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la cubierta de la lancha?

      —Nada de eso —respondió Lorenzo, vuelto por esa sola pregunta a su posición interesante—, escuchad y os admiraréis. Doblábamos el pico de la peña Negra en donde, como sabéis todos, hay siempre más abundancia de sardina, cuando nos pareció percibir, entre el rumor del viento, el débil y apagado llanto de un niño sin que por eso descubriésemos en torno nuestro objeto alguno que nos hiciese creer que no era ilusión de nuestros sentidos, sino realidad; mas no bien nuestra lancha dobló hacia el sur dejándonos percibir perfectamente el plano que rodea aquel negro, triste y solitario picacho, a cuyos pies se arremolinan y saltan las olas, cuando el llanto se dejó sentir más cercano, pudiendo notarse entonces que hacia la parte más musgosa de la peña se movía una cosa blanca como las perlas, y que contrastaba notablemente con el verde oscuro de las algas esparcidas en torno suyo. Entonces nos miramos unos a otros y, quizá impulsados por un mismo pensamiento, nos pusimos a bogar en silencio y hacia el sitio indicado. Llegamos, y a nuestra vista se apareció una niña, recostada sobre el musgo húmedo, la más hermosa que he visto en mi vida, y que tiritaba de frío, la pobrecilla, a pesar del calor sofocante que se iba extendiendo por la costa. La cogí entonces para acercarla a mi pecho y darle el calor que su madre le había negado…

      —¡Su madre…!, prorrumpieron todas las que allí había. ¿Es posible que esa pobre criatura tenga madre?

      —Pues qué, ¿pensáis acaso —repuso el marinero con ciertas pretensiones de sabiduría— que ha nacido por obra y gracia de la roca negra?

      —¡Quién sabe! ¡Quién sabe! Es demasiado hermosa para ser de este mundo.

      —¡Bah! ¡Bah! —añadió el pobre pescador con una sonrisa de un contento inefable—. ¡Qué tontas son estas mujeres…! ¿No ha salido un santo del vientre de una ballena tan vivo y tan listo como si saliera del de su madre? Pues esta niña pudo salir también del de un tiburón, por ejemplo, y quien dice tiburón dice otra cosa cualquiera que no es del caso averiguar…, pero —añadió besándola con cariñosa dulzura—, gracias a Dios, tendrá desde hoy un padre…

      —¡No, no! —gritaron muchas voces descontentas que aturdieron al buen Lorenzo—. Reflexiona, le dijeron, que tienes muchos hijos y que esa niña causará un perjuicio a tu familia. Aquí estamos bastantes que no tenemos ninguno, y podemos mejor que tú encargarnos de ella, porque al fin, por hermosa que sea, tendrá dientes y comerá andando el tiempo como tú y como yo…

      —Pero también trabajará —exclamó el marinero contento de hallar una contestación que dar a aquellos hombres que le decían razones que le iban convenciendo…

      —¡Trabajar…! —murmuraron los demás—. Esa niña no debe trabajar, se moriría; ¿piensas que es como tus hijos y como los míos?

      —Vaya si lo pienso…

      Las voces de los descontentos sofocaron las palabras de Lorenzo, y entonces pasó una verdadera tormenta de disputas.

      Todos querían para sí aquella hermosa criatura, todos querían ser padres de aquel niño, de aquel hijo del acaso.

      Lorenzo, sobre todo, quería alcanzar con gritos y, lo que era mejor todavía, con tinos puños capaces de convencer a un bretón, como diría Dumas, lo que ni sus razones ni la buena voluntad de sus compañeros querían darle.

      Por fin se decidieron a aceptar el fallo de la suerte.

      Se decidió esta por Teresa la expósita, y así se vio a la vagamunda tomar bajo su amparo a la pobre desheredada como ella.

      Teresa era una muchacha simpática para todo el mundo, tanto por su belleza como por su buena conducta, aunque fuese algún tanto insociable y le agradase más vagar solitaria a orillas del mar y llevar sus ovejas al campo a la hora en que el fresco de la mañana y los primeros rayos de luz despiertan a las flores de sus sueños de aromas.

