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donde los compró: en la feria de libros viejos de Grau. Interrogo a los vendedores: nadie lo recuerda. En otros círculos escucho dos rumores (ahora, en octubre, los rumores sobre George se han multiplicado, incluso los de carácter bibliográfico). De acuerdo con el primero, todos sus libros son de poetas alemanes. Hölderlin, Schiller, Trakl, Brentano, Rilke. Alguien menciona a Hans Carossa. Alguien, a Paul Celan. Pero Celan es rumano y Trakl es austriaco. Otros afirman que solo lee memorias, o novelas que parecen memorias, escritas por sobrevivientes del Holocausto, escritores que estuvieron en Auschwitz o en Buchenwald: Primo Levi, Jean Améry, Immanuel Krakauer, Tadeusz Borowski. Tiempo después, esto es extraño, descubro que, en 1992, no había traducciones de Borowski. En el fondo, esa parte de mi pesquisa me parece irrelevante. Porque nadie menciona a Robert Frost, y yo sé, desde mayo o junio, que George lee concienzudamente a Robert Frost...

      … La pregunta es si George llega a Lima sabiendo lo que hará. En otras palabras, si llega con un plan. Calculo que la respuesta tiene que ver con sus recorridos por la ciudad. De ahí que sea relevante describir sus caminatas. Al principio parecen azarosas, enloquecidas. Sonríe ante la Morgue Central. Fuma en ventanales de Pueblo Libre. Se sienta en la berma de la avenida del Ejército, entre el Pérez Araníbar y el Larco Herrera: ¿atraído por orfanatos y manicomios? Gravita hacia los cementerios, en Ate, en El Agustino. Se para en una esquina de Aguajales y mira debajo de los carros. Comparte cigarrillos con los soldados de guardia. Lee bajo semáforos. Prefiere no subir a microbuses ni tomar taxis. En el Rímac ve a un loco con la piel renegrida y una caja de cartón en la cabeza y se sienta a su lado y sostiene con él una animada discusión: hay un testigo presencial. Además del loco…

      … Todos los jueves, en un callejón de Puente Piedra, habla con alguien a través de un vitrovén. ¿Mentalmente le da la vuelta a un reloj de arena? En efecto, esa es la impresión que produce; es decir, parece un chiflado, en las primeras semanas. ¿Eso es parte de su plan? Creo que no. Lo de George, en ese momento de su vida, no es una forma de locura pero tampoco es el fingimiento de la locura. Es el paso intermedio: el último manoteo de su cordura antes de que la cuerda se rompa (cuerda: cordura). Debate consigo mismo, considera si es correcto hacer lo que ha proyectado (asumamos que sí lo ha proyectado). Lee lápidas en los cementerios. Lee periódicos en basurales. Lee las líneas de su mano izquierda. Camina como un orate por la ciudad. Todo eso parece la locura pero todavía no lo es. No ha traspuesto por completo, por decirlo así, el umbral de la demencia. Está pensando en huir, en no hacer lo que ha planeado hacer, en renunciar a todo y largarse...

      … Por eso es importante que, más tarde, a principios de febrero, su conducta cambie: sus recorridos cobran un cierto orden, un aire rutinario. Todas las mañanas camina del hostal a la avenida Larco. En Miraflores, no se aleja de la costa, sigue el borde del acantilado. Sube por la Pérez Araníbar, baja por el Ejército. En la Costanera regresa al malecón, camina por San Miguel hasta Maranga...

      … A mediados de febrero su ruta se hace precisa, inalterable, diríase que maniática: las mismas calles, las mismas esquinas, todos los días. No cabe duda de que, en esa ruta, y en esa precisión, se esconde una clave, porque en esos días tiene que ser cuando George determina finalmente llevar a cabo su plan. Febrero, en esta historia, es el final de la duda. Eso se ve en el cambio que sufren sus recorridos. Ayer hice la prueba con un mapa. Esbocé las rutas de George en enero: un garabato, un laberinto. Después dibujé, una vez por día, su camino de todas las mañanas desde mediados de febrero. Tuve que trazarlo tantas veces que el papel se agujereó. El símbolo es evidente. ¿Quién está mal de la cabeza? ¿El que camina indistintamente por cualquier parte o el que infinitamente recamina sus propias huellas, una y otra vez?…

