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cuerpos y espíritus de sus hermanos. Incluso en las épocas más oscuras de la vida de la Iglesia, cuando su organización se había contaminado con todas las corrupciones y violencias presentes en los demás estamentos de la sociedad, encontramos los frutos y las consecuencias de la pequeña «sinapsis» evangélica, que fructifica en los corazones de las personas más impensables, aparentemente menos comprometidas o menos preparadas.

      Esta caridad de los laicos se ha manifestado a lo largo de los siglos con distintas características y organizaciones. Constituye una constante la necesidad de agruparse para rezar juntos y ser más eficaces en la creación de obras de ayuda en función de las necesidades. A veces, la actividad formadora y caritativa de las cofradías sustituía la inexistente acción pastoral del clero. En unas parroquias reducidas a circunscripciones administrativas y con una jerarquía con frecuencia alejada de la vida del pueblo, las cofradías se convertían en el único lugar en el que los laicos podían vivir la dimensión eclesial del cristianismo. En la época moderna, muchas congregaciones religiosas ocuparon estos espacios, pero en ningún momento ha estado ausente la preocupación de grupos de laicos por una presencia personal allí donde el dolor, la enfermedad y el hambre estaban presentes.

      Esta dedicación a los más desgraciados y marginados tiene como primer fruto aceptarles en la comunidad, aceptarles en la Iglesia, de las que, de hecho, están generalmente separados. La gracia de Dios anima a cuantos dedican su amor y energía a los más necesitados, amándoles como a sí mismos. Lo aman y lo quieren feliz. Es Dios quien les lleva a identificarse con el doliente, considerándole un hermano y un igual. Es así como se forman las verdaderas comunidades. Sus miembros ejercen diversas funciones y sus responsabilidades personales varían, pero no su compromiso ni su convencimiento de formar parte de un mismo cuerpo. Es esta disposición de tantos creyentes la que consigue que la Iglesia siga siendo un gran espacio de acogida, de testimonio, de vida, para cuantos, de hecho, se encuentran alejados de Dios y de cuantos, de alguna manera, representan la religión.

      Es muy difícil que los más desgraciados sientan a Dios cercano, aunque lo necesiten más que nadie, pero los creyentes pueden y deben demostrarles, con su vida y con su actitud, que Dios es su Padre y los quiere, paradójicamente, de manera especial. El cristiano debe esforzarse hasta el límite en su encuentro con los hombres, sobre todo con quienes se sienten más discriminados, situados en los márgenes de la sociedad, humillados por su incapacidad y por el trato recibido. Haga lo que haga, el cristiano debe considerar qué consecuencias tienen sus acciones para los más limitados, para los más pobres. Cuando exija más justicia, debe pensar: ¿para quién? No pocos le pedirán que dedique sus esfuerzos a gente más eficaz y con más futuro, pero Cristo se dedicó a los, aparentemente, más ineficaces, a los que menos aportaban a la sociedad. Es decir, a los incurables. En algunos hospitales medievales y renacentistas se exigía la confesión y la comunión antes de ser curados. Sin embargo, Dios nunca pide carné de identidad ni de cumplimiento pascual. La vida de Cristo, aparentemente, resultó absolutamente ineficaz, pero, a lo largo de dos mil años, millones de personas han encontrado gracias a él el sentido de sus vidas.

      Estas consideraciones favorecen la constitución de pautas de conducta y de orientación para los creyentes y para las organizaciones eclesiales. Resultarían contradictorias con el espíritu evangélico congregaciones religiosas o pastorales diocesanas dirigidas fundamentalmente a los más ricos o a los más dotados. La dedicación a los menos dotados no es una preocupación sectorial en Jesús, sino la vara de medir y de juzgar en gran parte de sus palabras y modo de vida. De hecho, a lo largo de los siglos, han sido los Epulones de distinto signo quienes menos han comprendido y primero han abandonado las exigencias del Señor.

      En estos últimos decenios da la impresión de que la necesaria insistencia en la resurrección de Cristo ha terminado por difuminar la realidad de la cruz. En un período de crecimiento económico, muchos seminaristas, universitarios y sacerdotes jóvenes han considerado que el progreso vencía todos los retos de la época: la justicia social, la solidaridad, la lucha contra el hambre, aunque las repetidas crisis económicas vuelven a manifestar la persistencia de las grandes plagas y de la debilidad humana. Una Iglesia que no tiene en cuenta el valor de la austeridad y de la pobreza no tiene ojos para considerar su significado profundo en las páginas evangélicas[20].

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