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administraciones.

      Tampoco ayuda la proliferación de actos violentos en la calle. Que esta sea un fenómeno compartido con otras ciudades no resta trascendencia al problema: Barcelona ha realizado un esfuerzo superior al resto para proyectarse al mundo, y esto la hace más vulnerable en cuestiones de imagen. Para Barcelona tienen un coste extra las fotos del espacio público vandalizado. La economía barcelonesa se ha especializado en los últimos tiempos en la capacidad de atraer talento y visitantes. Y esa economía necesita del escaparate. Igual que las tiendas. De un escaparate de postal en el que primen la cultura (en un sentido amplio que incluya la gastronomía, el diseño o la educación), todas las formas de innovación y, sobre todo, el equilibrio social. No ayuda en este sentido el desprestigio de las fuerzas de seguridad favorecido por las propias administraciones para aplacar a los sectores más antisistema.

      Recoser ese tejido roto por la pandemia va a requerir de cuantiosas inversiones, y nadie mejor que los ayuntamientos conoce cuáles son las prioridades. Pero no solo los ayuntamientos, sino los ayuntamientos y sus circunstancias, es decir, todo ese tejido de agentes sociales, culturales y económicos que interactúan con ellos y que constituyen lo que los urbanistas anglosajones definen como comunidad. Aquí cabrían desde las universidades, las patronales, los sindicatos, las asociaciones vecinales hasta los colectivos culturales. Un rico sustrato subnacional, en suma, que ha ampliado su influencia en la escena global.

      Pero, por la razón que sea, no se ha contado con las ciudades a la hora de diseñar el aterrizaje de esa lluvia masiva de fondos europeos. Las urbes catalanas, además, han sufrido el desgobierno de una Generalitat que estuvo en el limbo durante meses decisivos de la tramitación de los proyectos para la transición verde y digital. Tendrá que pasar aún mucho tiempo antes de que pueda hacerse balance de los fondos Next Generation, pero el arranque no ha sido alentador. También está por ver qué reparto hace el Gobierno central de ese dinero.

      En este contexto de escasez y crispación social es previsible que buena parte de la energía política se canalice hacia la queja y la descalificación. Por ello, si hay una ocasión propicia para que la sociedad organizada asuma su protagonismo y acompañe a las administraciones en la búsqueda de soluciones, es esta. De hecho, se empieza a trabajar con esa dinámica propositiva, de abajo hacia arriba. La prueba es la proliferación de think tanks y de plataformas que promueven diferentes formas de innovación. Aun a riesgo de incurrir en la dispersión y la redundancia, todos estos proyectos aportan un capital muy valioso en la apuesta por la reactivación.

      No deberíamos deprimirnos cuando una sobremesa donde se discute sobre Barcelona acaba sumida en un ambiente sombrío. Porque a la misma hora, en otras casas o restaurantes de la ciudad, se están repitiendo decenas de conversaciones similares. Y es imposible que de tanta reflexión no salgan al menos una o dos ideas de futuro aprovechables. Ideas que, bien articuladas y generosamente compartidas, pueden servir para que la ciudad esquive la decadencia a la que, según muchos, está abocada.

      Decadencia, en cualquier caso, es un término muy categórico. ¿Es Barcelona, en sentido estricto, una ciudad decadente?

      Si nos atenemos al diccionario, el hecho de haber ido a menos en algunas cuestiones importantes hace que la ciudad sea merecedora de ver su nombre asociado a este concepto. Sobre todo, se ha producido una merma considerable de la autoestima, entendida esta como una actitud emocional que en los momentos más vibrantes de la historia de Barcelona ha actuado como motor de transformación. Esa pérdida de la confianza, sumada a la autocrítica feroz de los barceloneses, ha generado un estado de ánimo negativo que ni las administraciones ni los líderes de opinión aciertan a revertir. Es más: otras ciudades competidoras aprovechan esa tendencia a la autoflagelación pública de Barcelona para hurgar en la herida. Pocas ciudades del mundo hay tan habituadas como esta a retransmitir en directo el lavado de su ropa sucia.

