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como se comprueba en las religiones vecinas (cf Jer 7,18).

      Sin embargo, las tradiciones que aportan los textos bíblicos muestran un desligamiento paulatino de las bases donde se apoyan las experiencias religiosas de las culturas vecinas. Así se observa que Dios es poder, es todo poder, pero su omnipotencia se orienta hacia la vida histórica de Israel. Existe un alejamiento progresivo de la relación intrínseca entre Dios y los dioses, entre Dios y el cosmos, entre Dios y la justificación de la tipología de la familia y del gobierno de las instituciones sociales. Van desapareciendo las teogonías, las antropogonías y las cosmogonías.

      Dios es poder pero, en cuanto tal, usa su poder para liberar a Israel del dominio del Faraón. Se pone de parte del pueblo sencillo y humilde, en definitiva esclavo, para devolverle su capacidad de ser por el disfrute de la libertad. Pero es una libertad que conlleva situarse en el espacio del servicio a Dios. No es una libertad para ser autónomos y elegir, sino una libertad para servir: «Así dice el Señor: Israel es mi hijo primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva» (Éx 4,22-23). Esta convicción que Moisés transmite al grupo semita que le acompaña en la huida de Egipto, va escoltada por la revelación de la alianza que el Señor pacta con el pueblo: la señal más grande de fidelidad que Él va a mostrar a los hombres en medio de sus vicisitudes históricas. La alianza, a la par, constituye la exigencia más radical para el pueblo: no debe adorar a otros dioses, ni se debe encomendar y sujetar a otras instancias, como países, reyes o instituciones, que le desliguen del compromiso de fidelidad a las normativas prescritas en la alianza (cf Lev 26,12). Mas la libertad y la alianza se insertan en un proceso histórico, siempre cambiante en sus contenidos, por la palabra de Dios que comunica una promesa al pueblo y que le hace caminar y vivir de la esperanza de que un día Dios la cumplirá: «Moisés dijo a su suegro, Jobab, hijo de Regüel, el madianita: Vamos a marchar al sitio que el Señor ha prometido darnos. Ven con nosotros, que te trataremos bien, porque el Señor ha prometido bienes a Israel» (Núm 10,29).

      Estos tres rasgos, libertad, alianza, promesa, entre otros posibles, sobresalen en la experiencia que tiene Israel de Dios. Apunta un proceso en el que la creencia judía se aleja de las teogonías y cosmogonías al uso en los pueblos vecinos, y percibe la trascendencia de Dios. La trascendencia requiere no inmiscuirle en los procesos biológicos, humanos y sociales que aparecen con claridad como proyecciones de la vida personal y comunitaria de los hombres. Dios, pues, está más allá del espacio y del tiempo y es distinto de los conceptos acostumbrados para manifestar las vivencias fundamentales de la existencia, como padre, madre, familia, etc., y menos se le puede representar: «Vosotros mismos habéis visto que os he hablado desde el cielo; no me coloquéis a mí entre dioses de plata ni os fabriquéis dioses de oro» (Éx 20,22-23). Cualquier imagen significa en cierta medida dominar el objeto o persona de referencia. Aunque la imagen ayuda y motiva la relación, también contribuye a la apropiación por medio de la vista (cf Éx 3,4-6), del habla (cf Dt 18,9-12), del beso (cf 1Re 19,18), además de ser la proyección y adoración de sí mismo: «Su país está lleno de ídolos, y se postran ante las obras de sus manos, hechas con sus dedos» (Is 2,8).

      Dios, pues, es el totalmente Otro y está por encima de las transformaciones cosmológicas e históricas. Nada ni nadie se le puede comparar (cf Is 46,5), porque es Santo (cf Is 40,25). Ante el Indecible, el pecador sufre la muerte si osa relacionarse con Él (cf Os 6,5), y el hombre se siente nada y vacío: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te ocupes de él?» (Sal 8,5).

      A la trascendencia y santidad de Dios se une la vida. Dios, con ser trascendente, no es lejano. Su diferencia de la creación no se traduce en ausencia e indiferencia ante Israel. Dios está vivo, es vida (cf Jos 3,10), de manera que todo lo que existe distinto a la muerte es un don que procede de Él: «Porque en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36,10). Dios insufla el aliento y crea (cf Gén 2,7); está vivo en la cotidianidad de la existencia y en la preservación y cuidado del habitáculo del hombre para que coma y beba y lo habite y cuide con esmero (cf Job 34,14-15). Él se distingue de las demás divinidades que no se mueven, ni ven, ni oyen: «Los que modelan ídolos son todos nada, y es inútil lo que ellos aman, sus devotos no ven nada ni conocen» (Is 44,9).

