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En algún punto de la ruta entre Colombia y Miami, sobre el Mar Caribe, un pequeño y sofisticado avión vuela casi a ras del agua para evitar los radares. Repentinamente se desintegra en el aire, en una explosión que rompe un instante, como una bengala, la negrura de la noche. Tripulantes de una nave patrulla de la DEA recatan los restos y se les ordena guardar absoluta silencio al respecto. Se pone en marcha la compleja maquinaria de la organización y pronto aparece la identidad del infortunado piloto. Es «el Águila», hombre de confianza del jefe de los Cárteles de Medellín y Cali. Es esta la situación inicial de la novela Cazador de narcos. Operación Anaconda, sustentada en una sólida y apasionante trama que analiza las fases de un increíble operativo contra el narcotráfico. A manera de gran reportaje, personajes ficticios –o ficcionalizados– se mueven en el desmesurado mundo del narcotráfico, mostrando su cosmopolitismo y la ausencia absoluta de límites o fronteras geografías, políticas o éticas. El autor aparece así en el ámbito de las letras con una novela brillante y entretenida. No sólo por la hábil intriga, sino por la candente actualidad de su tema. Personajes verosímiles, rigurosa lógica en la acción y agilidad, son rasgos de esta novela que promete al lector una interesante experiencia.
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Alguna madrugada de pretéritos fantasmas desperté con la certeza de que estaba fragmentada. Rota. Yo había sido –y por demanda de mis actos– una mujer rota. Se me perdonarán los tiempos y los verbos lapidarios si aclaro que un fragmento de mí me observaba desde el tipeado y a los pies de aquella cama. Gritar fue un acto de audacia inasible como la voz de ella que fue mía; llorar fue, acaso, otro. Desde entonces y su cuerpo sobre el mío con el índice siniestro derramado sobre esta frente, fui lo que quiso decir enmascarada tras el aura insensata de un whisky doble y sin hielo: él no me amó, pero quizás nosotras tampoco lo quisimos en esta pieza tras pieza de la estructura imperfecta y fascinada, con el mismo ritmo y siempre a tiempo, que debe permanecer a flote para otros, sólo y siempre para otros, como esta falsa promesa de continuidad.
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Tres poetas, tres territorialidades. Enrique G. Gallegos, Pedro Goche, Francisco Naishtat. La territorialidad no es sólo la localización espacial del poeta. Si dice territorialidad y no territorio es para invocar lo lejano y lo cercano que acontece en el poema. ¿Qué unen tres lugares como Guadalajara, San Pedro y Buenos Aires? No son sus calles, sus plazas, sus historias. No es la dureza de su urbanización. Es el despliegue de una serie de imágenes y experiencias poéticas que se localizan, se expanden y se concentran en el poema. El poema irradia. Los poemas «[En las sombras la brasa de un cigarro]» de Goche y «Oda al cigarrillo suelto» de Naishtat, son la misma imagen poética que se desplaza de San Pedro a Buenos Aires; el mismo sinuoso humo blanco que intenta cifrar y descifrar dos territorialidades. Pero también la desterritorialización (Deleuze): la fuerza con la que el poeta se desprende de vivencias, existencias y recuerdos, para empoderarse en otras zonas, otras dimensiones, otras tragedias. El sedicioso devenido desganado burócrata de los poemas «Antisistémico» y «Malas cuentas» de Gallegos, después aparece en «la señora [vendedora] del Yakult» que ofrece yerbajos prodigiosos («Las ciudades enfermas») de Goche y en la tristeza el gato Félix que «tiñe la tarde de angustia» del poema «Haiku inexistencial por mi gato» de Naishtat. Poemas de tres escritores y tres ciudades: no la apacible relatoría de la ciudad, ni su aquietante rememoración que fue o devendrá. El poema como territorialización y desterritorialización: en la ironía de Gallegos, en la rememoración de Goche y en la inexistencia de Naishtat. Ironía, rememoración e inexistencia: tres poéticas que son una y tres territorialidades que fluyen rizomáticamente en la misma línea temporal. Para decirlo en otras palabras, flujos, reflujos y reenvíos. Es el guiño que hace Goche con su «paquetería» a dos emisarios (Gallegos/Naishtat) en dos ciudades de nuestra Latinoamérica. Un paquete a tres voces que al lector le toca cifrar.
