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los debates políticos se apreciaba incomodidad a la hora de fijar las fronteras de Occidente, es decir, de la cultura occidental. Los escritores que huyeron de sus países, atraídos por la atmósfera de libertad de Occidente, sirios, tunecinos, egipcios, checos, búlgaros, húngaros, polacos y tantos otros, acudieron en ayuda de la conciencia occidental en el momento oportuno, en los años que precedieron a la caída del muro de Berlín (1989) y el colapso de la URSS (1991). Aprovecharon la ocasión para lanzar al público la hermosa sentencia para el futuro: ¡Solo el cosmopolita sostiene la libertad! Además de eso, en los años setenta y ochenta siguieron los procesos de liberación en los países sometidos a dictaduras, que se convirtieron en testigos de un cambio de actitud mundial ante los derechos humanos. La postura crítica contra los regímenes que los conculcaban se hizo célebre en el mundo entero, más que la descolonización en los años cincuenta, porque la libertad ligada a la dignidad del ser humano vale más que la independencia que a veces es pasar de un régimen tiránico sostenido desde una metrópolis a un régimen tiránico sostenido por la propaganda de una clase dirigente.

      Así se llegó al siglo XXI, con el objetivo pendiente de hacer del resto del mundo un lugar como Occidente. Pero entonces ocurrió lo que no se esperaba nadie, la revelación de que la miseria que se percibía en el resto también estaba en los suburbios de las grandes ciudades de Occidente, en parte por una mala planificación, en parte por un exceso de inmigración descontrolada (los llamados sin papeles). Y de ese modo sonaron de nuevo las campanas de alarma y la invitación a situar la solidaridad y la sostenibilidad como fundamentos del Estado social. Era un desafío que tuvo que hacerse mediante una política a la vez audaz y efectiva: la protección de los inmigrantes procedentes de numerosos países.

      Pero, ay, la geografía ha sido, y es, el punto flojo de los occidentales: el mundo se divide para ellos en Occidente y el resto, con oscuras fronteras que se confunden siempre; de modo que no se alcanzó la visión completa del problema hasta el 2001 en medio de los debates sobre el ataque a las Torres Gemelas. La pregunta inicial ¿por qué el resto del mundo odia a Occidente? es sustituida por la pregunta ¿qué es lo que en verdad odian de Occidente? ¿Acaso su pasado, o su futuro, su constante intromisión en la vida de los países o, al contrario, su desidia ante las desgracias del mundo?

      El siglo XXI se ha hecho a contratiempo durante sus primeros veinte años. Mientras los países occidentales, en términos generales, han apostado por un futuro sostenido por ideales cosmopolitas, donde el olvido es el eje central de su estilo de vida, los líderes de las potencias destinadas a dirigir el resto del mundo, Putin o Xi Jinping hablan de que cualquier decisión pasa por un conocimiento de la historia, donde el pasado exige interpretarse acorde a sus ideales de reparación de los males causados por Occidente en el nuevo contexto de mundialización donde los países emergentes se plantean seriamente una nueva interpretación del pasado aunque a veces se realicen en performances poco serias: la última la del presidente de México López Obrador ante la efeméride sobre los quinientos años de la conquista de Hernán Cortés en 1521

      La historia es la única disciplina que permite realizar predicciones estratégicas ante el horizonte 2050, es decir, la única capaz de crear las condiciones objetivas para situar la memoria social en el centro de los debates referentes a la soberanía de los pueblos del mundo. La brecha entre ambas propuestas afecta tanto a la toma de decisiones como a la definición de los fines y los medios con los que se aspira a plantear una gobernanza a escala mundial.

      El examen de un siglo XXI hecho a contratiempo me trae a la memoria el libro de Bruno Tertrais, La venganza de la historia. Un éxito editorial gracias a un atinado diagnóstico: la presencia de la historia hoy es la revancha a la mirada posmoderna. Recordemos lo que escribe: “Hoy en día el pasado pocas veces ha estado tan presente. Nunca, en época moderna, ha tenido esta importancia en las relaciones internacionales y en el escenario geopolítico”. Y eso es así, hasta el punto que “en un mundo que se pretende sin memoria, la historia ha irrumpido por todos lados”. Los ejemplos son abundantes; llenarían una enciclopedia. Citemos a Hungría entregando pasaportes como si fuese el antiguo imperio austrohúngaro o al Daesh tratando de restaurar el califato de Bagdad de los tiempos de Harún al Rashid, los tiempos de Las mil y una noches; o a Rusia, que reclama su hogar natal, aunque esté en otro país, en Ucrania. Y muchos más. La conclusión es obvia: más que el futuro, preocupa el pasado. Y no importa inventarlo, si es necesario para los gobernantes. Más de uno ha aprovechado la ocasión para lanzar al público la hermosa sentencia: la historia es un menú que se sirve a la carta con todo tipo de aditivos.

