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Muerte en coslada. Daniel Carazo Sebastián
Читать онлайн.Название Muerte en coslada
Год выпуска 0
isbn 9788412354546
Автор произведения Daniel Carazo Sebastián
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Tras otra pausa desesperante, el conserje responde:
—Solo se relacionaba con el señor Gabicacogeaskoa, del tercero derecha.
—¡Perfecto! ¿Y podemos hablar con él?
—Tampoco está. Se fue también.
Leire empieza a alterarse con la actitud del portero. Martina se tiene que morder los labios para no intervenir y hacer que el hombrecillo sea más explícito; para relajarse, sale un momento a la calle y dispersa al grupo de gente que todavía está pendiente de ellas esperando que les den algo de entretenimiento.
—Entiendo —responde pacientemente la inspectora—. ¿Tiene usted la llave de su casa?
—Claro. De todas las viviendas.
—¿Y podemos entrar? Entienda que igual le ha pasado algo al señor Coscullela y necesita nuestra ayuda.
La pausa del hombre es más larga de lo habitual, finalmente contesta:
—¿Me enseña otra vez esa placa?
Cuando Paulino comprueba que efectivamente Leire es policía, y Martina también, se levanta y entra en un cuartucho —peor iluminado que la portería—, situado a la espalda de donde está sentado. Sale de él con un gran manojo de llaves y les indica que le sigan.
La extraña comitiva sube andando hasta el segundo piso, y una vez allí se paran delante de la vivienda izquierda. El conserje vuelve a dudar, pero finalmente escarba entre todas las llaves y abre la puerta, la empuja y se hace a un lado dejando bien claro que él no piensa entrar en la vivienda sin el permiso del propietario.
Leire y Martina se miran, dándose el beneplácito mutuamente para cometer lo que saben es una ilegalidad y, cuando comprueban que a ninguna de ellas les supone un problema, se deciden y acceden a la casa del muerto. El ambiente en el interior, cargado y con partículas de polvo en suspensión, evidencia una dilatada falta de ventilación. Nada más pasar al interior se ven directamente en el salón, que es de los que hacen también la función de recibidor. En él no aprecian nada especial; hay un sofá, un sillón —cuyas marcas de desgaste de la tapicería indican que es el preferido por quien vive allí—, un viejo televisor y una estantería llena de libros que cubre toda una pared. Avanzan por un oscuro pasillo y perciben la misma sensación de abandono en el resto de las estancias a las que entran, incluida la cocina y el pequeño cuarto de baño. Nada indica que por allí haya pasado alguien recientemente. La nevera incluso está desenchufada, lo que demuestra que Gabriel, antes de dejar la vivienda, sabía que iba a estar fuera el tiempo suficiente como para no dejar comida en la misma.
Las policías solo se detienen un poco más en el dormitorio principal, donde la cama está perfectamente hecha y el armario parcialmente vacío; es evidente que falta ropa, lo que les vuelve a dejar claro que, cuando Gabriel dejó la casa, lo hizo de manera voluntaria y preparado para estar un tiempo ausente.
—¿Todo bien ahí dentro?
La voz del conserje les hace ser conscientes de que la excusa para entrar a la vivienda era ver si estaba Gabriel o necesitaba ayuda, no registrarla. Leire vuelve rápida a la entrada mientras Martina aprovecha para hurgar en el dormitorio un poco más.
—Todo bien, Paulino, no se preocupe —tranquiliza al portero la inspectora—. El señor Coscullela no está aquí.
—Eso ya se lo he dicho yo antes —responde él mientras mira por detrás de Leire, buscando a Martina.
—Teníamos que asegurarnos. Nunca se sabe.
—Ya…
El conserje no se relaja hasta que aparece en su campo visual la subinspectora y salen las dos de la casa que él les ha abierto sin el permiso del propietario.
Sin mediar más palabras, el pequeño grupo vuelve a la portería y allí, tras una escueta despedida y agradecimiento, las investigadoras salen a la calle, donde ya nadie espera el espectáculo policial.
Capítulo 6
Juan y yo hemos llevado una vida muy parecida, casi en paralelo.
