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mente y emociones con lo que estaba leyendo. Por supuesto que hacer eso no es necesariamente malo. De hecho, puede ser bueno que el cristiano lo haga y es muy posible que tenga el efecto saludable de animarlo a hacer que su corazón suelte las amarras de los placeres de este mundo y se aferre con mayor firmeza a Cristo. Sin embargo, en el caso de Trent el resultado de compararse con la descripción del libro fue radicalmente diferente. En vez de verse desafiado a seguir adelante en fidelidad, se aterrorizó. ¿Por qué? Porque no veía en su propia vida la clase de gozo de la que leía en ese libro, así que empezó a cuestionarse si en verdad era cristiano.

      A partir de entonces, la corrupción penetró con rapidez. En el curso de los meses siguientes, Trent cayó en un torbellino desesperante de introspección y auto condenación. A pesar de la frecuencia y el fervor con que lo exhortamos a mirar a Cristo y encontrar paz en el evangelio, Trent perdió el equilibro. Al final, simplemente afirmó que no podía decir que era cristiano porque no tenía el gozo ni el amor apasionado por Jesús que los cristianos deben tener, y dejó la Iglesia y, por último, la fe.

      No me malentiendan. Desde luego que no todas las luchas del cristiano con la seguridad de la salvación son iguales a la de Trent, y, gracias a Dios, no todas las batallas del creyente terminan de una forma tan catastrófica. Sin embargo, estoy bastante seguro de que el conflicto de Trent con la pregunta «¿Soy un cristiano verdadero?» asecha a muchos creyentes, si no a todos, en un momento u otro de la vida. Cuando digo esto no es una simple obviedad ni una corazonada barata, sino el producto de decenas de conversaciones que he tenido sobre este mismo asunto en las mesas de alguna cafetería. Estoy seguro de que las cafeterías de Louisville no lo saben, ¡pero a lo largo de los años, les he hecho ganar un montón de dinero hablando con personas sobre la seguridad de la salvación!

      Quisiera poder decir que las preguntas de la gente y las dudas con las que luchan son siempre las mismas. Eso facilitaría las cosas para mí como pastor. Si ese fuera el caso, podría corregir ese único malentendido bíblico, responder esa única pregunta teológica, y todo estaría bien. Sin embargo, las preguntas y dudas nunca son exactamente iguales, y casi nunca son simples. Sí, a veces el conflicto de una persona con la seguridad de la salvación se debe a una pregunta teológica en particular que no ha sido resuelta, y es maravilloso poder responder esa interrogante y ver cómo todo comienza a ponerse en su lugar. Pero en ocasiones la falta de seguridad se debe a algo mucho más complejo que una pregunta específica sin responder. A veces es algo más emocional que racional. A veces se debe a toda una cosmovisión teológica que está un poco desviada catastróficamente. A veces no hay una razón identificable en absoluto, y la persona parece verse absorta en el pavor existencial de terminar convirtiéndose en un «profeso superficial», como lo señalan las antiguas confesiones.

      Para mí, la cuestión de la seguridad de la salvación ―o, para ser más preciso, de la falta de seguridad― es una presencia indeseable, aterradora e incluso sorpresiva en la experiencia cristiana, algo así como la figura de traje oscuro que se apareció en el baile del príncipe Próspero.1 Después de todo, el cristianismo en su esencia afirma tratarse de certezas, no de preguntas ni de dudas. Sabemos que Jesús es el Hijo de Dios; sabemos que murió en la cruz en rescate por muchos; sabemos que resucitó de la tumba; sabemos que ofrece perdón a todo aquel que confía en Él. Toda nuestra cosmovisión está basada en certezas, tanto históricas como teológicas, y eso es lo que distingue al cristianismo de la mayoría de las demás religiones del mundo. Las demás tienen preguntas; el cristianismo tiene respuestas. Las demás tienen enigmas; el cristianismo tiene verdades. Las demás exploran; el cristianismo declara.

