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con la voluntad de Dios sobre ellos (vv. 67-90). Después, le pide que le aclare qué pasó con ella en la Tierra (vv. 91-96), y ella satisface brevemente la curiosidad de Dante (vv. 97-108). Al final, Piccarda le presenta el alma de Constanza d’Altavilla (vv. 109-120) y después se aleja, dejando a Dante con otra pregunta no expresada (vv. 121-130).

      Si el Canto II ha llevado a Dante a comprender las leyes que rigen el universo físico, el Canto III lo introduce en el descubrimiento de la gran regla que gobierna el mundo humano: la ley de la caridad.

      La protagonista del canto es Piccarda Donati, que entra en escena poco después del principio y permanece hasta el final. Brevemente, ¿quién era Piccarda? Hermana de aquel Forese Donati que encontramos en el Purgatorio (cf. Purg., XXIII, vv. 40-133; XXIV, vv. 1-93), se había hecho monja en la orden fundada por santa Clara, amiga y seguidora de san Francisco; sin embargo, su hermano Corso la había obligado a dejar el convento y a casarse. Por eso, se presenta, junto con otras almas que faltaron a sus votos, en el cielo de la Luna, el más cercano a la Tierra y, por tanto, el más alejado de Dios. Y en Dante nace enseguida una pregunta, que formula aquí por primera vez y que lo acompañará durante bastante tiempo (vv. 64-66):

      «[…] Pero dime: vosotras, que sois felices aquí, ¿deseáis un lugar más alto para ver y tener mayores afectos?».

      Como queriendo decir: pero vosotros que estáis aquí en el cielo más distante de Dios —en la última fila, podríamos traducir en tono de broma—, ¿no tenéis un poco de envidia? ¿No os gustaría ir más arriba, para gozar más de la cercanía de Dios? Es una pregunta natural y plausible, pues, si todo el dinamismo humano se mueve porque el deseo tiende hacia una satisfacción infinita, ¿no debería valer también aquí esta ley? Las almas, ¿no deberían seguir deseando cada vez más también en el paraíso?

      La respuesta de Piccarda es un paso de importancia capital en el recorrido que Dante está realizando. Por eso la leemos completa (vv. 70-87):

      «Hermano, nuestra voluntad se aquieta por la virtud de la caridad, que nos hace no querer más que lo que tenemos y otra cosa no ansía. Si deseásemos estar más altas, estarían en discordancia nuestros deseos con la voluntad de Aquel que aquí nos agrupa, lo que no cabe en estas esferas si el espíritu de caridad es aquí indispensable y consideras bien su naturaleza. Es esencial a la vida bienaventurada conformarse a la voluntad divina para que nuestras voluntades sean una sola; así que el estar de grado en grado por este reino, a todo el reino place, como al Rey que a su voluntad nos conforma. En su voluntad está nuestra paz; ella es el mar al que todo se dirige, tanto lo que ella crea como lo generado por la naturaleza».

      Hermano —parafraseo las palabras de Piccarda—, aquí gozamos de la caridad y, por eso, deseamos justamente lo que tenemos, y no otra cosa, porque, de no ser así, no seríamos bienaventurados, al ser nuestros deseos disconformes con el querer de Aquel que los ha inscrito en nuestro corazón. Pero aquí es imposible que suceda algo así, porque nuestro deseo ha vuelto a ser lo que era cuando Dios nos creó, por lo que no podemos desear algo distinto de lo que Él desea para nosotros. «En su voluntad está nuestra paz»: es la espléndida y célebre conclusión, de ahí viene nuestra paz, nuestra alegría y nuestra satisfacción.

      Piccarda es la primera alma santa con la que Dante se encuentra, y su respuesta es una especie de introducción general a todo lo que veremos después, por eso es preciso escucharla prestando atención.

      Comenzamos observando que también entre los santos existe una jerarquía, correspondiente a los diferentes grados de santidad. En el paraíso, todos seremos perfectos —es decir, plenos y satisfechos—, porque cada uno será lo que debe ser; pero esto no significa que seremos todos iguales, pues cada santo llega al paraíso con su propio bagaje, incluidos los límites que han marcado su vida terrenal. De hecho, estos no quedan, por así decir, borrados por la santidad, sino que permanecen como rasgos indelebles de la historia de cada uno; sin embargo, al mismo tiempo, incluso los límites son transfigurados y no se convierten en una objeción insuperable, no impiden vivir la relación con Dios en toda la plenitud que a cada uno se le da.