      Dios, al ser vida y obrar, se entiende como una persona que conoce y ama: «No ejecutaré mi condena, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti y no enemigo devastador» (Os 11,9). Y prueba su ser personal en la relación, sobre todo en la relación que mantiene con su pueblo revelándose como «Señor, Dios clemente y compasivo, misericordioso, paciente y leal» (Éx 34,6). Lo ha demostrado en la elección, alianza y promesa por las que elige a Israel de entre las naciones, creando un pueblo singular en la historia humana. El Señor vive para Israel. Aunque sean antropomorfismos manifiestos los usados en la Escritura, o símbolos, o afirmaciones creyentes, detrás de todos ellos se esconde una persona que es capaz de establecer relaciones personales.

      En estas relaciones, el Señor se revela como quiere que se le conozca, porque ni es un hombre ni actúa como los hombres (cf Is 40,28-29). Así habla y se comunica a Abrahán, a Moisés, a Jeremías, en definitiva a Israel, para anunciarles un nombre, un proyecto o una tarea a realizar (cf Éx 19,3-6). Dios establece un diálogo en la tierra con el hombre, aunque a veces lo arranca o arrastra de su situación social o lo abandona aparentemente con el silencio (Job). El diálogo introduce a Dios en su creación para cuidarla y preservarla de sus enemigos (cf Is 45,9-12).

      Pero, y sobre todo, a la persona se la identifica por un nombre. En este caso es Señor. Él mismo lo revela para que se le dé culto, y en el culto se le alabe, se le dé gracias, y se le solicite ayuda y se le tribute la gloria que le pertenece. Pero decir y proclamar Señor no es para conocerle, y para que conociéndolo se le identifique y domine según la razón, y menos para que se le objetive. Decir su nombre plantea que se haga memoria de un hecho salvador que ha realizado en favor de su pueblo: «Dios dijo a Moisés: Yo soy el Señor. Yo me aparecí a Abrahán, Isaac y Jacob como “Dios todopoderoso”, pero no les di a conocer mi nombre: “el Señor”. Yo hice alianza con ellos prometiéndoles la tierra de Canaán, tierra donde habían residido como emigrantes. Yo también, al escuchar las quejas de los israelitas esclavizados por los egipcios, me acordé de la alianza» (Éx 6,2-5). Incluso el nombre de el Señor, como todo nombre, se relaciona con la dignidad y naturaleza de la persona. Por eso decir su nombre («el que es») indica afirmar su existencia de una manera permanente y alejada de todo condicionamiento histórico, en cuanto pueda significar devenir e inestabilidad. Nombrar a Dios es atestiguar, a la vez, su persona. Por ejemplo, profanar (cf Lev 18,21) o amar (cf Sal 5,12) el nombre del Señor es profanar o amar al Señor (cf Sal 5,12; Is 25,1).

      Por último, el Señor, que ha dado origen a todo y se declara persona, es, además, el Señor de la historia, cuyo sentido lo aclarará al final, cuando se revele plenamente. Esto significa que todo y todos mantienen una orientación hacia Él, y Él dilucidará al término del tiempo los antagonismos que los hombres insertan en su creación, venciendo los que originan destrucción y muerte. La actuación del Señor se centra, en un primer momento, en la crítica severa de los abusos sociales y cultuales y orienta a su pueblo a un nuevo estado de justicia y libertad (cf Am 1,3-2,3). Más tarde, después del exilio de Babilonia, el contenido de la promesa abarca una creación nueva y la apertura personal del Señor a todos los pueblos (cf Is 42,9). La actuación escatológica de Dios mostrará la clausura de la situación actual, creando una nueva era del mundo con la armonía de todos sus elementos dependiente totalmente de Él. Son los nuevos cielos y la nueva tierra, que lleva consigo una trascendencia que va aparejada con la misma trascendencia divina. El «día del Señor» se inserta dentro de un marco apocalíptico: Dios crea a su medida un marco diferente para todo lo existente. Dios se revela desvelándose en una nueva situación más allá del tiempo (cf Is 65,17).

      2.2. Dios como Padre de Israel

      Israel experimenta a Dios también como Padre. No es un «Padre» y una «Madre» con las características de las religiones que le rodean, es decir, en un sentido teogónico o cosmogónico. Ni engendra dioses, ni tierras y cielos, aunque algo de esto haya tenido en ciertas épocas de las creencias judías. Quizá por esta impronta biológica de las religiones vecinas, Israel ha sido reticente en usar este

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