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rinconcito del universo —y eso con ojos entreabiertos— y colocándose en un plano exclusivamente antropocéntrico y geocéntrico, los hombres han creado absurdas y horribles fábulas acerca de un Dios limitado y semejante al hombre, que rige su universo tal como un rey oriental, más bien ignorante y bárbaro, que maneja los asuntos de su pequeño reino. A este ser, así creado, se le atribuyen toda suerte de flaquezas humanas, tales como la vanidad, la inconstancia, y el rencor. Luego surgió una leyenda forzada e inconsecuente acerca del pecado original, la expiación por la sangre, el castigo infinito por transgresiones finitas, y, en ciertos casos, se añadió una doctrina increíblemente horrible de la predestinación al tormento eterno o a la felicidad eterna. La Biblia no enseña ninguna teoría semejante. Y si estuviera en los objetivos de la Biblia sostener tal cosa, aparecería claramente expuesto en algún capítulo u otro, pero no es así.

      El “Plan de salvación” que figuraba con tanta prominencia en los sermones evangélicos y en los libros de teología de la pasada generación, es tan desconocido para la Biblia como lo es para el Corán. Nunca hubo tal plan en el Universo, y la Biblia no lo expone en ninguna manera. Lo que ha sucedido es que algunos textos oscuros del Génesis, ciertas frases sacadas acá y allá de las epístolas de San Pablo, y unos cuantos versículos aislados de otras partes de las Sagradas Escrituras, han sido entresacados y reunidos por los teólogos para sostener la clase de doctrina que a su parecer debería encontrarse en la Biblia. Jesús desconocía todo esto. Claro está que Él no es en modo alguno como Pollyanna o un optimista. Nos advierte, no ya una vez sino muchas, que la obstinación en el pecado trae en verdad muy serias consecuencias, y que el hombre que pierda la integridad de su alma, aun cuando gane el mundo entero, resulta extremadamente necio. Por otra parte, nos enseña que somos castigados a causa de nuestros propios errores, o mejor aún, son nuestros propios errores los que nos castigan. Jesús nos enseña también que cada hombre o mujer, por encenegados que estén en lo impuro y malo, tienen acceso directo a un Dios de misericordia, paternal y todopoderoso, quien los perdonará y les proporcionará Su propia fortaleza para ayudarles a descubrirse de nuevo a sí mismos, setenta y siete veces si es necesario.

      Jesús ha sido también mal comprendido y mal representado en otras maneras. Por ejemplo, no hay ningún fundamento en su enseñanza sobre el cual establecer determinada forma de eclesiasticismo, jerarquía, o tal o cual sistema ritualista. Él no autorizó semejante cosa y, de hecho, todo el contenido de su pensamiento es definitivamente antieclesiástico. A través de toda su vida pública lo vemos frente a los clérigos y demás oficiales religiosos de su propio país. Por eso ellos se le opusieron y lo persiguieron después, llevados por un instinto de propia conservación —instintivamente sintieron que la verdad, tal como Él la exponía, anunciaba el fin de su poderío, y más tarde le hicieron matar. Él pasó por alto la pretendida autoridad que tenían ellos como representantes de Dios; y hacia su ritual y ceremonias no mostró otra cosa que impaciencia y desprecio.

      Parece ser que, en materia religiosa, la naturaleza humana está más predispuesta a creer en aquello que quiere que en tomarse el trabajo de escudriñar las Escrituras con una mente abierta. Hombres realmente sinceros, por ejemplo, se han abrogado el papel de guías del cristianismo con los más imponentes y presuntuosos títulos, y después se han vestido de hábitos elaborados y magníficos para impresionar así a la gente, pese a que su Maestro, en el más claro lenguaje, ordenó estrictamente a Sus discípulos que no hicieran nada de eso: pero ustedes no se hagan llamar Rabbí, porque uno solo es su maestro, el Cristo, y todos ustedes son hermanos (Mateo 23:8). Denunció a los fariseos como hipócritas.