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Manuel Benítez comparte con nosotros en este magnífico libro, Ascua de luna, sus pulsiones temáticas universales con el colorido visual que le otorga su doble vocación: la del pintor y la del escritor. Su lenguaje –tal como en su prosa y en sus lienzos– es plástico, vitalista y profundamente metafórico. Personificaciones y homofonías tales como: La vida no se apaga si la llama de Dios te llama. Nunca creí que la madera tuviera tanta fuerza/ tanta rabia contra el cielo. La úlcera del tiempo es paisaje inagotable. Bastó frotarlo y desatar la comezón del aire. Manuel Benítez es capaz de mostrarnos, tal es su magia poética, el sustantivo y el verbo con un solo vocablo, como cuando pronuncia: sal/ de/ la/ luz. Es capaz decorar el verso nocturno con un toque diurno hondamente femenino: Y si es verdad esta mirada tizne/ chorreando el ventanal, este verso noche/ este verso relámpago/ escurriendo/ manchando/ los cristales/ con el rímel/ de los días. Una personificación más: Cuando los llantos vencieron el dique de la noche/ abrieron tu escotilla para que respiraras un poco del callado cielo. O este magnífico verso: tu cuerpo quedó entonces varado sobre los atemporales hombros de Dios. Cabe recordar a estas alturas, que el modelo poético no es menos importante, de ahí que, por ejemplo, dé inicio a su cuadernillo de poemas con un epígrafe de Saint John Persé, que resulta sumamente pertinente para la ocasión, cito: «El lienzo del muro está enfrente para conjurar el círculo de tu sueño. Pero la imagen lanza su grito». Y también por lo mismo, los trazos enmarcados por las primeras letras del alfabeto tienen subtítulos que le son propios al quehacer pictórico: A Carboncillo, Boceto, Tintas, Óleo, Pigmento, Difuminado, Embarnizado, etcétera. El cuadernillo Ascua de luna comienza con la imagen de una mujer, musa, ángel o demonio, llamada Brenda, y termina con unas exequias para ella. El lenguaje en el transcurrir del poemario, aún con su carisma experimental a la manera de Apollinaire, es enormemente evocador, nostálgico, solemne y de extremaunción. Es triste y, en efecto, es como un ascua que nos quema y nos consume como los cirios hacen lo propio con el oxígeno. Brindemos por Brenda, quien quiera que sea, porque es capaz de provocar este canto de tristeza, dulzón, sereno, pero firme. Y nos da la oportunidad de conocer a un excelente poeta nayarita como lo es Manuel Benítez.
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Déjalo ser, déjalo ir. La vida es muy corta para decir que somos dueños de algo. La realidad terminará mostrando que nada podemos poseer, pero todo lo podemos recibir. Aferrarnos a las cosas materiales, las personas o incluso lo espiritual, es olvidar para qué hemos sido creados. Si un pájaro no vuela y solo quiere caminar en las cosas de la tierra, podrá hacerlo, pero vivirá una vida sin su satisfacción más profunda. Se enredará con cosas, situaciones o personas ordenándolas hacia la tierra cuando en realidad fue creado para el cielo. Vivirá triste, con miedo y preocupado. Porque no puede experimentar su propia realidad, la del amor que lo ha creado para volar. Tratará de aferrarse a lo que intenta manejar, competirá con otros que le quieren quitar lo suyo. A veces ganará, a veces perderá. Pero siempre estará ansioso y hasta angustiado. Porque aun conquistando lo que quiere, siempre tendrá miedo a perderlo. En este libro queremos volver a volar. Volver a nuestra verdad de ser creados para volar. Dios no nos creó para que vivamos con miedo, sino para que nos dejemos amar. Tal vez estuvimos viviendo sin amor. Tal vez, todavía no sabemos cómo Dios nos mira, y qué quiere darnos todo.
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La escritura de Orlando Espósito es, una vez más, cinematográfica, profunda, apasionada, brutal. En este nuevo libro suyo –y diría nuestro–, el autor abandona la novela negra, el género al que se había abocado hasta ahora, para incursionar en cuentos y relatos. Nos sitúa en un allí y entonces y en un aquí y ahora, y lo hace con tal maestría que será imposible no vivenciar en carne propia hechos, personajes, paisajes. Relato tras relato consigue desnudar –desanudar– el presente, y se vale de la ficción para entretejer en ella experiencias de vida con aquellas fuentes de la historia que cita escrupulosamente. Remontándonos en el tiempo y atravesando distancias nos urge al compromiso y la responsabilidad con la humanidad, con el otro que no es otro, con nosotros. Leer sin precaución.
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Una niña inmersa en la incognoscibilidad del misterio, cuya adolescencia extraordinaria absorbe un perfil épico, abocada íntegramente al rescate de los niños de la explotación laboral.
Hugo Ernesto Lencinas nacido en el año 1958 en la localidad de Alta Italia (La Pampa), es coleccionista de libros antiguos y desde su inicio como escritor, ha editado dos libros de género histórico: «Rastros de nuestra tierra» año 2009 y «El oro negro Argentino» año 2012. A su vez, ha participado en diferentes antologías poéticas de Hispanoamérica como: «Versos compartidos», «Alma y corazón en letras» año 2013, «Sueños y secretos» año 2014. Actualmente reside en la provincia de Río Negro.
Hugo Ernesto Lencinas nacido en el año 1958 en la localidad de Alta Italia (La Pampa), es coleccionista de libros antiguos y desde su inicio como escritor, ha editado dos libros de género histórico: «Rastros de nuestra tierra» año 2009 y «El oro negro Argentino» año 2012. A su vez, ha participado en diferentes antologías poéticas de Hispanoamérica como: «Versos compartidos», «Alma y corazón en letras» año 2013, «Sueños y secretos» año 2014. Actualmente reside en la provincia de Río Negro.