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(2019).

      El 2020 se llevó mi autenticidad. Hacia el final del año me quedaba muy poco de la antigua confianza para decir lo que pienso y relatar lo que hago. Es decir que ahora disfrazo mis verdaderos sentimientos para que no me arrastren ante el tribunal ético de una población aterrada.

      En diciembre busqué a mi amiga Sandra porque no la había visto desde el inicio de la Jornada Nacional de Sana Distancia. La cuarentena nos había separado de la gente querida como lo hacen las guerras.

      —¿Te estás cuidando? —me preguntó Sandra al teléfono. Traté en vano de encontrar alguna pista en la entonación de su voz.

      —¡Obviamente! —respondí.

      A esta altura de la conversación aún no era posible sincerarse, había que navegar con precaución. No estaba mintiendo, pero tampoco sabía si teníamos el mismo concepto de lo que significa “cuidarse” y preferí dejarlo en lo vago. Si se refería a quitarme la ropa y bañarme cada vez que entro a mi casa, o desinfectar con Lysol las bolsas del súper, no me estaba cuidando tanto. Para los puristas que han tomado las tribunas públicas, era seguro que yo no estaba haciendo lo suficiente.

      —Pero estás yendo a grabar tu programa de tele, ¿no? —preguntó de nuevo Sandra con un tono alegre, como si no le importara.

      Comprendí de inmediato que sí importaba.

      —Sí, una vez por semana. Pero hay protocolos de sanidad muy estrictos —le aclaré.

      Tampoco era mentira. A la entrada de la televisora un vigilante medía la temperatura sobre las manos —porque corría la voz de que hacerlo sobre la frente te dejaba turulo—, el cubrebocas era obligatorio y la ocupación del edificio estaba al 20 por ciento. Eso no cambiaba la cantidad de técnicos necesarios dentro del estudio ni que el virus se veía inocuo bajo la cara de un colega querido. Nos abrazábamos al estilo Covid-19, o sea: con el codo, pero cuando un amigo del canal perdía a su madre o tenía un problema, nos encerrábamos en alguna oficina para darnos un beso en la mejilla y un largo abrazo de los de verdad.

      En el sótano de la televisora existe un diminuto camerino sin ventilación donde sin falta me espera Yvette. Se trata de una mujer pequeña, muy platicadora, que se protege del virus con careta así que puede verse a detalle su boca bien delineada con bilé. Me quito el cubrebocas y dejo que me ponga todo el maquillaje que ella quiera. Me han recomendado bajar un poco la cantidad de pintura, pero disfruto demasiado cómo Yvette dibuja con pinceles otra cara sobre mi cara original. Me olvido de mí misma y de mi estrés mientras escucho con atención a esta chica de 26 años que se dice de derecha y católica pero muestra escotes atrevidísimos. No es su única contradicción, pero como es malhumorada me da confianza. Me entrego muy fácilmente a la autenticidad del gruñón.

      A causa de la discrepancia entre lo que ella cree correcto y lo que hacen los demás, ha librado numerosas batallas callejeras a lo largo de la pandemia. Su más reciente trifulca sucedió en el súper. Iba con su novio, lo cual estaba prohibido, pero me explicó que circulaban por diferentes pasillos y así salían más rápido de aquel lugar de contagio. Alrededor del mes de septiembre, en el Superama de la colonia vecina —pues en la suya eran más estrictos— se topó adentro de la tienda con una familia de madre, padre, dos niños y una abuela que se movían en manada. En el pasillo de los cereales el señor se atrevió a mover el carrito de Yvette que estorbaba y ella, harta de esta gentuza altamente contagiosa, le gritó que debería ponerse desinfectante antes de tocar lo ajeno. Se hicieron de palabras hasta que un agente de seguridad los sacó a todos por incumplir las reglas.

