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siguientes vivió con el temor de ser asesinado por su primo Constancio, quien murió sin heredero. A los treinta años fue proclamado emperador.

      Durante su juventud se dedicó al estudio de la filosofía y se consideró predestinado a restaurar la Romanitas, degradada, según él, por su tío al imponer la religión cristiana, y terminó odiando tanto a sus parientes como al cristianismo. Para él, Jesús de Nazaret, lejos de encarnar la final y plena expresión del Verbo, no era más que un labrador iliterato cuyas enseñanzas, enteramente carentes de verdad y belleza, pecaban al mismo tiempo de débiles, ajenas al sentido práctico y socialmente subversivas. En realidad, uno piensa que al experimentar en sus carnes la crueldad, la insensible capacidad de asesinar impunemente de sus primos, confesos cristianos, debía resultarle a Julián difícil de digerir la doctrina del amor proclamada por Jesús y aparentemente practicada por sus discípulos contemporáneos, aunque tan cruelmente desacreditada por sus parientes imperiales.

      Si reflexionamos sobre esta historia nos percatamos de que en la historia del cristianismo la conversión del poder en todas sus dimensiones ha resultado mucho más difícil. Aceptaban el cristianismo como religión personal, pero el modo de gobernar siguió siendo egoísta, violento, desconsiderado y agresivo con aquellos a quienes consideraban adversarios o competidores. Capetos, Borbones, Habsburgos, o Braganzas apoyaron a la Iglesia e, incluso, fueron personalmente piadosos, pero casi siempre han sido del parecer de que el fin justifica los medios y han actuado en consecuencia. Constancio, seguramente, fue sinceramente cristiano, pero, en cuanto emperador, fue tan violento e inmoral como cualquier emperador pagano. «No así vosotros», señaló Jesús a sus discípulos, pero nos ha resultado muy complicado compaginar poder con amor por los demás, poder con actitud de servicio.

      Una vez emperador, dominado por su deseo de recrear la realidad clásica y de adaptar a su plan los dioses del politeísmo mediterráneo, Julián proyectó pasar de la revelación cristiana a la razón griega. Es decir, quiso volver al espíritu y método de la ciencia clásica, pero utilizó, tal vez por la improvisación y el poco tiempo del que dispuso, una formulación atípica, poco estructurada y sistemática. El historiador de Roma Gibbon observa que «el genio y poder del emperador eran desiguales a la empresa de restaurar una religión falta de principios teológicos, de preceptos morales y de disciplina eclesiástica»[13], pero lo intentó con audacia y rencor para con Constantino y el cristianismo, a los que identificó.

      A pesar de este rechazo y animadversión por el cristianismo, Juliano fue muy sensible a aquellas características propias del cristianismo que atraían al pueblo y reforzaban su presencia y expansión. «Soy consciente», escribió al pontífice pagano Teodoro, «de que al abandonar los sacerdotes paganos a los pobres, los impíos galileos se han dedicado con inteligencia a este género de filantropía, y han logrado muchos frutos mediante estas prácticas, que siempre impresionan. De esta manera, los galileos comenzaron su política a partir de lo que llaman ágape y hospitalidad y servicio de las mesas, consiguiendo que muchos pasaran al ateísmo».

      Probablemente, él mismo había leído las palabras escritas por Eusebio de Cesarea, consejero áulico de su tío Constantino: «Durante este tiempo se hizo evidente a todos los gentiles como una señal bastante manifiesta la diligencia y piedad de los cristianos para con todos. Porque solo los cristianos, prestando por todos los medios servicios de piedad y de misericordia en medio de tantas calamidades, se entregaban diariamente a curar a los enfermos y dar sepultura a los cadáveres de los muertos. Cada día innumerables personas, de las cuales nadie se preocupaba, sucumbían a la muerte. Convocando a todos los pobres de la ciudad, los cristianos distribuían pan entre ellos; hasta el punto que divulgada la noticia de esa buena obra con abundante encarecimiento, llegaban todos a ensalzar con las mayores alabanzas al Dios de los cristianos, y a confesar haberse comprobado con hechos que solo aquellos eran piadosos, adoradores de Dios»[14].