      Por lo demás, los mismos autores bíblicos escriben con un sólido sentido de certeza que parece ir más allá del hecho de que ciertos eventos realmente ocurrieron. Su certeza no parece ser meramente histórica, sino también existencial, incluso personal. No solo parecen convencidos de los hechos del cristianismo, sino también del significado redentor de esos hechos, y parecen estar seguros de que ellos mismos han sido alcanzados por esa redención. Más aun, estos autores incluso parecen esperar que su certeza personal se plasme también en los otros creyentes. Escriben como si quisieran que y yo estemos igualmente seguros de nuestra fe. De esta manera, el apóstol Juan dice en su primera epístola: «Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna» (1 Juan 5:13, énfasis añadido). Pablo también escribe: «Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8:38–39, énfasis añadido). El autor de Hebreos habla del juramento y la promesa de Dios como «segura y firme ancla del alma» (Hebreos 6:19, énfasis añadido). No hay mucho lugar para las dudas, ¿o sí? El lenguaje es fuerte y sólido: «para que sepáis»; «estoy seguro»; «firme ancla». La atmósfera de toda la Biblia no es un ambiente de dudas, sino más bien de una certeza tan fuerte que puede afirmar, como dijo Job, «Yo sé que mi Redentor vive» (Job 19:25, énfasis añadido).

      Pero si ese es el caso, entonces ¿qué de esta figura dudosa, oscura y terrorífica que se desliza por la experiencia de tantos cristianos acallando el regocijo y el deleite de la seguridad? ¿De dónde viene? ¿Por qué tantos cristianos encuentran tan difícil decir con Juan, Pablo y el autor de Hebreos: «Sé, estoy seguro; esta es una segura y firme ancla de mi alma»? Esas son algunas de las preguntas que quiero que tratemos en este libro. Pero antes de empezar debo ser franco: al terminar de leer este libro, no vas a salir con una fórmula mágica que acabará con todas las dudas. ¿Por qué? Porque no existe tal fórmula. Tampoco existe un concepto teológico fiel ni una respuesta fácil que pueda expulsar de una sola vez a la figura de traje oscuro de la fiesta. Somos criaturas finitas, con mentes limitadas y almas dependientes. De una forma u otra, la duda siempre será parte de nuestra experiencia, y la búsqueda de la seguridad siempre será una lucha hasta el día en que estemos con Cristo y nuestra fe se transforme en vista.

      Aun así, anímate, pues, ya sea que lo notes ahora o no, la duda puede ser domesticada. Puede ser resistida. Puede ser puesta de rodillas. De hecho, puede que te sorprenda descubrir que es posible que la duda se transforme, irónicamente, en uno de los medios que Dios usa para incrementar nuestra fe en Jesús y nuestra dependencia de Él, para llevarnos de vuelta a la cruz y a la confianza desesperada en Cristo. A fin de cuentas, mi esperanza al considerar la duda y la seguridad en este libro no es tanto que tus dudas se desvanezcan por completo, sino más bien que puedas entender mejor la arquitectura de la seguridad cristiana y que, en consecuencia, la duda comience a perder algo de su poder destructivo en tu vida y que, tal vez, incluso te lleve a aferrarte con más fuerza a Cristo como tu única esperanza de salvación.

      Por supuesto, nada de eso es fácil. Esa es la razón por la que estás leyendo un libro sobre este tema, y no una entrada de blog ni un tweet. El asunto de la seguridad cristiana siempre ha sido difícil, y hay complejidades por todos lados. Para empezar, algunos pasajes de la Escritura parecen haber sido diseñados para inquietarnos, para hacernos dudar de si somos realmente salvos, de si estamos de verdad incluidos en las promesas divinas de la vida eterna. Por ejemplo, observa 2 Corintios 13:5–6: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?». Espera un momento… ¿«a menos que estéis reprobados»? ¿Cómo es posible que eso armonice con una seguridad de salvación firme y sólida? Luego tenemos los famosos (o infames) pasajes de advertencia, especialmente los del libro de Hebreos. Ciertas oraciones como «Es imposible que los que… recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento» (Hebreos 6:4, 6) y «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (Hebreos 10:31) dejan a muchos cristianos con más miedo que confianza, y a veces incluso aterrados por la posibilidad de haber perdido la salvación.

      Incluso sin considerar los textos bíblicos específicos, el tema de la seguridad de la salvación ha demostrado ser un sendero peligroso hablando en términos teológicos. Hay muchas maneras de extraviarse. Por ejemplo, algunos cristianos a lo largo de la historia simplemente se han rendido, afirmando que no puede haber seguridad

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