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      Esto no quita para que las palabras puedan, en cualquier caso, constituir una invitación. Es lo que nos pasa cuando nos topamos con un testigo, con una persona que nos muestra una forma bella e interesante de vivir. Pero lo que realmente nos convence, lo que nos empuja a seguirlo, más que la comprensión exacta del contenido de sus palabras, es la alegría de su rostro, es la promesa de bien que contiene su forma de ser y de estar en el mundo.

      Pensemos, por ejemplo, en el comienzo del Evangelio de Juan (cf. Jn 1, 35-41). Aquí nos encontramos con Juan y Andrés, que están escuchando al Bautista que habla y que, en un momento dado, grita: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Entonces esos dos se van detrás de ese hombre y pasan con él todo el día. Al día siguiente, Juan se encuentra con su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). ¿Qué les diría Jesús a aquellos dos para suscitar en ellos semejante certeza? No lo sabemos. Pero imagino que cuando Simón le preguntara a Andrés: ¿Cómo puedes saberlo, qué os ha dicho para que hables de este modo?, el pobre Andrés balbucearía confuso: No sé, no me acuerdo, dijo esto, aquello… No recordaría las palabras, pero la impresión que aquel hombre le había producido estaba grabada en su corazón. Exactamente como dice Dante en el Canto XXXIII (vv. 58-63):

      Como aquel que soñando ve, y después del sueño la impresión recibida permanece, y no queda más en la mente, así estoy yo, que casi ha cesado mi visión completamente y aún destila en mi corazón la dulzura que nació de ella.

      En este sentido, el hecho de que no basten las palabras para describir una experiencia no representa un límite; tiene un valor positivo, porque suscita en quien escucha el deseo de experimentarla a su vez. Por poner un ejemplo algo reductivo pero claro: es como cuando un amigo, al volver de las vacaciones, nos habla entusiasmado del lugar donde ha estado, de los paisajes maravillosos, de la comida exquisita, del hotel cómodo y barato… Es obvio que sus palabras consiguen solo dar una idea aproximada de lo que ha vivido, pero tú empiezas a pensar que el año que viene quieres reservar plaza en ese mismo sitio. Y, si esta dinámica vale para un detalle como son las vacaciones, cuánto más lo será para el interés supremo, el interés por la felicidad, por el significado de la vida. Es como si el interlocutor nos dijese: Sí, trataré de darte una idea con mis pobres palabras, pero estas son solo un punto de partida, una invitación para que tú mismo vivas esa experiencia.

      Una vez más, vuelve a la mente el himno de san Bernardo: «Nec lingua valet dicere / nec littera exprimere; / expertus potest credere».1 Ni la palabra (lingua) ni la escritura (littera) consiguen expresar; solo quien lo experimenta puede comprender. La palabra siempre resulta pobre, pues reduce de algún modo la realidad que nombra; el valor de la palabra verdadera, del testigo que cuenta una experiencia como la de Dante, consiste en encender el deseo en la persona que escucha de vivir la misma experiencia. El mismo Dante lo recuerda repetidamente: «A los que la gracia proporcione una experiencia así» (Par., I, v. 72); «pero puede ser creído y desear verlo» (Par., X, v. 45); «pero quien toma la cruz y sigue a Cristo, me excusará por lo que dejo de decir» (Par., XIV, vv. 106-107); y así sucesivamente.

      Es tan cierto que la palabra es siempre inadecuada para describir la realidad y, a la vez, constituye una invitación a vivir una experiencia, que para comunicarse a los hombres Dios no ha elegido el camino de la palabra, sino el de la experiencia; o mejor, de la palabra que toma carne en una experiencia: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Para comunicarse a los hombres, la palabra eterna de Dios no se ha quedado momificada en un libro, que contiene una descripción de la naturaleza de Dios o un manual de normas de comportamiento, sino que ha tomado carne y sigue en una realidad viviente. «Y el Verbo se hizo carne» quiere decir que el camino para encontrar a Dios, para entrar en el misterio de Dios, no es solo la lectura de un texto, sino la participación en la experiencia amorosa de su presencia en la Iglesia.

