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sierra o la costa. Pero si aceptamos que gran parte de la violencia de los últimos años ha sido resultado de conflictos territoriales, entonces es fundamental entender cómo se establecen, vigilan y defienden esas fronteras y, sobre todo, cuál es su relación con la acumulación y extracción de valor.

      Empecemos con un ejemplo. En 1997, Grupo Ferromex –compañía tenedora de Grupo México que tiene también la concesión de la mina Buenavista del Cobre en Cananea, Sonora– obtuvo la concesión para administrar una gran parte de la red ferroviaria del país, toda la red del Pacífico Norte, que incluye los puntos de cruce fronterizo de Ojinaga, Ciudad Juárez, Nacozari, Nogales, y Mexicali. La red de Grupo Ferromex incluye también Ferrosur en el sureste del país, que atiende Coatzacoalcos, Veracruz, Puebla y la Ciudad de México. Al adquirir la concesión, se eliminó el servicio de transporte a pasajeros. Pero, como es sabido, migrantes indocumentados en su mayoría provenientes de Centroamérica usan estos trenes de carga como medio de transporte hacia la frontera con Estados Unidos. Para poder subir al tren, los migrantes están obligados a pagar cuotas al grupo de sicarios a cargo de administrar el acceso, el cual varía de una región a otra del país. Se ha reportado que no sólo cada segmento de la red ferroviaria tiene un dueño –es decir un concesionario informal– sino que en algunos casos cada vagón está controlado por pandillas que administran el espacio sobre el techo mientras el tren se desplaza.

      Lo primero que podemos notar es el traslape de formas de administración territorial establecidas por actores estatales, privados y delictivos operando de manera simultánea, a veces armónica, a veces conflictiva. Cada una de estas estructuras ha logrado hacerse del cobro de una renta. La modalidad de usufructo que permite a cada uno de estos agentes extraer un beneficio privado de un servicio público sigue siempre la lógica de la concesión, formal o informal. La concesión se define como el derecho que el Estado (o una autoridad similar) confiere a un particular para la explotación de un bien o servicio público por un tiempo determinado –se aplica a bienes o servicios definidos como públicos precisamente porque éstos, por su importancia estratégica, no deben en principio ser apropiados por particulares de forma permanente. Incluso si no la llamamos así, el derecho que se arroga una organización delictiva a cobrar cuotas por el acceso al tren es una suerte de concesión por la que seguramente paga a su vez una “renta” a otras instancias –policías, autoridades estatales, mandos de una organización delictiva regional, o una combinación de los anteriores.

      Una característica importante –que el caso del tren comparte con otros que describo a continuación– es la organización escalonada o fractal de la concesión. Es decir, entre el concedente original y el concesionario último hay una serie de intermediarios, y cada uno logra beneficiarse de su posición mediante el cobro de una renta. La segunda característica importante tiene que ver con la naturaleza de los bienes concesionados, los cuales caben en dos grandes grupos: o se concede la explotación de un recurso natural no renovable (oro, agua, petróleo, etc.), o se concede el derecho a operar algún tipo de filtro en la circulación de personas y mercancías (puertas, rutas, trenes, etc.). Es decir, la concesión es la modalidad de ocupación y usufructo del territorio que sostiene tanto la extracción como la extorsión.

      Propongo otro ejemplo. Hay un camino de terracería que sale de Altar, Sonora, pasa por una docena de ranchos y llega a Sásabe, un pequeño poblado en la frontera con Estados Unidos. En el año 2000, el entonces presidente municipal –quien es también el terrateniente más grande de la región– le otorgó la concesión de la brecha a un particular de la vecina ciudad de Caborca, quien construyó una pequeña caseta y comenzó a cobrar peaje. Por ese camino circulaban en ese entonces cientos de camionetas cargadas con migrantes que se dirigían a la frontera. El concesionario de la caseta tenía una renta constante y a cambio mandaba raspar el camino de vez en cuando. Ese fue el primero de una serie de cobros privados a la circulación que se establecerían en la siguiente década. Para 2010, un sistema de cuotas administrado por un grupo de sicarios locales funcionaba plenamente: cada migrante y cada traficante de drogas que usa Altar como punto de cruce tiene que pagar por el uso de la plaza y de las rutas. La caseta de peaje original hace ya varios años que está abandonada, pero el sistema de cuotas a la circulación persiste. Actualmente, no sólo cada ruta sino incluso cada segmento de la línea fronteriza misma tiene un dueño que cobra algún tipo de renta o cuota por la circulación de personas y mercancías a través de su respectivo segmento. Se cobra, en otras palabras, por el acceso a una puerta a través de una frontera, ya sea interna (salir del pueblo) o internacional (cruzar hacia Estados Unidos). Este sistema de propiedad o concesión informal de puertas es independiente de la propiedad de la tierra, pero ha llegado a un grado tal de formalización que incluso se “heredan” y “rentan” esas concesiones informales de frontera internacional: un narcotraficante regional era dueño de un segmento de frontera, cuando murió lo heredó su hijo, quien a su vez lo renta a la mafia local que lo administra.