      Otra de las obsesiones de Yvette consistía en desenmascarar a los portadores de Covid-19 en la televisora. Su camerino, aun si escondido, se encontraba cerca de los baños de empleados, así que podía escuchar los tosidos, los mocos y las respiraciones agitadas. Tenía el oído fino. No necesitaba ver quién entraba o salía, reconocía por el solo sonido de las pisadas a cada persona que circulaba por el pasillo. Hacia el mes de junio la esposa de un conductor había dado positivo a Covid-19. Sin embargo, el siniestro personaje siguió con su programa sin decir nada, poniendo a los empleados en riesgo mortal. Yvette se enteró por otro lado y lideró un paro hasta que el señalado comprobara con un test de los caros que estaba libre del virus. Como resultó que estaba infectado, quienes lo habían maquillado, grabado y saludado se fueron de cuarentena y la televisora quedó aún más desierta por dos semanas.

      No comenté estos aconteceres del trabajo en la llamada decembrina con Sandra. Más por dar verosimilitud a la conversación que por una verdadera inquietud le pregunté si ella también se cuidaba.

      —Muchísimo. No he salido de mi casa ni he visto a nadie –declaró.

      Por supuesto que no le creí. Lo interpreté como que no había visto a casi nadie y casi no había salido, o que veía a menos gente y salía menos que antes de la pandemia.

      Quedamos en ir a caminar al bosque, al aire libre, y respetar entre nosotras el protocolo de sana distancia. Debíamos vernos a la mañana siguiente en la entrada de un Parque del Ajusco adonde yo llegaría en mi coche y ella en el suyo.

      Colgué con una sensación curiosa porque Sandra era una de las personas más metodistas con que me había cruzado en la vida, es decir que se metía cualquier sustancia que le pusieran frente a la boca o la nariz sin detenerse a meditar en la muerte por sobredosis. La he visto irse a moteles con desconocidos y sé que practica sexo sin condón cuando está borracha. En esta pandemia, sin embargo, se ha vuelto temerosa con su salud. Se negó, por ejemplo, a ver a una amiga en común porque se enteró que el novio de ella no se cuidaba “bien”. Me encabronaba porque me había sucedido una desventura similar unos meses atrás. Estábamos en semáforo naranja y planeábamos celebrar un cumpleaños entre cinco personas, con las precauciones en boga. En el chat de preparación del festejo mi novio se puso bromista y declaró que jamás usaba cubrebocas. No hubo manera de desmentir y quedamos excluidos los dos.

      Después de que colgué con Sandra entró una llamada de mi madre. Suspiré y respondí. He tratado de estar más disponible para mis padres. De todas formas la vida se ha vuelto más lenta.

      —¡Hola ma! ¿dónde andas?

      —En la casa ¿y tú?

      —En la casa también.

      No sé por qué ahora nos preguntábamos eso en vez de “cómo estás”. Mi madre quería revisar conmigo una vez más su plan de fuga. Sus nietos vivían del otro lado del Atlántico y para ella la existencia no valía la pena si no los veía crecer, así que estaba dispuesta a enfrentar los peligros. Yo prefería la actitud de mi padre, estoicamente encerrado en su departamento donde no dejaba entrar a nadie y quien jamás tomaría un avión en estas circunstancias. Tenía la suerte de contar con el carácter adecuado, el que hoy se considera heroico, uno donde se mezclaban el miedo, la misantropía y la resignación.

      A ambos, madre y padre, los dejaba ser. Nada me indignaba tanto como la crueldad con que algunos de mis contemporáneos tenían a sus viejos encerrados bajo un régimen de vigilancia y terror. Les hacían las compras, iban a la farmacia en su lugar, paseaban al perro, tomaban sus riesgos pero también el aire y el sol que les correspondían. En nombre del amor les quitaban incluso el derecho a decidir por sí mismos.

      Para su evasión, la estrategia principal de mi madre consistía en la compra de dos boletos separados, uno de México a Canadá y otro de Canadá a Francia, donde es ciudadana por parte de su familia materna. El problema era que nació en México y jamás tuvo una dirección postal en ese país.

      —En Canadá les demostraré que solamente estoy de escala. Y en París les diré que sólo vengo de Canadá, donde no hay tanto virus —me explicó.

      Viajar desde México en estas épocas no era sexy: teníamos el peor ranking en cuanto a muertos por millón y estábamos en plena hecatombe.

      —Si me preguntan por qué vengo, contestaré que necesito ver a mis nietos o me muero —argumentó mi madre, como si para cualquiera representara un argumento lógico y causa de fuerza mayor. Le sugerí que mejor dijera que su hijo y nuera trabajaban de médicos, lo

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