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—grita, señalando a Jaime con la metralleta—. ¡Y la piba! —Betty, que aún no era Giulia, que sigue de pie, paralizada. También a ella la abate, con un golpe en el cuello.

      —¡Ya está! ¡Estos dos! ¡Vamos!

      —¿Y los demás, jefe? —pregunta uno de los invasores, desconcertado.

      —Dejalos ahí, no vamos a cargar con toda esta mierda, que ni para enemigos sirven…

      Betty se ha desmayado. Jaime está simplemente tendido, no piensa colaborar. Les arrastran hacia fuera, donde aguardan varios vehículos. Jaime es arrojado al interior de un automóvil Ford Falcon de color verde y obligado a echarse en el piso en la parte trasera. Dos individuos ocupan los asientos y se acomodan con los pies sobre el caído. El coche se aleja. Exactamente lo mismo ocurre con Betty, o Giulia, cuyo rostro de entonces desconozco.

      Mariana aparece entonces en la puerta y mira la calle ya desierta.

      Han pasado menos de diez minutos.

      II

      Mariana está en su casa, un piso en el Barrio Norte. Fuma y mira la televisión sin verla. Suena el timbre. Ella abre la puerta sin precaución.

      —¿Usted? —dice, sin asombro.

      Al otro lado está Roselli, a quien reconoce del asalto a la casa y el secuestro de sus amigos.

      —¿Siempre abre la puerta así, sin mirar ni preguntar quién es? —averigua él.

      —¿Para qué? Si el que llama es un amigo, está bien. Y si no lo es, de nada sirve mirar.

      —Recíbame como a un amigo. Es lo mejor en este caso.

      —Como quiera. ¿Va a entrar?

      —Sí, gracias.

      Roselli entra. Como si la casa fuera suya. Se sienta en el mismo sillón que hasta hace un momento ha ocupado Mariana, coge el mando de la mesilla que tiene delante y apaga el televisor. Mariana se queda de pie.

      —Lo escucho —anuncia.

      —Unos amigos míos tienen a un pariente suyo y a una chica, yanqui o española, eso no está claro.

      —Lo sé. Se los llevó usted. Yo estaba ahí, ¿se acuerda?

      —¿Yo? Se equivoca, señora. Yo soy sólo un intermediario… Nunca me llevé a nadie de ninguna parte.

      —Si lo prefiere así, seguramente me equivoco. ¿Puedo hacer algo por ellos? No son parientes. En eso está mal informado.

      —Parientes o amigos, ¿qué más da? Creo que sí, que puede hacer algo por ellos. Me parece que esos chicos tuvieron suerte. Porque hay cosas que se hacen por dinero y cosas que se hacen por política. Las mismas cosas, según quién las haga. Y ellos están en manos de un hombre tan sensible al dinero como a la política. Hay mucha corrupción en este país…

      —No lo entiendo. Sea más claro, por favor.

      —Mire, la nena esa es de una familia bien, gente de dinero. Y, si esa gente está dispuesta a hacer un esfuerzo, tal vez sea posible obtener su libertad.

      —¿La de los dos? —pregunta Mariana.

      —¡Es tan asqueroso todo esto! —finge quejarse Roselli—. Estoy convencido de que no me equivoco si le digo que esa gente pedirá una plata por uno y otra plata por los dos. Los tres, porque ella está embarazada, ¿no?

      —Sí.

      —¿Puedo dejar el asunto en sus manos? ¿Tiene alguna forma de comunicarse con los parientes de esa muchacha?

      —Quizá. Tengo un número de teléfono. Lo intentaré.

      —Lo intentará. Sin duda, lo intentará. ¿Cuándo podrá decirme algo? Porque no se imagina lo rápido que pasan los días, y ellos… ¿cómo le diría? Las condiciones del encierro no son las mejores para una chica que espera…

      —Mañana.

      Roselli saca una tarjeta del bolsillo. Una tarjeta sin ningún nombre, sólo un número de teléfono. Se la tiende a Mariana.

      —Llámeme.

      —¿Por quién pregunto?

      —No pregunte. Atenderé yo.

      III

      Mariana, una vez sola, corre hacia la mesilla sobre la cual está el teléfono. Saca una agenda y un montón de papeles sueltos del cajón. Busca desesperadamente, sin encontrar nada. Va hacia la cómoda y hace lo mismo: lo deja todo como cae, igual que un ladrón. Revisa los armarios, la ropa, los bolsillos de cada prenda. ¿Qué llevaría puesto el día en que Betty le dio ese teléfono? Todavía hacía frío. Busca en los abrigos. Cada vez que descarta algo, lo deja en el suelo, sin ningún orden. Aparecen páginas sueltas de libretas, servilletas arrugadas de bares, envoltorios de azúcar, todos con notas, pero ninguno es. Finalmente, en el fondo de un bolso que hace mucho que no usa, lo encuentra.

      Se da cuenta de que se ha olvidado de fumar durante todo ese rato y, como las ideas ridículas son inevitables, piensa que esta podría ser la ocasión para dejarlo. Inmediatamente después se echa whisky en un vaso y enciende un cigarrillo. Con el vaso en una mano y el paquete de tabaco, el encendedor y el papel con el número en la otra, va hacia la cama y se sienta en el borde, delante del teléfono.

      Todavía no hay telediscado en Buenos Aires, de modo que pide la comunicación a la operadora. Llama a Madrid.

      IV

      El teléfono suena en una mansión madrileña, en un inmenso dormitorio, colmado de lujo clásico. Atiende una mujer muy mayor, muy cuidada y con escasas joyas, en silla de ruedas, con una expresión agria en el rostro que no se condice con la amabilidad con que responde la llamada.

      —Sí, sí —reconoce—. Soy la abuela de Betty.

      Al otro lado de la línea, se supone una disculpa.

      —No se preocupe, me levanto muy temprano —dice la anciana—. Sí, la escucho.

      El parlamento es largo. Imagino a Mariana buscando las palabras, tratando de resumir una situación que se resiste a la síntesis.

      No se ve el menor cambio, la menor alteración en la cara de la abuela. Escucha una proposición comercial como cualquier otra.

      —Comprendo. ¿Le han dicho cuánto? —había comprendido.

      Mariana niega.

      —Es lo mismo. Diga que sí, que me llamen. Yo lo arreglaré. Deme su número, por favor.

      Hay una libreta junto al teléfono. En ella apunta.

      —Está bien. Gracias.

      No quiere detalles, no le interesa saber quién es la mujer que la ha llamado: sabe que le ha dicho la verdad, que las cosas son así, que Betty está en problemas, cómo no, irresponsable, imbécil, si no tuviera tanto dinero.

      Marca un número.

      —El coronel Irigaray, por favor —pide—. Sí, gracias.

      Se entretiene haciendo dibujitos en la libreta.

      —José Antonio —reconoce—. Dime, ¿conocemos a alguien importante en Buenos Aires?

      Monosílabo afirmativo.

      —Ven a verme, pues. Es urgente, muy urgente. Ahora mismo.

      No da ocasión a más. Cuelga y hace otra llamada.

      —¿Ledesma? —nunca se le ocurriría llamarle Joaquín, a pesar de los años de trato—. Betty está en problemas. Le necesito a usted. Ahora. Venga a mi casa sin perder un minuto.

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