      Es cierto también, sin embargo, que el término decadencia invoca la idea de un período continuado de declive. Decaen las sagas familiares, decaen los movimientos artísticos y decaen las ciudades y países que durante años se van alejando de aquello que habían llegado a ser. ¿Ha entrado Barcelona en ese proceso? ¿O no sería más preciso decir que corre el peligro de caer en la decadencia? Tal vez nos falte una perspectiva más amplia para determinarlo. Perspectiva temporal, pero también espacial, porque está por ver cómo se recuperan el resto de las ciudades globales del golpe que ha supuesto la pandemia. No solo en Barcelona hay desánimo y crispación. No solo en Barcelona se agudizan las desigualdades.

      Pero es innegable que hay una sensación extendida de desidia y de que faltan proyectos colectivos ilusionantes. Es necesario, sobre todo, que cristalicen ideas que están ahí y que en su conjunto tienen potencial para revertir el estado de ánimo general y volver a inyectar autoestima al motor de la ambición barcelonesa. Hay que prestar atención a esas generaciones de jóvenes curtidos por dos crisis económicas descomunales. Tienen mucha energía y talentos retenidos que al liberarse pueden impulsar insospechadas vías de recuperación. Ellos y ellas pueden ser artífices de ese renacimiento cultural que invoca José Enrique Ruiz-Domènec para la salida de la pandemia.

      Regreso a la habitación sin esperanza de Juan Muñoz una mañana de primavera del 2021, un año después. Me he propuesto iniciar aquí un paseo imaginario por la Barcelona del 2023.

      ¿Por qué la del 2023 y no la del 2022, la del 2024 o la de ese 2030 que fija unos objetivos medioambientales tan inspiradores para una ciudad como Barcelona?

      De la misma manera que los Juegos de 1992 sirvieron como resorte de transformaciones en muchos casos positivas, 2023 ofrece suficientes alicientes para que la ciudad se tome la fecha como un pretexto. Es una ocasión para consolidar proyectos. En el 2023 se celebran los cincuenta años de la muerte de Pablo Picasso. De hecho, el Ministerio de Cultura ha decretado el año Picasso. Se celebran también los cuarenta años desde la muerte de Joan Miró y el centenario del nacimiento de Antoni Tàpies y de Victòria dels Àngels. Ya hay una gran exposición en preparación para recordar a los dos primeros, grandes del arte universal. La misma muestra viajará a París en el 2024. Se celebran también los cien años de la histórica visita de Albert Einstein a Barcelona. O el medio siglo de la llegada de Johan Cruyff al Camp Nou, un hecho que cambió para siempre la historia del principal club de la ciudad.

      En otro orden de cosas, se prevé que en el 2023 se inaugure la ampliación del Macba y que aquel año (hay elecciones municipales) se estrenen algunas de las nuevas calles verdes del Eixample, es decir, la prolongación de las supermanzanas como vanguardia de esa revolución urbanística que atrae la atención del mundo, generando no poca polémica en la propia Barcelona.

      Es de esperar también que, de no mediar nueva debacle, los grandes eventos que han tenido que cancelarse o redimensionarse en el 2020 o el 2021, como son el Mobile World Congress, la feria audiovisual ISE o los festivales Sónar y Primavera Sound, vuelvan a coger en el 2023 velocidad de crucero después de un 2022 de transición. Lo mismo puede decirse de la programación de las instituciones culturales, que podría verse reforzada gracias a las ayudas europeas y al renovado programa de cocapitalidad.

      En el 2023 deberían estar también en fase de realización proyectos como el polo de conocimiento de la Ciutadella, la ampliación de Tech Barcelona, la nueva D-Factory del Consorci de la Zona Franca, el nuevo centro de investigación de la Fundació la Caixa, el gran proyecto del solar de la antigua Mercedes en Bon Pastor o la consolidación de la montaña de museos, teatro y deporte de Montjuïc. Pero también se puede esperar mucho de la conexión del distrito tecnológico del 22@ con el centro de la ciudad a través de la plaza de las Glòries, que habrá dejado de ser un muro psicológico infranqueable. Lástima que la reforma de la Rambla no pueda sumarse a la fiesta, ya que ha sido relegada en la agenda urbanística.

      Por supuesto, como recordaron Esteve Almirall, Antoni Garrell, Xavier Marcet y Xavier Ferràs en un artículo en La Vanguardia, el mundo no espera ni a Catalunya ni a Barcelona. La competencia entre ciudades y regiones para recuperar el tiempo perdido es feroz. Nadie en el resto de España o en el extranjero verá esa suma de aniversarios como un motivo especial de celebración si no es la propia Barcelona, con su potencial de marca, la que se convence a sí misma de que se puede aprovechar el

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