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habitantes del lugar, que ni siquiera habían terminado la enseñanza básica, conocían al dedillo porque lo habían mamado. Y, poco a poco, comprendí que lo que ellos habían respirado desde pequeños y que a mí me faltaba era la capacidad de obedecer a la realidad. Así es, yo veía un trozo de madera y decía para mis adentros: qué bonito, ahora voy a hacer esto, voy a hacer lo otro…, pero la madera no quería saber nada de ello: se arqueaba, se agrietaba, se rompía. Entonces, un amigo de allí me explicó con paciencia: «Bambo [en dialecto bergamasco, es una expresión afectuosa para decir ‘bobo’, ‘tontorrón’], ¿no lo ves? Aquí hay una veta, síguela; allí hay un nudo, evítalo; si vas contra ellos, la madera se te rebela a la fuerza».

      De repente, se me abrió un mundo y descubrí de dónde viene esa sabiduría: de la obediencia a la realidad. Porque un campesino, un artesano, para alcanzar su finalidad, para llegar a su cosecha o su producto, ¿qué tienen que hacer? Tienen que mirar cuáles son las características del terreno, del clima, del material con el que trabajan; sin duda, también aran la tierra, riegan, sierran, cepillan…, pero lo hacen obedeciendo a las condiciones que plantea la realidad, plegándose, por así decir, a sus exigencias. Resulta patente que es lo contrario de una actitud derrotista, pasiva, pues actúan, lo intentan, se equivocan, vuelven a intentarlo, inventan, hasta que alcanzan el resultado que quieren, y después uno mejor, y otro mejor aún… Pero la raíz que les permite ser activos y creativos es la obediencia a la realidad tal como está hecha.

      Entonces me dije: Por esto los que reconocen a Jesús son sobre todo pescadores, artesanos, pastores: están más acostumbrados a mirar, a reconocer los signos de lo que tienen delante, las evidencias que se imponen ante sus ojos. Por el contrario, la mayoría de las veces los sabios y entendidos se fían solo de sí mismos, y lo miden todo con el metro de sus ideas, de lo que ya saben, tendiendo con mayor facilidad a rechazarlo cuando no corresponde a sus medidas.

      No quiero absolutizar en modo alguno. En efecto, sé perfectamente que en la gruta de Belén había pastores, pero también Reyes Magos, que eran ilustres estudiosos. Sabios, ciertamente, pero con una actitud abierta, con un corazón disponible, porque habían visto aparecer en el cielo una señal nueva, extraña, y la curiosidad los había impulsado a ir a ver qué indicaba esa señal. Y, cuando se encontraron ante ellos un espectáculo inesperado, se arrodillaron, plegaron su sabiduría e inteligencia a una realidad distinta de la que quizá esperaban.

      Dante nos insta a asumir esta actitud, que debemos reconquistar para leer adecuadamente el Paraíso: estar delante de la realidad tal como se nos da en la experiencia, obedecer a la realidad. Consecuentemente, las palabras que nacen de esta actitud no son expresión de pensamientos abstractos, sino reflexiones sobre la experiencia, intentos de narrarla. Prueba de ello es que el Paraíso es el cántico que contiene más discursos directos, más palabras pronunciadas por los personajes: se trata precisamente del intento de profundizar cada vez más en la experiencia como acontecimiento en acto, no de sustituir la experiencia por un discurso.

      En esta concepción de la vida y de la poesía fundada sobre el primado de la experiencia, el factor decisivo es la mirada. Y aquí debemos detenernos, porque la palabra mirada recapitula sintéticamente todo el recorrido de la Divina comedia y la imagen de la vida que en ella se expresa.

      Permítaseme una breve digresión al respecto. Hace algún tiempo, se pusieron en contacto conmigo algunos responsables de la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid, interesados en la traducción al español de mis trabajos sobre Dante. Yo tenía un montón de compromisos y, durante algún tiempo, les di largas. Al final acepté su invitación, creyendo que se trataba de hacer simplemente una visita de cortesía y de explicar las razones por las que no podía aceptar su propuesta. Solo que, al llegar a la universidad, lo primero que me impresionó fue un cartel escrito con letras enormes que decía: «La educación es una mirada». Me quedé entusiasmado y, a partir de ahí, empezó un diálogo intensísimo del que ha nacido una amistad extraordinaria.

