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y los bienes, las creencias y la religiosidad, la dignidad y posición social. Esto resulta gracias a que los papeles entre padres e hijos están muy perfilados en el entramado de las relaciones familiares y sociales, en las que, por ejemplo, la muerte del padre no crea desestabilidad alguna, al asumir de inmediato el hijo mayor las funciones previstas en las leyes de herencia.

      Los derechos y las obligaciones que abarca la relación entre el padre y el hijo se concretan en los siguientes. El hijo debe honrar al padre: «Honra a tu padre y a tu madre; así prolongarás tu vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Éx 20,12; cf Dt 5,16). El mandato, elevado a rango divino, entraña dos convicciones fundamentales: la perpetuación de la especie es una cuestión de Dios (cf Gén 1,28) y los padres tienen la primacía sobre todos los demás miembros de la familia (cf Si 3,11). La reverencia a los padres se especifica en el respeto. Con él se evita toda vejación o humillación de quien precede en la vida en un orden genético e histórico: «¡Maldito quien desprecie a su padre y a su madre!» (Dt 27,16), por eso «el que maldice a su padre y a su madre, es reo de muerte» (Éx 21,17); en el aprendizaje: «Hijo mío, escucha los avisos de tu padre, no rechaces las instrucciones de tu madre, pues serán hermosa diadema en tu cabeza y collar en tu garganta» (Prov 1,8-9); en el temor: «Temed a vuestros padres y guardad mis sábados» (Lev 19,3); y el respeto y temor se convierten muchas veces en sinónimos del amor y conducen a la obediencia, que es la que asegura el vínculo con los padres a todos los efectos al cumplir los mandamientos. Los padres son la imagen de Dios en este ámbito: «Los que respetan al Señor no desobedecen sus palabras, los que lo aman siguen sus caminos» (Si 2,15). La desobediencia que aleja de la familia lleva a la perdición y a la muerte (cf Dt 21,18-21).

      Por otro lado, el padre, además de alimentar y proteger a su hijo, se obliga a educarlo e instruirlo: «Escuchad, hijos, la corrección paterna; atended, para aprender prudencia; os enseño una buena doctrina, no abandonéis mis instrucciones» (Prov 4,1-2). El contenido de la enseñanza se diversifica en el aspecto religioso, social y laboral (cf Éx 12,26-27). Todo esto lo ejerce el padre con un sentido de autoridad al que responde el hijo con la obediencia.

      Estos valores de la sociedad patriarcal en las relaciones de la familia ejercen su influencia en la experiencia de Jesús sobre Dios. Se observa, sobre todo, cuando se trata de describir su relación específica con Dios. Abba es la palabra aramea que con toda probabilidad emplea para dirigirse a Dios. Así se ha visto más arriba con ocasión de la oración en Getsemaní (cf Mc 14,36), y se conserva en las comunidades cristianas de lengua griega, cuyo uso no tiene otra justificación sino de haberlo recibido de Jesús (cf Gál 4,6).

      Abba procede de ab, padre, y se utiliza a la vez que ímma, proveniente de ím, madre. Indistintamente abba se expresa de manera enfática: ¡padre mío! ¡Padre!, de manera nominal: el padre, o de manera posesiva: mi padre. Abba se usa en la familia y, sin duda, en casi todas las circunstancias que conforman sus relaciones personales. Es una palabra que emplean los niños junto con ímma para comunicarse con sus progenitores. Por consiguiente, goza del sentido de confianza, abandono, obediencia o sumisión como características antropológicas que sostienen las relaciones entre los padres y sus hijos pequeños.

      Abba se emplea, además, en las relaciones entre los rabinos y sus alumnos, o cuando alguien se dirige a una persona anciana o venerable. En estas ocasiones abba incluye el respeto y estima, tanto por la distancia que ponen los saberes y los años entre maestros y alumnos, como por lo que entraña dicha distancia en cuanto superioridad humana y ética. Sin embargo, la consideración y deferencia hacia esta clase de personas no lleva consigo ni el miedo ni el temor, por lo que ni uno ni otro forman parte de la relación respetuosa.

      El empleo de Abba por Jesús para dirigirse a Dios supone que tiene una relación natural con Él, como cualquier hijo con su padre. Naturalidad que le hace poner ante el Padre todos los acontecimientos de su vida. Esto conduce a que experimente la máxima protección de Dios y le profese extrema obediencia, sobre todo cuando se trata de defender los intereses paternos, intereses que son los de todos los hombres. Ahora bien, el respeto y honor que profesa a la autoridad paterna, como indica también el empleo de abba, no es para Jesús lejanía o distancia. Dios es cercano y accesible para él, como lo prueba su experiencia divina y el contenido fundamental de su mensaje del Reino.