      Jesús, como veremos más adelante, no sancionó nunca la importancia de ceremonias rituales, ni de leyes rígidas, ni de ordenanzas severas de ninguna clase. En lo que sí insistió fue en que cierto espíritu prevaleciera en la conducta de uno, siendo cuidadoso en enseñar sólo principios, conocedor de que cuando el espíritu es recto los detalles lo serán en consecuencia, “la letra mata pero el espíritu vivifica”, según lo demostraba el triste ejemplo de los fariseos. Sin embargo, a pesar de esto, la historia del cristianismo ortodoxo se compone en su mayor parte de esfuerzos encaminados a hacer observar a los fíeles toda clase de ritos externos. Un ejemplo lo tenemos en los puritanos, al querer imponer a los cristianos el sábado de los judíos como día de descanso, a pesar de que las leyes sabáticas eran una ordenanza puramente hebraica. También lo tenemos en los crueles castigos sufridos por los que descuidaban lo referente exclusivamente a la profanación del sábado; y a pesar del hecho de que Jesús no miraba con simpatía la observancia supersticiosa del sábado, diciendo que el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado, e insistiendo en hacer cualquier cosa que creyera oportuno en ese día. A través de Su enseñanza se advierte claramente que el hombre debe hacer de cada día un sábado espiritual, pensando y conduciéndose de una manera espiritual.

      Es obvio, pues, que si el sábado hebreo fuera todavía impuesto a los cristianos, como éstos no guardan su observancia sino la del domingo, aún estarían incurriendo en las mismas consecuencias de quebrantarlo.

      Muchos cristianos modernos, sin embargo, se dan cuenta de que no hay ningún sistema de teología en la Biblia, a menos que se quiera ponerlo allí de forma deliberada, y han renunciado casi por completo a la teología; pero todavía cuentan con el cristianismo porque sienten intuitivamente que es la verdad. En realidad, su actitud carece de justificación lógica puesto que no poseen la clave espiritual, que hace inteligible la enseñanza de Jesús, y por eso tratan de racionalizar su actitud de diversas maneras. Tal es el dilema de quien no posee ni la ciega fe de la ortodoxia, ni la interpretación espiritual y científica de la Biblia. Se encuentra sin sostén en todo aquello que no pertenece a la vieja Escuela Unitaria. Si no rechaza del todo los milagros, siente gran incomodidad con respecto a ellos; lo desconciertan y quisiera que no aparecieran en la Biblia, se alegraría mucho si los pudiera dejar de lado.

      Un bien conocido clérigo ha publicado recientemente una Vida de Jesús que ilustra cuán falsa es esta posición. En este libro el autor concede la posibilidad de que Jesús curó a algunas personas o les ayudó a curarse a sí mismas; pero nada más. Niega rotundamente los otros milagros. Según él, éstos no fueron más que las acostumbradas leyendas que se forman alrededor de todos los grandes personajes de la historia. Cuando ocurría la tempestad en el lago, por ejemplo, los discípulos se hallaban en extremo asustados, hasta que se acordaron de Jesús, y este pensamiento sólo sirvió para calmar sus temores. Este hecho fue exagerado más tarde hasta convertirse en una historia absurda que describía a Jesús mismo andando sobre las aguas para acercarse al barco. En otra ocasión, sigue el mismo autor, parece que Jesús reformó a un pecador, levantándolo de una sepultura de pecados, y esto, años después, llegó a ser una leyenda ridícula en que se relata la resurrección de un muerto. Otra noche, mientras Jesús oraba fervorosamente, su rostro se iluminó con un extraordinario resplandor, y Pedro, que se había dormido, se despertó sobresaltado. Años después, Pedro refería, en un cuento confuso, cómo le pareció ver a Moisés en aquella ocasión. Así se creó la leyenda de la Transfiguración, y tal es el origen de otros y otros ejemplos semejantes.

      Por supuesto, debemos escuchar con compasión los argumentos sinceros de un hombre que se halla impresionado por la belleza y el misterio de los Evangelios, pero, faltándole la clave espiritual, cree sentir que su sentido común y toda la erudición científica de los hombres están en contradicción con el contenido de esos Evangelios. Pero no es tan sencillo. Si los milagros no sucedieron realmente, todo el resto de los Evangelios pierde su significación real. Si Jesús no creyó que fueran posibles, tratando de llevarlos a cabo —nunca, es cierto, por ostentación, pero sí constante y repetidamente—, si Él no creyó y enseñó muchas cosas en franca contradicción con la filosofía racionalista de los siglos dieciocho y diecinueve, entonces el mensaje de los Evangelios es caótico, contradictorio y carente de todo significado. No podemos eludir este dilema diciendo que Jesús no estaba interesado en las creencias y supersticiones de su tiempo, y que las aceptó más o menos pasivamente porque lo que le interesaba en verdad era el carácter. Éste es un argumento débil, porque este carácter debe incluir una comprensión de la vida inteligente y

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