      La santidad no es un ideal de perfección teórica, un estado al que algunos llegarán en el más allá, sino que es la relación con Cristo en la vida terrenal, en cada circunstancia del tiempo presente. Don Giussani lo comenta así: «Nosotros pensamos que la perfección es el objetivo de la vida y que el hombre camina progresivamente hacia este objetivo, y alcanza el objetivo, entendido como el resultado de su esfuerzo. ¡Pero no es así! El objetivo final ya está presente, ya lo tienes a tu lado, ¡es un “Tú”! De este modo, la perfección es la relación con este Tú. […] Por ello la perfección se realiza existencialmente, se realiza y se define como relación reconocida y aceptada con Cristo».1

      Y el nombre propio de esta relación —aquí llegamos al meollo de la cuestión— es caridad. No es casualidad que este término aparezca cuatro veces en las palabras de Piccarda: es la caridad el sí que se dice a Jesús en cualquier circunstancia, la relación amorosa con Dios como clave de nuestra vida, lo que conforma la voluntad de Piccarda y de cada santo a la del Omnipotente («Es esencial a la vida bienaventurada conformarse a la voluntad divina para que nuestras voluntades sean una sola»). Es esencial, es decir, pertenece a la forma, a la naturaleza misma de cualquier bienaventurado el hecho de que el propio deseo coincida con el de Dios. La relación amorosa con Dios es tan radical y decisiva que, por naturaleza, cada uno desea solo lo que Dios quiere para él. Por eso puede exclamar Piccarda: «En su voluntad está nuestra paz». Los santos son tan conscientes de que todo lo que somos es puro don del amor de Dios que acatar ese don satisface plenamente su anhelo.

      En este primer encuentro con los santos, Dante nos dice que todos estamos llamados a la caridad y que nuestra vocación, en cuanto hombres, es vivir cualquier circunstancia en relación con Dios. Al igual que Constanza d’Altavilla, que aparece en los últimos tercetos del canto, Piccarda deseaba amar a Cristo en forma de una consagración monástica. Ninguna pudo coronar ese deseo porque las circunstancias se lo impidieron, y también —como veremos en el Canto IV— porque secundaron libremente los acontecimientos que las apartaron del monasterio; pero para ambas mujeres esto no fue óbice para vivir una relación amorosa con Dios también en condiciones de vida distintas. En definitiva, no llegamos a ser santos simplemente por escoger una determinada forma de vida, sino porque podemos vivir la caridad en cualquier circunstancia que nos toque. Y nadie puede privarnos de esta posibilidad.

      Si mirásemos nuestra vida con la mirada de Piccarda, ¡cómo cambiaría el modo con el que afrontamos el día! Lo empezaríamos pidiendo humildemente que la razón por la que hemos venido al mundo se desvelase dentro de las circunstancias de ese día, y lo cerraríamos dando gracias por todo lo que se nos ha dado, en lugar de quejarnos y protestar. Y también nosotros podríamos concluir como hace Dante al terminar el discurso de Piccarda (vv. 88-90):

      Claro se me apareció entonces cómo todo en el cielo es paraíso, aunque la gracia del Sumo Bien no llueva de igual modo por doquiera.

      Todo es paraíso —dice Dante—, aunque la gracia de Dios no se extienda por todas partes del mismo modo; para subrayar el concepto, utiliza la misma rima en ove [dove, piove en el texto italiano (N. del T.)] con que abría el canto (cf. Par., I, vv. 1-3).

      Lo mismo podríamos decir nosotros a propósito del mundo. Todo es conforme a un designio bueno, no existen manchas en la creación, como hemos visto en el Canto II. Por eso, podemos estar alegres con lo que tenemos y no angustiarnos siempre por lo que nos falta, podemos vivir disfrutando del bien que hay sin envidiar la suerte de otros. En definitiva, se puede vivir santamente —es decir, de forma plenamente humana— en todas partes, en cualquier circunstancia, hasta en un campo de concentración, como testimonió el padre Kolbe.2

      1 L. Giussani, Qui ed ora, Rizzoli, Milán, 2009, pp. 430-431 (traducción propia).

      2 Maximiliano Kolbe, sacerdote franciscano, prisionero en Auschwitz, se ofreció para morir en lugar de un compañero que había sido condenado al barracón de la muerte. Entre toda la bibliografía sobre el tema, me permito indicar el ensayo, a la vez sintético y profundo, contenido en A. Sicari, Retratos

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