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Centre, 2016; Gray, 2016; Gershon, 2017; Machuca, 2017; McKinsey Quarterly, 2017; Miscovich, 2017; Nature, 2017, Sagenmüller, 2017; Torres, 2017; World Economic Forum, 2016). En un sentido similar, las exploraciones de los «futurólogos» sobre cuáles serán las carreras que tendrán mayor atracción y vigencia en los próximos decenios abonan sobre el estereotipo de que los conocimientos prácticos y el manejo de softwares desplazarán inexorablemente a aquellos otros que provienen de las artes, las ciencias humanas y las ciencias sociales (Allen, Root, & Schwedel, 2017; Bhalla, Byrchs, & Strack, 2017; Andrews, 2017; Deloitte, 2016; Ernst & Young, 2012; Moran, 2017; PwC, 2017). Mientras que al primer tipo de conocimiento sus defensores le atribuyen un mayor «valor» en virtud de su aplicabilidad y utilidad para el trabajo y para atender necesidades sociales urgentes (ingeniería biomédica, bioinformática, robótica, mecatrónica y big data, entre otras), al segundo lo consideran como marginal, no prioritario e incluso inútil para enfrentar unas urgencias materiales, económicas y sociales que se consideran como impostergables en una era caracterizada por la globalización y los sorprendentes avances tecnológicos. En esta perspectiva, se pierde de vista que en la lógica implícita en el primer tipo de educación predomina la búsqueda del éxito personal y la obtención de resultados inmediatos por encima del aprendizaje como un fin en sí mismo, es decir, como una fuente de enriquecimiento espiritual y de estímulo para el desarrollo de la curiosidad y la creatividad humanas (Deresiewicz, 2014).

      Lo cierto es que la educación liberal clásica –entendida en su sentido más general como una exploración abierta a la introspección, al contraste de perspectivas, al ejercicio y aprendizaje de un pensamiento crítico y al estímulo de la curiosidad intelectual humana– está bajo asedio. En la medida en que la educación superior norteamericana es un referente mundial emblemático de este tipo de enseñanza, lo que ocurra con ella tiene una gran repercusión internacional. Los grandes libros de la tradición intelectual universitaria de Occidente en filosofía, historia y literatura que permitían una educación organizada en función de principios que ordenaban la mente de los estudiantes, ahora son considerados por algunos como expresiones elitistas y obsoletas (Casement, 1996). La generalización de este nuevo sentido común ha provocado que, en Estados Unidos, en las últimas cuatro décadas, carreras como literatura o filosofía hayan visto disminuir a la mitad el número de sus estudiantes de pregrado, mientras que las vinculadas a los negocios han duplicado su demanda (Zakaria, 2015).

      Algunos autores han abordado en profundidad el tipo de conocimientos pertinente para formar jóvenes cuyas vidas discurrirán en un mundo de complejidad creciente y en el que la tecnología jugará un papel central en su educación. Para eso han tenido que ir contra la corriente y abrirse paso en una jungla de conceptos y categorías instrumentales que han alentado falsas creencias y colonizado el debate contemporáneo sobre la educación superior con un lenguaje utilitario que proviene del campo de los negocios. Para ellos, la educación liberal puede convertirse en un antídoto contra la indefensión existencial a la que nos empuja el mundo contemporáneo, pues proporciona a la juventud el poder de controlar sus propias vidas y contribuye a una mayor capacidad para ser trabajadores productivos, pero también a estar interesados en ser buenos compañeros, amigos, padres y ciudadanos. Más aún, ayuda a construir vidas más elaboradas, introspectivas e integrales, menos sometidas exclusivamente a las pasiones materiales y al consumo desmedido, más interesadas en las consecuencias morales de sus actos y en el cultivo de virtudes como la bondad, la honestidad y la belleza (Gardner, 2011a).

      Esa forma de educación supone cultivar entre los estudiantes una inteligencia que expanda su potencial de aprendizaje, utilice la tecnología a su disposición como un medio y no como un fin en sí mismo, sea capaz de examinar la complejidad de la realidad de una manera sistémica y no sucumba frente a los riesgos esterilizadores de la hiperespecialización. Esto impedirá que el «despotismo tecnocrático o comercial», como lo llamaba Berlin (2017), reduzca a los estudiantes a llevar la vida del hormiguero, empobrecida en cuanto a la obtención de conocimientos más amplios, alienada de su sentido más permanente, mecanizada en sus aprendizajes y deshumanizada en sus búsquedas espirituales. La historia está llena de ejemplos acerca de cómo la acumulación de poder en manos de «expertos» ha conducido a que se vuelvan relativamente inmunes al control democrático.