Por casualidad entramos, bastante jóvenes y al mismo tiempo, a la misma empresa a trabajar; eso hizo que, al tener que luchar y prosperar a la vez, nos uniéramos mucho, y la verdad es que nos fue bien. La juventud y la ambición nos hicieron progresar, quizá demasiado rápido; lo cual redobló nuestro esfuerzo para seguir ascendiendo en el escalafón directivo y nos llevó a pensar que todo iba a ser posible: el mundo estaba a nuestros pies.
En aquellos años éramos todo ganas y dedicación al trabajo; bueno, al trabajo y a disfrutar, antes de tiempo, de la vida a la que aspirábamos llegar con la madurez. El floreciente estatus social que nos permitía el salario que ganábamos en la multinacional, unido a la falta de responsabilidades o cargas familiares, hizo posible una vida de cierto desenfreno: jornadas laborales exhaustivas seguidas por noches con fiestas, alcohol y mujeres; todo ello acompañado de algún coqueteo con las drogas para poder soportar tal ritmo de vida. De todos modos, pronto se demostró que aquella situación no se podía prolongar mucho en el tiempo ni estaba hecha para nosotros.
En cuanto tuvimos la oportunidad, cansados de habitar en pensiones baratas, buscamos residencia fija en Madrid. Encontramos dos pisos, uno encima del otro, en el distrito madrileño de Retiro, al lado del pequeño pulmón urbano que en aquellos tiempos otorgaba clase a quien viviera en él. Sin pensarlo demasiado los adquirimos y con ello forjamos todavía más nuestra unión. Íbamos juntos a trabajar, comíamos juntos, incluso tomábamos las copas del after también juntos y, eso sí, dependiendo de los éxitos de cada uno, nos retirábamos nuevamente juntos o cada uno por su lado y con su propia compañía. Solo nos separábamos cuando la empresa nos imponía viajar, pero incluso en esos momentos, el que se quedaba en Madrid velaba por los intereses del que se ausentaba.
Si algún día uno de los dos tenía un problema, el otro le cubría sin dudarlo. Hoy por ti y mañana por mí. Éramos como dos mosqueteros.
Pero pasó el tiempo y, antes de que nos quisiéramos dar cuenta, los nuevos gabrieles y juanes que venían empujando por detrás nos colocaron donde nosotros habíamos puesto a nuestros antecesores: en el armario laboral de los costes salariales demasiado altos para un trabajo que podía hacer cualquier recién llegado con un máster bajo el brazo y por mucho menos dinero, deseoso de conseguir nuestro estilo de vida.
Juan y yo quedamos relegados a tareas cada vez más superfluas o incluso a la formación de nuestros propios depredadores; así, hasta que llegó la hora de bajarnos del tren laboral.
Abandonamos la empresa en contra de nuestra voluntad y, como no podía ser de otra manera, una vez más, juntos. Ante esa nueva situación vital fue la primera vez que mi amigo y yo reaccionamos de manera distinta.
A mí me supuso cierto descanso. Me sentía fatigado por la actividad defensiva de los últimos años y, el verme liberado de todo aquello, junto con una buena situación económica, me permitió vivir tranquilo e intentando disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Pero Juan siempre había sido más inseguro que yo o más inestable, no sé cómo definirlo. Tras el despido, ambos nos habíamos quedado en igualdad de condiciones, pero pronto entendí que él dependía demasiado de los demás; para él fue más importante el aislamiento social en el que desembocó tras el abandono de la empresa que su propio bienestar. Después de toda una vida que giraba alrededor del trabajo, al estar fuera de ese mundo se dio cuenta de que había perdido su forma de vida y, ante la elección de reinventarse o dejarse llevar por el hastío, eligió la segunda opción, que le hundió emocionalmente.
Nuestros amigos —Juan así los consideraba— se transformaron en conocidos; muchos continuaron con sus vidas y empezaron a formar familias, y con ello abandonaron la intensa actividad social que nos había unido hasta entonces. Quienes no lo hicieron tuvieron que adaptarse a las normas impuestas por las nuevas generaciones, asumiendo unas novedades y un estilo de vida que no estaba hecho para nosotros, y del cual nos quedamos fuera, ya que nunca invitaron a dos viejas glorias del