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a menos y un comerciante, criada alejada de Londres y sus costumbres, tradiciones y reglas.

      Todo lo contrario a lo que él representaba.

      La antítesis de todo lo que él consideraba importante en el mundo.

      —Mi único motivo es devolverla a su casa de una pieza y, si es posible, sin que su hermano descubra su pequeña aventura de esta noche.

      El duque dejó el paño de lino en el agua rosada del cuenco y cogió un pequeño frasco de la bandeja. Lo abrió, liberando una fragancia a romero y limón, y volvió a buscar sus manos.

      Esta vez Juliana cedió al instante.

      —¿No pretenderá que crea que le preocupa mi reputación?

      Leighton metió la punta de su dedo en el frasco y aplicó el ungüento cuidadosamente sobre su piel. El bálsamo calmó la quemazón y dejó una agradable sensación refrescante allí por donde pasaban los dedos de él. Como resultado de ello, Juliana tuvo la irresistible ilusión de que el roce de sus dedos era el heraldo que anunciaba la llegada del placer a su azorada piel.

      Cosa que no era cierta. En absoluto.

      Intentó contener un suspiro antes de que fuera evidente, pero el duque lo oyó de todos modos. La ceja dorada volvió a alzarse, y Juliana sintió el impulso de afeitársela.

      Cuando de pronto apartó la mano, Leighton no hizo ademán de retenerla.

      —No, señorita Fiori. No me preocupa su reputación.

      Por supuesto que no.

      —Pero me preocupa la mía.

      Lo que entrañaban aquellas palabras, que ser descubierto con ella —verse relacionado con ella en cualquier sentido— podía dañar su reputación, resultaba doloroso, incluso más que las heridas que se había hecho aquella noche.

      Juliana respiró hondo, preparándose para el siguiente asalto de su batalla verbal, pero se vio interrumpida por una voz furiosa procedente de la entrada.

      —Si no le quitas las manos de encima a mi hermana ahora mismo, Leighton, tu preciada reputación será el menor de tus problemas.

      2

      «Hay una razón por la que las faldas son largas y los cordones de las botas, complicados. Las damas refinadas no deben mostrar los pies. Nunca».

      Tratado de las damas más exquisitas

      «Parece ser que los vividores reformados consideran el deber fraternal algo así como un reto…».

      El Folleto de los Escándalos, octubre de 1823

      Era muy posible que el marqués de Ralston tuviera intención de matarlo, pese a que Simon no tenía nada que ver con el actual estado de la muchacha.

      No fue culpa suya que acabara en su carruaje después de pelearse con, por lo que podía adivinar, un arbusto, los adoquines de las caballerizas de Ralston y el lateral de su carruaje.

      Y con un hombre.

      Simon Pearson, undécimo duque de Leighton, ignoró la ira virulenta que amenazó con dominarlo al pensar en el moratón púrpura que decoraba la muñeca de la chica y volvió a dirigir su atención al airado hermano de esta, que en ese momento recorría el perímetro del estudio de Simon como un animal enjaulado.

      El marqués se detuvo delante de su hermana y dijo finalmente:

      —Por el amor de Dios, Juliana. ¿Qué demonios te ha pasado?

      Su lenguaje hubiera hecho sonrojar a una mujer menos refinada. Juliana ni siquiera pestañeó.

      —Me caí.

      —Te caíste.

      —Sí. —Hizo una pausa—. Entre otras cosas.

      Ralston levantó la vista al techo como si intentara armarse de paciencia. Simon comprendió su desesperación. Él también tenía una hermana, una que le había hecho sentir frustrado en más de una ocasión.

      Y la hermana de Ralston era más exasperante que cualquier mujer que hubiera conocido.

      Y también más hermosa.

      El duque se tensó ante aquel pensamiento.

      Por supuesto que era hermosa. Era un hecho empírico. Incluso con aquel vestido manchado y desgarrado, dejaba en ridículo a la mayoría de las mujeres londinenses. Era una maravillosa mezcla de delicadeza inglesa —piel de porcelana, ojos de un azul líquido, nariz perfecta y mentón insolente— y exotismo italiano, con aquellos revoltosos rizos color azabache, labios carnosos y curvas generosas, ante lo cual ningún hombre en su sano juicio podría resistirse.

      Y él era un hombre perfectamente cuerdo. Pero no estaba interesado. Un recuerdo apareció en su mente.

      Juliana entre sus brazos, de puntillas, los labios de ella pegados a los suyos.

      Simon se peleó con esa imagen.

      Juliana era también descarada, impulsiva, un imán para todo tipo de problemas. El tipo de mujer del que deseaba mantenerse alejado.

      Y, por supuesto, había acabado en su carruaje.

      Simon suspiró, se enderezó el cuello de su sobretodo y volvió a fijar su atención en la escena que se desarrollaba delante de él.

      —Y ¿por qué tienes arañazos en la cara y en los brazos? —continuó acosándola Ralston—. ¡Parece que hayas atravesado un rosal!

      —Puede que lo haya hecho. —Juliana irguió la cabeza.

      —¿Puede? —Ralston dio un paso hacia ella, y Juliana se levantó para enfrentarse a su hermano cara a cara. Aquella no era una dama incauta.

      Era anormalmente alta para ser una fémina. Simon no estaba acostumbrado a encontrarse en presencia de una mujer ante la que no tuviera que agacharse para conversar.

      La cabeza de ella le llegaba a la altura de la nariz.

      —Es que estaba bastante ocupada, Gabriel.

      Su comentario resultó tan irrefutable que Simon no pudo contener su regocijo, lo que atrajo la atención hacia su persona.

      Ralston se dio la vuelta súbitamente.

      —Oh, yo que usted no me reiría mucho, Leighton. Estoy planteándome retarle a un duelo por su participación en la farsa de esta noche.

      Simon mostró su descrédito.

      —¿Retarme a un duelo? Lo único que he hecho es evitar la ruina de su hermana.

      —Entonces, ¿sería tan amable de explicarme qué hacían los dos solos en su estudio, con las manos entrelazadas cariñosamente cuando he llegado?

      Simon comprendió entonces lo que pretendía Ralston. Y no le gustó lo más mínimo.

      —¿Qué está sugiriendo, Ralston?

      —Simplemente que se han tomado licencias especiales por mucho menos.

      Simon miró con los ojos entornados al marqués, un hombre a quien apenas toleraba en el mejor de sus días. Y aquel estaba convirtiéndose rápidamente en uno nefasto.

      —¡No voy a casarme con su hermana!

      —¡No pienso casarme con él por nada del mundo! —gritó Juliana al mismo tiempo.

      Bueno, al menos estaban de acuerdo en algo.

      Un momento.

      ¿No quería casarse con él? ¿Dónde iba a encontrar a un mejor partido? ¡Él era un duque, por el amor de Dios! Y ella, un escándalo con patas.

      La atención de Ralston volvía a estar centrada en su hermana.

      —Si continúas con este comportamiento ridículo, te casarás con quien yo te diga, hermana.

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