      5. China y la nueva ruta

      de la seda

      En el 2013, el presidente de China Xi Jinping resumió la iniciativa de crear un cinturón, una ruta, para sostener el crecimiento económico de los países de Asia Central. Astaná (desde 2019 Nursultán), la nueva capital de Kazajistán, pugnaba entonces por ser la ciudad de mayor lustre de la región, la más refinada gracias al palacio de la Paz y la Reconciliación, diseñado por el arquitecto Norman Foster, o al Bayterek, torre de cien metros de alto en forma de árbol coronada por una esfera dorada. En síntesis aspiraba a representar el siglo XXI como París, Londres o Berlín representaron el siglo XIX o Nueva York, Chicago o Singapur el siglo XX. Una ciudad que compitiera con la Bakú del Crystal Hall, en Azerbaiyán, donde se celebró el festival de Eurovisión del 2012, o con Irbil, la capital del Kurdistán iraquí, donde resulta habitual la visita de los magnates del cobre uzbekos, unos potentados que amasan fortunas con el negocio de la potasa de los Urales o de los millonarios kazajos del petróleo que dejan por unos días sus mansiones en Manhattan, Knightsbridge, Mayfair, Cannes o Niza.

      Pero la idea misma del dinero remite a otra realidad de este siglo XXI que comparten aquellos cuyo patrimonio se sitúa en Uzbekistán, Kazajistán, Kirguistán o Tayikistán, y controlan los oleoductos y los gaseoductos que llevan el combustible a los consumidores de Europa, India o China. Unos recién llegados a una geografía que ha visto historia hasta el hartazgo; y la continúa viendo en la peor versión si nos atenemos a los casos de Afganistán y Pakistán.

      La ruta de la tubería que sigue la vía desde los campos de gas de Turkmenistán hacia Herat y luego a Kandahar, en Afganistán, y de allí a Quetta y Multán, en Pakistán, era familiar a los comerciantes sogdianos que vieron a Alejandro Magno, a los genoveses y venecianos del siglo XIII con las alforjas llenas de especias, a los tratantes de caballos en el siglo XVII que servían a los safávidas o a los ingenieros que construyeron ferrocarriles en el siglo XIX durante el gran juego entre Inglaterra y Rusia por el control de la región. Ahora la riqueza está en el subsuelo, y los gustos son locales con un toque cosmopolita.

      El siglo XXI ha creado una nueva clase de magnates que compran al contado las mansiones de las grandes familias europeas en los lugares exclusivos y envían a sus hijos e hijas a estudiar en los colegios y las universidades de élite. Rasgos típicos de una civilización en auge que mira al futuro, capaces de evocar un devastador sentimiento de cambio de era al comprobar que el oro retorna al Oriente Medio, tras haberlo abandonado en el siglo XIII cuando los califas de Bagdad fueron derrotados por los mongoles de Hulagu, el nieto de Gengis Kan: es así porque la savia de la riqueza creada por los beneficios de las materias primas marcha camino de China, aunque solamente sea para devolver una parte del contrato de suministro de gas a treinta años por un valor de cuatrocientos mil millones de dólares. Tan elevada suma justifica la inversión de veintidós mil millones para costear el oleoducto.

      En Asia Central, en torno a la vieja ruta de la seda, por iniciativa de China, se construye el cinturón, la ruta, desde donde la decisión europea por la autogestión regional se contempla como un paso hacia la insignificancia. Nursultán, Bakú, Taskent y otras ciudades tienen mucha riqueza delante de sí y mucha historia a sus espaldas. ¿Cuánta cultura?

      Veamos la respuesta de dos estudiosos de la nueva ruta de la seda. Peter Frankopan en el bien documentado libro El corazón del mundo presenta la iniciativa de China como una estrategia mundial, ya que junto al de por sí importante aspecto financiero, destaca la construcción en los últimos veinte años de las rutas de transporte terrestre, ferrocarriles y autopistas. La inversión en las líneas de mercancías ha permitido una red ferroviaria de más de once mil kilómetros que conecta China con la ciudad alemana de Duisburgo,

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