      Retomemos el discurso sobre la mirada y volvamos al comienzo de nuestro recorrido. ¿Dónde comienza la aventura de Dante? En una «selva oscura». En la oscuridad. El problema de Dante es que ha perdido la luz, ya no ve, no sabe reconocer la verdad de la vida. Y por eso todo el recorrido de la Comedia está determinado por el deseo de ver, desde el primer movimiento en la selva, el ascenso por la colina iluminada por el sol, hasta llegar a coronar la cima, la meta que es justamente la visión de Dios.

      Para hacerme un regalo, un amigo ha metido la Comedia entera en un motor de búsqueda capaz de contar las veces que aparecen distintas palabras. ¿Cuáles son las que aparecen con mayor frecuencia? La primera es la palabra ojos, que aparece 213 veces; la tercera es vi, con 166 apariciones; entre paréntesis, añado que la segunda en la clasificación es la palabra bien, 211 veces, y la cuarta, mundo, 143 veces. Un elenco impresionante, que ratifica que la posición de Dante —que es también la de la cultura medieval en la que creció y a la que da voz— es una actitud llena de asombro ante la realidad, una mirada abierta —ojos, vi— ante la realidad —mundo—, cuya bondad reconoce —bien—.4

      En este sentido, hay otro aspecto del texto de Dante que me ha fascinado siempre. ¿Cuál es el término con el que introduce por primera vez a Beatriz, al comienzo del poema? «Sus ojos brillaban más que los luceros» (Inf., II, v. 55). ¿Con qué identifica a la Virgen en el Canto XXXIII del Paraíso? «Los ojos por Dios amados y venerados» (Par., XXXIII, v. 40). ¿Y quién es la intermediaria entre María y Beatriz? Santa Lucía, que en la devoción popular es la patrona de la vista.

      ¿Por qué esta insistencia de Dante en los ojos, en la mirada, en el acto de ver? Es sencillo: porque todos estamos ciegos. Como dijimos al comentar el Canto I del Infierno,5 todos somos como el ciego del Evangelio, necesitamos que alguien nos devuelva la vista, nos enseñe a mirar, nos ayude a ver la verdad de la vida. ¿Y cuál es el dinamismo sano de la mirada, el dinamismo natural, aunque siempre necesitemos reconquistarlo? Lo digo con las palabras de una de las poesías que más amo, el Canto nocturno de un pastor errante de Asia, de Leopardi. En un momento dado escribe lo siguiente:6

       A veces, si te miro

      tan silenciosa, encima del desierto llano,

      que allá, en el horizonte lejano,

      cierra el cielo, o bien, con mi rebaño,

       seguirme poco a poco, o cuando veo

      arder allá en el cielo las estrellas,

       pensativo me digo:

       «¿Para qué tantas estrellas?

       ¿Qué hace el aire infinito, la profunda

       serenidad sin fin? ¿Qué significa esta

      inmensa soledad? ¿Y yo quién soy?».

      Conmigo así razono.

      Al principio, repetida dos veces, está la palabra miro [en el original italiano; en la traducción española se emplea miro y veo (N. del T.)]. El primer movimiento del hombre es el descubrimiento lleno de asombro de la realidad, de lo que tiene delante, de eso que le muestran los ojos. Este es el primer acto humano, el primer paso en el conocimiento del mundo.

      De este primer paso nace el segundo, que es la pregunta, el pensamiento, la reflexión. Veo una cosa, y ella suscita en mí una serie de interrogantes; es el modus operandi del conocimiento humano. Leopardi lo subraya con las dos fórmulas con que abre y cierra la serie de preguntas: «Pensativo me digo», «conmigo así razono», como queriendo declarar: Así es como razono, como se razona, como funciona el pensamiento.

      Entonces, si el dinamismo natural, originario del pensamiento, es este, ¿por qué nos cuesta mantenernos en este nivel? ¿Por qué tendemos a arrojar una sombra sobre el dato con nuestra cabeza? Lo hemos visto en el Canto II del Infierno,7 cuando Dante escribe: «Pues, pensándolo bien, abandoné la empresa que tan súbitamente había comenzado» (Inf.,

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