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bebió un trago largo, disfrutando de la quemazón del licor al pasar por el gaznate.

      —Ya te lo he dicho. Estaba en mi carruaje cuando me he marchado del baile.

      —¿Y por qué no me has informado de ello inmediatamente?

      Una pregunta adecuada. Simon hizo girar el vaso de whisky en una mano mientras pensaba. ¿Por qué no había cerrado la portezuela y había ido a buscar a Ralston?

      La muchacha era ordinaria, imposible y resumía todo lo que no soportaba en una mujer.

      Pero también era fascinante.

      Se dio cuenta el día que la conoció, en la maldita librería, donde ella estaba comprando un ejemplar para su hermano. Y después volvieron a encontrarse en la Royal Art Exhibition, donde le había hecho creer…

      —¿Sería tan amable de decirme su nombre? —le había preguntado, dispuesto a no perderla de nuevo.

      Las semanas siguientes a su encuentro en la librería habían sido interminables.

      Ella se había mordido el labio, un mohín perfecto, y él había intuido la victoria.

      —Yo me presentaré primero. Mi nombre es Simon.

      —Simon. —Le había encantado oír su nombre en sus labios, aquel nombre que llevaba décadas sin utilizar.

      —¿Y el suyo, milady?

      —Oh, creo que eso echaría a perder la diversión. —Hizo una pausa; su sonrisa iluminaba la sala—. ¿No está de acuerdo conmigo, su excelencia?

      Ella ya sabía que él era un duque. En aquel momento tendría que haber sospechado que algo no iba bien. Pero, en lugar de eso, se quedó paralizado. Tras sacudir la cabeza, se le acercó lentamente, y Juliana retrocedió con timidez para mantener la distancia entre ambos. Aquel juego lo cautivó.

      —Eso es injusto.

      —A mí me parece más que justo. Simplemente soy mejor detective que usted.

      Él se detuvo a reflexionar.

      —Eso parece. Tal vez deba averiguar su identidad.

      Ella sonrió.

      —Adelante.

      —Es una princesa italiana que acompaña a su hermano en una visita diplomática al rey, .

      Ella ladeó la cabeza del mismo modo que lo había hecho aquella noche al conversar con su hermano.

      —Tal vez.

      —O la hija de un conde veronés disfrutando aquí de la primavera, deseosa de experimentar la legendaria temporada londinense.

      Ella se había echado a reír, y el sonido de su risa le recordó a los rayos del sol.

      —Qué decepcionante que convierta a mi padre en un mero conde. ¿Por qué no en un duque, como usted?

      Él había sonreído.

      —Un duque, entonces. —Y había añadido en voz baja—: Eso haría que las cosas fueran mucho más fáciles.

      Le había hecho creer que era más que una molesta plebeya. Algo que, por supuesto, no era.

      Sí, tendría que haber ido en busca de Ralston en cuanto vio aquel pequeño incordio en el suelo de su carruaje, ovillada en un rincón como si fuera una mujer más pequeña, como si pudiera ocultarse de él.

      —Si hubiese ido a buscarte, ¿cómo crees que habría terminado todo?

      —Ahora estaría durmiendo plácidamente en su cama. Así es como habría terminado.

      Simon ignoró la visión de Juliana durmiendo, su revoltoso cabello azabache desparramado sobre el blanco y fresco lino, su dorada piel brotando del bajo escote de su camisón. Si es que dormía con camisón.

      Se aclaró la garganta.

      —¿Y si hubiera bajado de mi carruaje delante de todos los invitados de Ralston House? ¿Qué habría pasado entonces?

      Ralston hizo una pausa ensimismada.

      —En ese caso, supongo que hubiera sido su ruina. Y tú estarías preparándote para una vida de felicidad matrimonial.

      Simon dio otro trago.

      —De modo que lo mejor para todos ha sido que actuara como lo hice.

      Los ojos de Ralston se oscurecieron.

      —No es la primera vez que te muestras contrario a la idea de casarte con mi hermana, Leighton. Creo que estoy empezando a tomármelo como algo personal.

      —Tu hermana y yo no encajamos, Ralston. Y tú lo sabes.

      —No puedes dominarla.

      Simon torció el gesto. No había ningún hombre en Londres capaz de dominarla.

      Ralston lo sabía.

      —Nadie la querrá. Es demasiado atrevida. Demasiado descarada. Todo lo contrario que las buenas jóvenes inglesas. —Hizo una pausa, y Simon se preguntó si el marqués esperaba que mostrara su desacuerdo. No tenía la menor intención de hacerlo—. Dice lo que le pasa por la cabeza cuando y donde quiere, sin la menor consideración por lo que puedan pensar los demás. ¡Es capaz de hacer que le sangre la nariz a cualquier incauto! —Aquello último lo dijo acompañado de una risa descreída.

      —Bueno, para ser justos, parece que el hombre de esta noche lo vio venir.

      —Sí, ¿verdad? —Ralston hizo una pausa pensativa—. No debería ser muy difícil de localizar. Seguro que no hay muchos aristócratas con un labio roto paseando por ahí.

      —Y aún menos que cojeen por culpa del otro golpe… —dijo Simon con ironía.

      Ralston sacudió la cabeza.

      —¿Dónde crees que aprendió esa táctica?

      «Con los lobos que la han criado desde niña».

      —No me atrevo a especular.

      El silencio se impuso entre los dos hombres. Finalmente, Ralston se puso en pie con un suspiro.

      —No me gusta estar en deuda contigo.

      Simon sonrió al oír esa confesión.

      —Considera entonces que estamos en tablas.

      El marqués asintió y se encaminó hacia la puerta. Cuando la alcanzó, se dio la vuelta.

      —Es una suerte que este otoño haya una sesión especial, ¿no te parece? Eso nos mantiene alejados del campo.

      Simon buscó la mirada de reconocimiento de Ralston. El marqués evitó decir lo que ambos sabían: que Leighton había invertido su considerable influencia en la aprobación de un proyecto de ley por procedimiento de urgencia que podría haber esperado a la sesión de primavera del Parlamento.

      —Los preparativos militares son un tema acuciante —dijo Simon con calma deliberada.

      —Por supuesto que sí. —Ralston se cruzó de brazos y se apoyó en la puerta—. Y el Parlamento consigue distraernos de las hermanas de una manera más que adecuada, ¿no es así?

      Simon entrecerró los ojos.

      —Nunca te has mostrado beligerante conmigo, Ralston. No hay necesidad de empezar ahora.

      —Supongo que no puedo pedirte que me ayudes con Juliana.

      Simon se quedó petrificado, con la petición flotando entre ambos.

      «Simplemente, dile que no».

      —¿Qué tipo de ayuda?

      «Eso no ha sido exactamente un no, Leighton». Ralston enarcó una ceja.

      —No te pido que te cases con ella, Leighton. Relájate. Me irían bien un par de ojos extras.

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