      A medida que progresaba y se concretaba su decisión de renovar el paganismo, Julián pensó en la conveniencia de copiar cuanto había ayudado al triunfo del cristianismo. Escribió al supremo sacerdote Alsacio: «Nosotros no prestamos atención a lo que ha dado más incremento a la religión cristiana: la caridad para con los peregrinos, la solicitud para con los muertos y, en general, la verdadera moralidad de los cristianos. Por consiguiente, establece numerosos asilos de ancianos en cada una de las ciudades, para que nuestros peregrinos saquen también provecho de ello. Para su sostenimiento he dado ya las disposiciones necesarias: cada año proporcionará la Galacia 30.000 medidas de trigo y 60.000 sextas de vino. Una quinta parte de ello deberá destinarse a los pobres que están al servicio de los sacerdotes; el resto debe destinarse a socorrer a los peregrinos y necesitados. Sería una vergüenza…que los galileos no solo socorrieran a sus pobres, sino aun a los nuestros»[15].

      Estos hospitales o casas de huéspedes, que Julián tanto admiraba, eran casas destinadas a los necesitados que se hallaban sin hogar, lugar de refugio de pobres, peregrinos, enfermos, gente sin albergue, casas donde se ejercitaba la caridad y asistencia cristiana bajo la dirección más o menos inmediata del obispo. Al conseguir la libertad y aumentar el número de cristianos se multiplicaron estas casas. No resultaba, pues, extraño que los paganos identificasen el cristianismo con la organización a modo de telaraña que llegaba a tantos ámbitos de la sociedad.

      De hecho, el sistema que en realidad pretendía instaurar el emperador era una especie de contra-Iglesia, que tenía en cuenta e imitaba cuanto había retenido de su educación juvenil cristiana: la dotó de una jerarquía sacerdotal vertical dirigida en cada provincia por un arcipreste, exigió a los sacerdotes una vida austera, virtuosa y humilde, con la exigencia de practicar la continencia absoluta. Los sacerdotes debían enseñar una catequesis completa y adaptada a las diversas mentalidades en los templos renovados, en los que instaló ambones y sillas al modo de las iglesias cristianas. Dotó, pues, a los nuevos paganos de una Iglesia, de un credo, de unas oraciones y de un sacramento muy semejante al bautismo, pero, sobre todo, echó en falta y quiso imitar la organización caritativa de los cristianos que ya en ese momento había alcanzado todo su desarrollo. Podríamos decir que, a pesar de su desprecio, su intento constituyó un auténtico homenaje a la práctica cristiana.

      El proyecto de Julián de renovar el paganismo resultó una sustitución inviable. Aunque su temprana muerte nos impide conocer qué hubiera pasado con un reinado más prolongado, las prácticas cristianas y su organización obtenían una aceptación tan generalizada que resulta difícil imaginarse una alternativa victoriosa. Sobre todo, la presencia cristiana en las necesidades, penurias y anhelos del vasto mundo popular había conseguido una adhesión casi imposible de conseguir con la decrépita religión pagana, por mucho que se intentase revitalizarla. El cristianismo ofrecía consuelo y provocaba entusiasmo, dos estados de ánimo necesarios en aquellos y en nuestros tiempos. Su Dios era cercano, compasivo y paternal y nada tenía que ver con la reconstrucción de la divinidad por parte de Julián o de otros filósofos todavía paganos. Y el amor predicado y vivido en las comunidades cristianas, por mucho que el pecado y las debilidades siguieran presentes, seguían siendo su gloria y su fuerza.

      «¿Puede un fiel creyente dudar que en la hora del sacrificio eucarístico los cielos se abren a la invocación del sacerdote, que en este misterio de Jesucristo estén presentes los coros angélicos, las alturas unidas a las profundidades, la tierra abrazada al cielo, el visible unido a lo invisible?», se preguntaba Gregorio Magno, resumiendo la convicción de los cristianos de que su grupo formaba parte de una gran comunidad. Estaban convencidos de que la Iglesia en la tierra vivía en unión constante con la comunidad gloriosa de Dios con sus ángeles y santos. Lo mismo debe afirmarse de la comunión de los muertos y de los vivos en la gran comunidad de los fieles. Este convencimiento representaba uno de los elementos constitutivos de su fuerte sentido de identidad de grupo. Agustín expresa esta convicción universal al afirmar que «esta Iglesia que ahora viaja se encuentra unida a la Iglesia celeste donde se encuentran los ángeles que son nuestros conciudadanos, porque todos nosotros somos miembros de un solo Cuerpo, tanto si nos encontramos aquí, o en cualquier otro lugar sobre la tierra, ahora o en cualquier otro momento, desde la edad de Abel el justo hasta el final del mundo».

      A los hombres del siglo IV, el cristianismo no se presentaba tanto como una doctrina o un dogma, como una corporación de ayuda mutua, ni como una teología o una institución, por muy original

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