      Los sicarios que controlan el trasiego en Altar y cobran cuotas a migrantes y otros traficantes no operan de manera completamente autónoma, tampoco son asalariados directos de la cúpula del cartel de Sinaloa. La manera más precisa de llamarlos es, nuevamente, “concesionarios” de la plaza. Incluso si una de sus principales actividades es el tráfico de drogas, lo que los caracteriza como organización es el control y vigilancia permanente de territorio y el cobro de cuotas. Es decir, lo que actualmente se conoce localmente como “los sicarios” es una suerte de milicia que se acerca a la forma clásica de la mafia como organización centrada en la exacción de cuotas y la intermediación parasitaria. Esta estructura participa del tráfico de drogas, y seguramente no hubiera sido posible que se estableciera sin la acumulación original de capital que permitió el narcotráfico, pero aun así su origen y propósito son más amplios. Sería más preciso describirla como una empresa que se dedica al control violento de un territorio. En este sentido es significativo que en Altar los actuales mandos de esa empresa no hayan empezado como traficantes sino como choferes de las camionetas que llevaban migrantes a la frontera: lo que los distingue son la velocidad y las armas.

      La existencia de estas empresas de la violencia supone el establecimiento de una frontera interna, un territorio relativamente bien definido en el que se ejerce un control monopólico de la exacción de cuotas. Es como si el fenómeno de la frontera México-Estados Unidos –con su enorme capacidad para potenciar el valor de las mercancías y capitalizar la circulación– se hubiese reproducido a todo lo largo y ancho del país. Al igual que sucede con las fronteras internacionales, estas delimitaciones internas son trazos espaciales que suponen también una serie de filtros sociales, en particular, la distinción entre personas internas y externas, o entre los propios y los contras. El territorio entero se fronterizó, se convirtió en una sucesión de puertas y filtros para cierto tipo de personas y mercancías.

      Mantener esas fronteras requiere de un dispositivo de vigilancia permanente que provee el estrato más bajo y más numeroso de trabajadores de la violencia: los puntos (o halcones). El control territorial de las organizaciones delictivas en México no sería posible sin la combinación de flexibilidad, discreción y precisión que da este dispositivo de vigilancia. Cada punto es un filtro, una persona encargada de monitorear toda la circulación de personas y vehículos en un lugar y reportar no sólo la presencia de agentes de seguridad del Estado, sino también cualquier presencia sospechosa. Es decir, los puntos llevan a cabo un trabajo cotidiano de reconocimiento social. Así mismo, el mantenimiento de las fronteras internas requiere por supuesto de un capital militar considerable: armas de uso exclusivo del Ejército, casas de seguridad, vehículos blindados y entrenamiento. Aunque se les suele dar poca importancia, un recurso fundamental para estas organizaciones son los sistemas de comunicación portátil, en particular radios y celulares. La disponibilidad de señal y los rangos de cobertura dictan también, por tanto, sus movimientos y distribución espacial.

      Una vez que estas organizaciones o empresas han logrado controlar un territorio, pueden obtener ganancias de casi cualquier cosa: tienden a adueñarse de todos los mercados ilegales (drogas, migración indocumentada, prostitución, juegos y apuestas, etc.); imponen tarifas a la circulación de casi cualquier mercancía, incursionan a veces en el secuestro y al robo, y en ciertos casos imponen cuotas incluso a actividades legales. Urgen un

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