su padre, a su madre y a su hermana.

      Deleuze simplemente atribuye el “fracaso” de la metamorfosis al hecho de que ella se sostiene en una aventura de la forma, la de un animal identificable. Gregorio se convierte en un coleóptero. Una verdadera metamorfosis sería una metamorfosis que, pese a su nombre, no tendría nada de devenir-forma. Para Deleuze, “cuando hay forma, hay reterritorialización”.19 Es por eso por lo que el “devenir-animal” no es “devenir un animal”; lo primero es un agenciamiento, lo segundo es una forma, que no puede sino paralizar el devenir.20

      No pienso que el problema del límite de las metamorfosis concebidas tradicionalmente dependa de que ellas se presenten como un trayecto de una forma a otra. El problema no es la forma, es el hecho de que la forma sea pensada con independencia de la naturaleza del ser que se transforma: que ella sea pensada como una piel, una vestimenta o un atuendo que uno siempre se puede despojar sin que lo esencial sea alterado. Pese a lo que afirma fuerte y alto, la crítica de la metafísica no quiere reconocer que en realidad la metafísica efectúa sin cesar la disociación entre la esencia y la forma, o entre la forma y lo formal, como si siempre pudiera despojarse de la forma, como si, al llegar la tarde, la forma pudiera ser dejada sobre la silla del ser o de lo esencial. En la metafísica, la forma siempre puede cambiar, pero la naturaleza del ser permanece. Es eso lo que es discutible, y no el concepto de forma mismo, que sería absurdo pretender abandonar.

      Hay que llegar a pensar una mutación que comprometa tanto a la forma como al ser, una nueva forma que sea literalmente una forma de ser. Una vez más, la metamorfosis radical que intento pensar aquí es precisamente una fabricación de una nueva persona, de una forma inédita de vida, sin ningún punto en común con la forma que la precede. Gregorio cambia de forma; nunca sabremos a qué se asemejaba antes, pero, de cierta manera, sigue siendo el mismo, esperando sentido. Continúa su monólogo interior y no parece sustancialmente transformado. Es por eso por lo que sufre, por no ser reconocido como lo que nunca ha dejado de ser. Quizá se habría podido imaginar a Gregorio perfectamente indiferente a su transformación, no concernido por ella. ¡Una historia completamente distinta!

      La plasticidad destructiva invita a reflexionar sobre un sufrimiento hecho de una ausencia de sufrimiento, sobre la emergencia de una forma nueva de ser, extraña a la antigua. Dolor que se manifiesta como indiferencia al dolor, impasibilidad, olvido, pérdida de referentes simbólicos. Ahora bien, la síntesis de un alma y de un cuerpo distintos en su misma deserción es también una forma, un todo, un sistema de lo viviente. El nombre de “forma” no caracteriza aquí a la evidencia de una presencia o de una idea, ni a la de un contorno escultórico.

      Un arte plástico muy particular está en juego, que se asemeja mucho a la pulsión de muerte. Freud sabía que la pulsión de muerte creaba formas, que denominaba “ejemplos”. Pero aparte del sadismo y del masoquismo, no conseguía dar ejemplos ni citar tipos. En efecto, ¿cómo dar a la pulsión de muerte su visibilidad?21

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