      Cuando oigo hablar de las tres religiones del libro me sublevo un poco. ¡El cristianismo no es una religión del libro! Es verdad que están las Escrituras y el Evangelio, pero el Evangelio es la descripción de una experiencia que continúa en la Iglesia; y la lectura del Evangelio tiene una función análoga a la que Dante atribuye aquí a la poesía, que es invitarnos a vivir la misma experiencia que se relata en el poema. Es la experiencia lo que hace posible el conocimiento verdadero, que es, en efecto, identificación, implicación afectiva en la vida de otro, en la trama de relaciones que encontramos; y luego la palabra procura dar voz a esa experiencia.

      Podríamos decir que la encarnación establece el primado de la experiencia sobre el discurso. Y, de este modo, entre otras cosas, hace que el saber sea accesible a todos: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los sencillos», dice Jesús (Mt 11,25). Ya lo observamos con anterioridad,2 pero, al emprender la última etapa del recorrido, la más rica en discursos filosóficos y teológicos, me parece importante traerlo a colación para no caer en la tentación de pensar que aquí nos las tenemos que ver con temas que solo pueden entender los que tienen una determinada formación.

      Creo que nos ayudan a introducirnos en este tema algunas líneas de una carta escrita hace años por un chaval problemático y genial que, después de decir que lo único que los chavales necesitan son adultos que sepan testimoniarles una esperanza,3 prosigue así:

      Su esperanza, si es verdadera, fascinará por sí misma, pero tiene que ser verdadera, vivida de verdad. Debe ser verdadera como la de mi abuelo, que, durante la guerra, fue náufrago durante dos días y dos noches porque los ingleses habían hundido su barco; que vio morir de forma terrible a muchos de sus compañeros y que después se salvó llevando consigo la angustia y los traumas de aquellos días. Y que sin psicólogos ni maestros de la expresividad sacó adelante a una familia, enseñó a amar y a «hacer las cosas con los siete sacramentos», como le gustaba decir. O mi abuela, que con ocho años tenía joroba, que vio pasar delante de ella a la muerte durante la guerra, que se montó su propia tienda en la que trabajó hasta la vejez. Mi abuelita pequeña, pequeña, a la que he visto llevar 70 kilos a la espalda y que nos enseñaba de pequeños a matar las serpientes del jardín. Que se dejó conquistar por mi abuelo, que iba a buscarla al pueblo con el carrito del helado, que usaba para cortejarla. En tres meses se casaron y permanecieron juntos toda la vida entre alzhéimer, sacrificios y problemas. ¿Entiendes, Franco?

      Mi abuelo expresaba su amor con el carrito del helado, y mi abuela, que era dura como el mármol, pero inteligente como un ángel, se casó con él. Punto. Se casó con él en dialecto, se casó con él llevando dentro la esperanza. Porque el dialecto de mi abuela tenía algo que decir, tenía una esperanza. Yo no me caso ni en arameo, esperanto o serbocroata, con todos los textos de Freud y compañía, las enciclopedias y las artes, cómodamente disponibles en cualquier formato imaginable.

      Estoy seguro de que, si Dante se hubiese encontrado con mi abuela, habría hablado con ella amablemente del huerto y de la tienda, y si hubiese hablado de su viaje por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, Dante habría dicho: «Tel se anca ti Maria, il Signur ved e prued» [«Tú también lo sabes, María, el Señor ve y provee»], y mi abuela habría entendido. Además, mi abuela escucharía gustosa la Divina comedia, siempre le fascinó. Pero habría comprendido todo en esa frase. Porque mi abuela hablaba la lengua de Dante, la abuela vivía la lengua de Dante, aunque hubiera aprendido el italiano en el colegio, y hablara en dialecto.

      Frente a estos abuelos, frente a mis abuelos y a generaciones de campesinos y de artesanos que desde tiempos remotos llegan —¡gracias a Dios!—hasta nuestros días, no puedo dejar de preguntarme: ¿De dónde sacaban una sabiduría así? No habían ido al colegio, no habían estudiado, probablemente ni siquiera entendían mucho de las homilías del cura. ¿De dónde les venía una sabiduría así?

      Me atrevo a ofrecer una respuesta que creo haber comprendido hace poco, gracias a la situación de reclusión a la que me ha obligado la pandemia. Para evitar lo más posible el riesgo de contagiarme de covid, me había refugiado en una aldea de montaña. Permanecí allí durante meses, y pasé casi todo el tiempo dedicado a actividades que me gustan, pero a las cuales, por la vida que he llevado, nunca había conseguido

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