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En Más acá hay monstruos contamos muchas historias, historias que otros nos han contado desde hace cien años o más: los relatos de la sociedad contemporánea, de ahora mismo; la del miedo que padecen los individuos corrientes. Pero también mostramos una anormalidad, las desviaciones espantosas de ciertos entes, de ciertos seres. ¿Qué es un monstruo? Un ser, vivo o muerto, que nos atemoriza, que nos angustia. Un monstruo es una entidad que nos repele por su aspecto, por su comportamiento, por su alma, por su cuerpo. Menos mal que no existen, nos decimos para tranquilizarnos. Menos mal que son de otros tiempos más sombríos, nos decimos para aliviarnos. No, no. Más acá hay monstruos. En nuestra época, ahora, y en ese siglo XX que tan cerca nos queda. Habitan entre nosotros. Permanecen en sus despachos y en sus casas esperando la ocasión para infligir daño, para destruir. Mientras tanto, atienden los requerimientos de sus clientes o familiares. Pasean por los parques muy cerca de los niños, tomando nota de todo cuanto descubren; llevan y traen a los pasajeros en sus taxis, en los autobuses, en los aviones; defienden su país en tierras lejanas. Por eso son células durmientes, pero siempre vigilantes. Aguardan grave o levemente trastornados. Algunos parecen personas. ¿Personas? Incluso en ocasiones pasan por héroes, pero las bestias que llevan dentro corroen sus entrañas, pues ansían manifestarse. Dicen que más acá hay monstruos, fieras que quieren sorber nuestros fluidos y nuestra alma, que sueñan con despedazarnos, con aniquilarnos, con llevarnos al bosque, a esa espesura de la que nadie regresa, a esa ciudad en la que rigen el crimen y el anonimato.

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Asistir al nacimiento del rock, ir a los años cincuenta, es materialmente ilusorio, pero aproximarse virtualmente es posible. La América de 1950 o 1960 está desaparecida. Los restos que quedan de aquellas décadas (fotografías, vídeos, carteles, electrodomésticos, carátulas, portadas, etcétera) son numerosos y su examen nos permite hacernos una idea, conmovernos con lo vivido por los jóvenes de aquel tiempo.
En Young Americans. La cultura del rock (1951-1965) contamos una historia: los reclamos de una sociedad de consumo; la publicidad de un capitalismo doméstico. Pero también detallamos una rebeldía, la oposición de los jóvenes, el malestar de unos muchachos que hicieron del rock su afirmación. Estamos en la Norteamérica colorista y glamourosa de John F. Kennedy. Estamos en una sociedad que hace del derroche y de la juventud su gloria. ¿Por qué se oponen los adolescentes al bienestar material? Este ensayo es una aproximación a aquel mundo, no su exhumación. No obramos como eruditos y, por tanto, dejamos deliberadamente cosas sin tratar. Nos permitirán estos caprichos, ¿no?
En este libro mostramos y sugerimos, exponemos y revelamos: lo que fue portada tapó a la vez la discriminación, la pobreza, lo feo, lo viejo. Estados Unidos emprendía una carrera espacial que era al tiempo un torneo político, un certamen atómico. La televisión recreaba y multiplicaba las posibilidades de aquella sociedad. La música retenía y difundía. El rock no sólo era sexo. Era deseo, expectativa, mezcla y porvenir. Los jóvenes lo querían todo y lo esperaban todo. Únicamente faltaba su cumplimiento.

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