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al cerrarse la puerta. En el centro, sobre una especie de mesa de autopsias, metálica y acanalada para el desagote de humores, hay un hombre tendido, encapuchado y desnudo. A la derecha, desde donde mira Labastida, hay un médico, que ausculta al yacente. A la izquierda, está el torturador, más irritado o descontrolado que de costumbre.

      —Se quedó —dice el médico.

      Labastida se acerca a la mesa y levanta la capucha. Unos centímetros, no necesita ver todo el rostro, sólo quiere asegurarse de la identidad del muerto.

      —Retírese —ordena el capitán al médico—. Y vos —al torturador, señalando la radio—, apagá esa mierda y vení para acá.

      El médico obedece sin una palabra, el otro apaga el pasadiscos y vuelve a su sitio, y los dos, Labastida y su subordinado, quedan frente a frente, uno a cada lado de la mesa. O del cadáver.

      —Ya sé que te gusta tu trabajo, Coria —en la voz del jefe hay un tono de reproche, a la vez que una cierta, temible ternura: que el destino te libre de ser amado por el diablo—. Ya sé que sos un vocacional en lo tuyo. Pero decime, ¿no sabías que por éste ya habían pagado?

      —Sí, capitán, pero, por si acaso…

      —Por si acaso un carajo, Coria. Estos pibes no tienen nada que contarnos. ¿O crees de verdad que hay algo que ellos sepan que nosotros no sepamos?

      —Yo no, pero ellos sí que se lo creen…

      —Y vos te divertís con eso, ¿no?

      —Un poco, sí.

      —Cuidate, nene —y Labastida estira un brazo por encima de la mesa, o del cadáver, para poner la mano en el hombro de Coria—. Tenés mujer y un hijo, y un día vas a irte a casa y no vas a poder parar, vas a seguir haciendo lo mismo que acá… Y eso no es bueno para la familia…

      —No, claro… mi hijo… —pretende argumentar Coria.

      —No me contés nada, por favor —detiene las palabras del otro también con un gesto; después mira al muerto—. ¡Lástima! —dice—. ¡No vamos a poder cumplir! Que lo devuelvan igual.

      —¿Al fiambre?

      —Sí, claro. Que no se diga que no hacemos lo que podemos.

      Los dos se alejan de la mesa, del cuerpo. Labastida va a hacia la salida y, de paso, da una palmada en el cuello de Coria, como lo haría con un caballo. Entonces, recuerda algo:

      —Encargate de que a la nena ésa la devuelvan hoy —dice—. Que lo haga Roselli. Yo me voy.

      Más o menos así debían de ser las cosas. Yo conocí el lugar, la celda individual, el calabozo grande, las salas, porque había tres. Cuando lo desmantelaron, en el ochenta y siete, el comedor seguía lleno de piezas de arte, libros, el piano: yo vi el piano. Pero esto, la decisión de devolver a Betty, a Giulia, que puede haber sido así o de otra manera parecida, se tomó después de la negociación que llevó a cabo la abuela, a solas con Labastida, sin la molesta presencia de Ledesma, quien pese a todo lo que ha hecho por dinero, para ella sería un moralista incómodo.

      Tiene que haber sido espantoso ese diálogo de monstruos.

      II

      Es un despacho diáfano, amplio, donde la mayor parte de las paredes está cubierta de ficheros de metal. Desde la ventana se ve el Río de la Plata, a no más de trescientos metros. Nada lo relaciona con el sombrío espacio en que se hace el verdadero trabajo. Labastida se levanta para ir al encuentro de la anciana, que entra en su silla de ruedas. Ella responde a su recepción con desdén y obvia cualquier ayuda: maneja la silla por sí misma y se acomoda ante el escritorio. El capitán regresa a su asiento, frente a ella, de espaldas a la ventana y al río.

      —Señora… —intenta saludar Labastida.

      —Capitán, me irritan los preámbulos. He venido a verle por mi nieta.

      —Comprendo perfectamente su posición, señora, pero no se apure tanto. En este país y en este momento, todo es lento. Yo no sé dónde está su nieta. Todavía tengo que enterarme. Puede pasar tiempo en eso, por ejemplo. Pero desde ya le adelanto que, para sacarla de donde esté, hará falta plata, bastante plata. Por la vía política o judicial, liberarla es complejo. Por un lado, no está detenida oficialmente. Por otro, las acusaciones contra ella son muy graves.

      —El dinero no será problema. Para lo demás, confío en su buen criterio. Si hay que hablar con alguien más…

      —No, no hace falta, señora, yo me encargaré de todo… ¿Sabe que su nieta no estaba sola cuando… se la llevaron?

      —Sí.

      —¿Quiere también al muchacho? Se llama Jaime.

      —No. Él no me interesa. Bastante desgracia ha traído ya a la familia… No se moleste… ¿Está embarazada mi nieta? —pregunta finalmente, con un brusco cambio de tono.

      —No lo sé —finge sorprenderse Labastida—. Pero lo averiguaré.

      —Averígüelo.

      —¿Los quiere a los dos?

      —La quiero a ella con su niño en el vientre. No tardará tantos meses en devolverla, ¿no?

      —Se lo he dicho, estas cosas son muy lentas…

      —Yo no regateo, capitán. ¿Cuánto dinero quiere?

      —No soy yo quien la tiene…

      —Si le gustan los disimulos, dígame cuánto querría el hombre que la ha secuestrado…

      —Tal vez un millón. De dólares.

      La abuela hace girar la silla para marcharse.

      —Un millón —dice—. En billetes. Vendrá a verle Joaquín Ledesma, una persona de mi confianza. Mañana.

      —¿Mañana? —busca confirmar Labastida—. Es demasiado pronto. Tengo que hacer…

      —Lo que usted tenga que hacer no me importa. Mañana estará aquí el dinero. Busque el modo. Quiero tener cuanto antes lo que he comprado… ¿No piensa abrirme la puerta?

      Labastida corre hacia la puerta y la abre con una reverencia. La vieja parece no advertirlo. Afuera la está esperando el chofer. Ella se va sin despedirse. ¿Para qué? ¿De quién? Le hacen perder tiempo, quiere volver a casa. Mañana temprano cogerá el avión a Madrid.

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