      Los autores más representativos de esta orientación de pensamiento son Martha Nussbaum (1995, 2005, 2008, 2010), Edgard Morin (1999, 2002b) y Howard Gardner (2008, 2011a). Reconocidos mundialmente por su vasta producción intelectual, los tres han escrito obras específicamente dedicadas a pensar acerca del tipo de educación que será necesario desarrollar en los sistemas de educación superior contemporáneos si queremos fortalecer nuestros sistemas democráticos. Su denominador común está asociado a la idea de que es necesario impulsar un pensamiento crítico entre los estudiantes, uno que no se someta al poder avasallador de la autoridad y a un seguimiento ciego de la tradición. Según estos autores, solo a través del cultivo de nuestra propia humanidad, del desarrollo de hábitos mentales críticos, de encargarnos de nuestros sentimientos de vulnerabilidad y de finitud, se podrán desarrollar las virtudes que cimienten instituciones democráticas cuya defensa esté a cargo de ciudadanos moralmente equilibrados.

      ¿Qué y cómo ha cambiado lo que los profesores enseñamos? ¿Qué y cómo ha cambiado lo que los estudiantes aprenden? ¿Es posible desactivar las comprensibles resistencias y el conservadurismo de las disciplinas para innovar la manera en que son transmitidos sus contenidos? ¿Cuáles deberían ser las características más importantes de una pedagogía dirigida a estimular la comprensión razonada de las incertidumbres que genera la producción continua de conocimiento? ¿Es irresoluble la tensión que se genera entre una educación especializada y otra más general, es decir, entre la educación vocacional orientada a lo práctico y la liberal más interesada en la argumentación, el cultivo de la imaginación y el desarrollo del pensamiento crítico? ¿Cómo estimular en los jóvenes el interés y la pasión por comprender los procesos mentales que organizan nuestro pensamiento, el efecto inmensamente liberador que produce el conocimiento, esa «aventura de las ideas» a la que hacía referencia el reconocido matemático y filósofo inglés Alfred N. Whitehead?

      El presente trabajo responde a estas y otras interrogantes, para lo cual está dividido en dos partes. En la primera, nos proponemos realizar un estudio crítico de los textos claves de los tres autores arriba indicados. Se trata de una aproximación que busca identificar sus argumentos centrales y el sustento conceptual sobre el cual construyen sus propuestas intelectuales. Estas últimas, a su vez, tienen como fundamento una teoría del conocimiento que hunde sus raíces en diversas tradiciones filosóficas que solo serán materia de una identificación y análisis esquemáticos. Una vez reconstruidas las diversas perspectivas de estas formas de plantear la educación universitaria del futuro, será posible precisar la pertinencia de su razonamiento y las dificultades que enfrenta su implementación.

      En la segunda parte, exploramos algunas iniciativas institucionales que han hecho de la formación liberal en artes y ciencias el horizonte hacia el cual se dirigen sus mejores esfuerzos intelectuales y académicos. En América Latina, el equivalente más cercano a la que en la tradición anglosajona se considera como una formación liberal es lo que con frecuencia los educadores denominan formación humanista. Pese a la proximidad entre ambos conceptos, el primero incluye al segundo y agrega, entre otras dimensiones, el pensamiento crítico como uno de sus componentes esenciales. Por esta razón y para evitar cualquier interpretación errónea, hemos preferido mantener el término «liberal» en nuestro análisis, pues representa con mayor precisión el tipo de educación universitaria que se requiere difundir y poner en práctica en los tiempos actuales. Con este objetivo en mente, examinamos: los estudios liberales en la Universidad de Oxford y, más específicamente, su casi centenario programa Philosophy, Politics and Economics (PPE), la conceptualización de un grupo de académicos norteamericanos interesados en rescatar las dimensiones centrales, el sentido y la relevancia del aprendizaje liberal para estudiantes de pregrado que optan por la educación en ciencias empresariales; la iniciativa de la University College London (UCL) sobre la mejor manera de conectar la docencia con la investigación; y, por último, el Proyecto Minerva, una propuesta de universidad que ha sido concebida con la intención de formar estudiantes intelectualmente versátiles y con herramientas cognitivas que les permitan tener éxito personal y profesional. Finalmente, a

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