      3.3. El Padre es bondad y amor

      1) Bondad y misericordia

      Los evangelios son prolijos en la nominación de Dios como Padre que ama. Demuestran que es la forma habitual con la que Jesús se dirige a Dios. Más tarde será el nombre de Dios para las comunidades cristianas.

      Dios es un Padre para Israel porque lo elige. La elección es lo que origina la existencia del pueblo, y parte de un acto previo de amor por el que Dios se relaciona con Israel. Dios ama a su pueblo a pesar de todas las infidelidades y lo ama con lealtad eterna (cf Is 54,8; Os 3,1). Jesús, hijo de Israel, destaca también el amor en Dios y el amor como bondad. Bondad que entraña la inclinación natural para hacer el bien, hacer el bien a los demás, y el bien entendido como el núcleo básico de identidad y el fin propio que tiene cada cosa. Se ha evidenciado en el diálogo con el joven rico (cf Mc 10,18par). También en la parábola de los obreros de la viña se lo hace decir a Dios en la persona del propietario, cuando responde a los jornaleros sorprendidos porque les ha pagado igual que a los que han trabajado sólo una hora: «Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿O es que no puedo yo disponer de mis bienes como me parezca? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?» (Mt 20,1-15). Entonces la bondad de Dios confunde a los trabajadores, porque lo eleva en un nivel superior al de la ley, cuyo cumplimiento conlleva un mérito que Dios recompensa por justicia.

      La bondad da lugar a acciones buenas, propias de Dios, que definen además su corazón, su intimidad (cf Lc 8,15). Es la natural inclinación del padre hacia sus hijos. No es extraño, pues, que Jesús ahonde en la paternidad de Dios respecto a su pueblo: «Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1), y experimente a Dios como Padre lleno de bondad, una bondad amable y, en consecuencia, digna de ser amada, correspondida.

      La bondad paterna de Dios entraña la misericordia, hace brotar la misericordia, y le inclina a compadecerse de los sufrimientos humanos: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Q/Lc 6,36; Mt 5,48). Porque el lugar de la misericordia divina, el corazón del Padre, a la vez que bondadoso, es compasivo. Por eso irrumpe con fuerza en los ámbitos de la miseria y el dolor humano en el ministerio de Jesús. La expresión de los que sufren: «¡Ten compasión de mí!» (Mc 10,47-48par), o la recomendación de Jesús al endemoniado de Gerasa: «Vete a tu casa y a los tuyos y cuéntales todo lo que el Señor, por su misericordia, ha hecho contigo» (Mc 5,19) declaran una actitud de Dios como Padre que es definitiva en la relación que ha decidido establecer con sus criaturas. Es la disposición de Jesús con ocasión de la resurrección del hijo de la viuda de Naín (cf Lc 7,13), en el leproso de Marcos (cf Mc 1,40-45), en el relato del buen samaritano (cf Lc 10,33). Todo esto representa para Jesús un reflejo personal de Dios figurado en el comportamiento del buen padre cuando sale al encuentro del hijo perdido (cf Lc 15,20).

      El anhelo entrañable y cordial o las entrañas de misericordia llevan a Dios Padre a perdonar los pecados: «Cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, y vuestro Padre del cielo os perdonará vuestras culpas» (Mc 11,25), dicho que se coloca en la órbita de la solicitud del perdón del Padrenuestro y de la parábola sobre el deudor que no tiene misericordia. De hecho la comunidad cristiana resume la actividad de Jesús de la siguiente manera: «Del médico no tienen necesidad los sanos, sino los enfermos. No vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17par). Por eso se le reprocha que ande con publicanos y pecadores, incluso que se comporte como un «amigo» (cf Mc 2,15-16; Q/Lc 7,34; Mt 11,19).

      El pecado para Jesús se comprende dentro del ámbito de la tradición judía. Puede ser un traspié inadvertido, o los hechos injustos que rompen la convivencia entre los hombres, e, incluso, se configura visiblemente, como en la parábola del administrador infiel (injusto dinero, Lc 16,1-2) o del juez injusto (cf Lc 18,1-8). El pecado como transgresión del orden establecido por Dios y que equivale a la desobediencia y a la infidelidad, con evidentes repercusiones en la convivencia social, hace que el

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