      … Y sin embargo, aun más que la ruta, lo importante es el lugar donde termina. La última cuadra de la Costanera. En enero ha pasado por ahí más de una vez, pero en febrero va todos los días. A un lado ve el malecón, más allá la playita de piedras ovales, más allá el mar, al fondo las islas. Detrás de él hay nueve casas, de cara a la costa. Se vuelve a mirarlas: la tercera de izquierda a derecha es simple, de dos pisos, con cercos de madera blanca a cuyos pies crecen hileras de hortensias y geranios. Es pulcra, pequeñita, modesta (es una casita rosada). Tres puertas más allá, ve una casona antigua, de los años treinta. ¿Esos muros ennegrecidos, esa torsión de los fierros en los tragaluces, esa hendidura de los tejados, son señales de que alguna vez la consumió un incendio? Averiguo. El incendio ocurrió a fines de los sesenta, pero, cosa rara, nunca han refaccionado la casona. Es una ruina flaca, enhiesta, de ventanas longitudinales, tiene un mirador (una especie de torre sobre el segundo piso) y, abajo, ante la puerta, una escalinata de siete peldaños. Todas las mañanas camina hasta ahí, permanece un instante al pie de los escalones, no se acerca más. Cruza la pista en dirección al malecón, se encarama en el murito. Desde ese sitio, entre el mar y la ciudad, ve a ratos la casita rosada y a ratos las barandas cenicientas, los mástiles torvos de la casona incendiada. (Piensa: tantos años después, es como si siguiera en llamas)…

      … En la casona incendiada no debe vivir nadie (eso también es importante). En la casita rosada, en cambio, vive una chica llamada Ariadna Enzensberger. Tiene veintitrés años pero parece de diecisiete. Ha terminado historia en la Católica y sopesa la idea de entrar a la maestría pero también estudia cine en talleres que toma de noche, uno en Barranco y otro en San Miguel. Su madre nació en Lima pero se crió en la sierra y aunque Ariadna piensa en ella con frecuencia, nunca la conoció. Siempre ha vivido con su padre, que enseña Historia del Arte y se llama Rainer Enzensberger. Ariadna es bonita, simple, de ojos negros y corto pelo rubio a lo Jean Seberg. Es austera, la gobierna una especie de alegría melancólica o tal vez una conformidad con la vida que ella quiere hacer pasar por alegría. Tiene un grupo de amigos de San Marcos y otro de los talleres nocturnos pero prefiere la soledad. Va al cine cada vez que puede. Al cineclub del Banco de Reserva, al cineclub del Museo de Arte, al del colegio Raimondi, al cine Roma, al Cinematógrafo de Barranco, los mismos lugares a los que George va todas las noches. Es casi imposible que sea una coincidencia…

      … Desde el muro del malecón, él la ve. Ella sale poco, casi siempre está en casa cuidando a Rainer, que es un hombre mayor: más parece su abuelo que su padre. Juntos arreglan el jardín de hortensias y geranios (o el jardín de margaritas y llamaplatas: la observación es literaria, ornamental). Rainer se sienta bajo el dintel de la puerta, Ariadna entra y sale de la casita rosada. Laboriosa, lleva y trae mangueras, semillas, regaderas. ¿Nunca ven a George al otro lado de la pista? Buena pregunta: un extraño con una mochila a la espalda, cámaras fotográficas, una filmadora, una máquina de escribir, sentado en el muro del malecón, es un personaje conspicuo. ¿Será que George, apenas ellos salen de la casita rosada, se deja caer por el lado opuesto del muro, hacia la playa? Esa es mi conjetura: él se esconde, y, hasta entrada la tarde, los espía desde ahí. George es metódico, desde febrero…

      LIBRETA 2. Octubre de 1992

      … Cuando Ariadna sale sola, por las noches, los lunes y los miércoles, a los talleres, o al final de la tarde, los viernes o los sábados, para ir al cine, él va tras ella, guardando la distancia. En mi colección de VHS tengo las imágenes que filma cuando la sigue por la calle. Rompe su costumbre de no subir a microbuses. Trepa al mismo que ella, se sienta en la última fila o se queda de pie cerca de la puerta trasera. Ariadna mira la ciudad. George mira a Ariadna. Cuando ella va a los talleres, él regresa al hostal. Cuando va al cine, él continúa acechándola: se escurre en la sala detrás de ella. Solo la primera vez hay un contratiempo: el portero le dice que no puede entrar con la mochila (Sendero Luminoso, las bombas). George se enfurruña, vuelve al Medialuna, a su cuarto vacío. Se pone la máscara de oso, supongo, intenta dormir…

      … Los dos sábados siguientes ella ve Portero de noche en el Cinematógrafo y El rey de Nueva York en el Museo de Arte. George se esconde en el viaje de ida, pero, en los cines, se asegura de que Ariadna note su presencia. Tropieza adrede con ella a la salida, se para justo detrás en la cola de la boletería. Ella lo mira de reojo. El sacón de camuflaje militar, la camiseta negra de ilegibles letras amarillas, los borceguíes, la gorra de beisbolista: un tipo peculiar. ¿Qué cosa ve George cuando mira a Ariadna? Me cuesta responder esa pregunta…

      … El tercer sábado es 29 de febrero (1992 es un año bisiesto). Ariadna ve La batalla de Argel, de Pontecorvo, en el Raimondi. Al final,

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