      Lorenzo le entregó la niña con menos sentimiento que lo hubiera hecho con otro alguno, diciéndole:

      —He aquí una perla de gran valía, yo te la cedo a condición de que seas para ella una buena madre; pero también yo quiero llamarme a mi vez su padre, y que cuando empiece a balbucear tu nombre, le enseñes el mío, para que de este modo me conozca y me quiera poco menos que a ti, ¿lo entiendes?

      Y enjugando con la manga de su camiseta una lágrima que rodó silenciosamente por sus tostadas mejillas, volvió la espalda a los que le miraban como queriendo ocultar aquella debilidad indigna de un viejo marino.

      De este modo todo volvió a su silencio, y las faenas olvidadas empezaron de nuevo.

      La tormenta bramaba sobre sus cabezas, y las olas eran cada vez más gruesas, más fuertes y amenazadoras.

      Contenta Teresa con su nueva hija, querido tesoro que no cambiaría por nada de este mundo, se acercó la primera a la orilla para que los pescadores llenasen su cesta antes que la de otra alguna.

      Su felicidad era grande, pero estaba escrito que en aquel día su alma había de sufrir los más fuertes sacudimientos, los más grandes dolores que pueden lacerar el alma de una madre.

      Su hijo, rosado, rubio, hermoso y, sobre todo, travieso se entretenía en andar todo el espacio posible con sus débiles piececitos y cayendo a cada paso sobre la arena. Pero adelantose tanto hacia la orilla, tal vez para coger con sus pequeñas manos aquellas verdes olas que brillaban fosfóricas a la luz de las exhalaciones, que era inminente el peligro en que le exponía su inocencia.

      De repente un viento fuerte sopló sobre todas las olas y las empujó hacia la playa: la mar lanzó terribles rugidos, pareciendo querer salvar la débil muralla de arena que se oponía a su paso y desbordarse.

      Las olas se agolparon tumultuosas y se adelantaron hacia los que estaban en la playa.

      Entonces un leve quejido, ahogado por el rumor de la tempestad, hendió el espacio; suspiro lastimero que penetró en el corazón de los que le escucharon, sucediéndose a este suspiro un grito desgarrador, profundo, intenso, que hizo helar la sangre en las venas.

      Era Teresa que acababa de ver a su hijo arrastrado por aquel torbellino de agua, fiera implacable que no devuelve nunca lo que una vez se ha sepultado en su fondo de arena.

      —¡Mi hijo! ¡Mi hijo! —balbuceó delirante queriendo arrojarse al mar para socorrerle—. ¡Mi hijo…, mi pobre niño inocente…, el hijo de mis entrañas!

      Y cayó sin sentido sobre la arena.

      Cuando despertó de su desmayo, pareció reflexionar algunos instantes: un raudal de lágrimas inundó su semblante; se calmó algún tanto su pesadumbre, más que nada por el mismo exceso de dolor que la abrumaba, y apareció así, a los ojos de los que la rodeaban, resignada y serena.

      Preguntó por su hija adoptiva que le presentaron hermosa como una flor bañada de sol y de rocío.

      Ella la envolvió en su pañuelo y, tratando de adormecerla en su seno, se dirigió silenciosamente hacia su pobre vivienda, no sin echar antes a aquel mar proceloso una dolorosa y profunda mirada.

      Los que la vieron partir sintieron su corazón oprimido de angustia.

      Los truenos y los relámpagos fueron los únicos que la acompañaron por la triste y oscura encrucijada que guiaba hacia su pobre vivienda.

      Capítulo II

      Teresa

      Voici Minona qui marche dans sa beauté, le regard

      baissé et les yeux pleins de larmes. Ses cheveux épars

      flottent au vent inquiet qui souffle de la colline.

       Ossian

      El embravecido mar de Finisterre lanzaba sus verdes y espumosas olas contra los peñascos que rodean el antiguo santuario de Nuestra Señora de la Barca.

      Un sol de invierno, claro, pero frío, iluminaba aquellas montañas que, ya graníticas, ya arenosas, tienen siempre ese aspecto desolado

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