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filósofos, incorporado ya a la enseñanza de la Biblia; el ejemplo de los grandes personajes que le precedieron, que habían sufrido lo que él ahora sufría, que habían visto lo que él ahora comenzaba a ver, y habían dado el salto, encontrando así descanso y paz. Todas estas cosas fueron uniéndose así hasta mostrarle lo que debía hacer.

      Por otro lado, estaba la rendición, la ruptura con todas esas cosas, buenas y malas, que hasta entonces habían hecho más dulce su vida, o al menos tan dulce como le parecía posible esperar. No se sentía capaz de hacerlo. Se despreciaba a sí mismo por su vacilación, pero no podía avanzar. Despreciaba el mundo romano que ahora conocía tan bien, pero no podía abandonarlo. Además, para entonces ya estaba enfermo; no tenía un dominio completo de sí mismo. Pensó que un cambio bajo estas condiciones parecía imprudente; cuando estuviese bien de nuevo sería incapaz de perseverar. Volver a caer, después de haberse arrepentido, sólo serviría para hacer su segundo estado peor que el primero. No podía decidirse; incluso si lo hacía, le parecía imposible llevarlo a cabo a solas. Debía conseguir que alguien lo ayudara. No podía acudir a Ambrosio; había hecho bastante por él, y sin embargo hasta ahora no había dado resultado. Había un anciano llamado Simplicio, confesor de Ambrosio. En su desesperación, Agustín acudió a él.

      Simplicio lo acogió, y se entendieron bien; se valió de sus ideales, señalándole la nobleza de la verdad y del sacrificio. Le describió la imagen de san Antonio en el desierto y de sus seguidores, los ermitaños de Egipto, que en ese momento estaban en la boca de todos en la Roma cristiana. Ellos lo habían entregado todo; pero eran hombres sencillos, con poca educación.

      Un día, cuando Agustín pensó que estaba solo en su jardín, se echó debajo de un árbol, y sus lágrimas empaparon el suelo. «¿Cuánto tiempo?», exclamó. «¿Cuánto más tiempo durará esto? Siempre es mañana y mañana. ¿Por qué no va a ser esta la hora para poner fin a toda mi mezquindad?». Mientras hablaba, un niño pequeño en una casa cercana cantaba una especie de canción infantil, con el siguiente estribillo: «Toma y lee, toma y lee». Mecánicamente Agustín extendió su mano a un libro que había traído consigo. Eran las cartas de san Pablo. Lo tomó, lo abrió al azar, y leyó: «Revestíos del Señor Jesucristo, y no deis a la carne lugar para satisfacer sus concupiscencias» (Rom 13, 14).

      De repente se llenó de paz. Sabía que su decisión estaba tomada, y que tenía el poder de llevarla a cabo. Ya no había más dificultades. Se levantó, entró en la habitación de su madre, y allí, a sus pies renunció a su pasado para siempre. Pronto estuvo a los pies de Ambrosio; había estado perdido y ahora por fin se había encontrado a sí mismo. En aquel momento tenía sólo treinta y tres años. Celebra su victoria en el siguiente pasaje:

      Oh, Señor, soy tu siervo; soy tu siervo y el hijo de tu sierva. Has roto mis ataduras; te ofreceré el sacrificio de alabanza. Que mi corazón y mi lengua te alaben; sí, que digan todos mis huesos: Oh Señor, ¿quién como tú? Que ellos lo proclamen, y tú, a su vez, respóndeme, y di a mi alma: Yo soy tu salvación. ¿Quién soy yo, y qué soy yo? ¡Qué malas han sido mis obras, y si no mis obras, mis palabras, y si no mis palabras, mi voluntad! Pero Tú, oh, Señor, eres bueno y misericordioso, y tu diestra ha descendido a la oscuridad abismal de mi muerte, y desde el fondo de mi corazón ha vaciado su profunda corrupción. Ahora era una alegría separarme de lo que tanto había temido hacerlo. Porque los echaste de mí, y así fue tu don: ya no para querer lo que yo quería, sino para querer lo que tú querías. ¿Cómo fue que después de todos esos años, después de que se perdió en ese profundo y oscuro laberinto, mi libre albedrío fue llamado en un momento para someter mi cuello a tu yugo fácil, y mis hombros a tu carga ligera? ¡Oh Cristo Jesús, mi Consuelo y Redentor! Qué grato fue quedarme sin el dulzor de esas tonterías. Lo que temía apartar de mí era ahora un agrado apartarlo. Tú los arrojaste, y en su lugar los reemplazaste por Ti mismo, más dulce que todo deleite, aunque no de carne y hueso; más brillante que toda luz, pero más escondido que lo más profundo; más alto que todo honor, pero no para los que se encumbran con su presunción. Ahora mi alma está libre y mi lengua renovada Te habla libremente: eres mi luz, mis riquezas, mi salud, Señor mi Dios (Confesiones L IX, C 1).

      Para el propósito de este estudio, no necesitamos seguir a Agustín demasiado de cerca durante el resto de su carrera. Él todavía era, para el mundo a su alrededor, el brillante profesor de Milán; sólo unos pocos amigos sabían del cambio que había tenido lugar. Él continuaría con sus conferencias; no debería haber ningún escándalo. Pero su salud, nunca fuerte, había quedado debilitada con esta prueba; tomó la decisión de retirarse a la villa de un amigo en Cassicium, y se fue a vivir allí, por un tiempo.

      Fue un intervalo muy grato. Durante ese período de descanso, lo invadió el aprecio por la soledad, un anhelo que nunca perdió durante el resto de su vida activa. Seguía siendo Agustín, el medio pagano; el santo aún no había aparecido. El amor a las conversaciones intelectuales todavía le atraía, en ese ambiente que hacía más grata la vida; lo rodeaban las comodidades de la vida fácil, el placer de las amistades agradables, la atracción del entorno que sus ojos podían contemplar. Si bien dejó de lado sus conferencias en Milán, continuó sin embargo enseñando en su nueva casa; pero sus lecciones fueron extraídas de las cosas buenas que le rodeaban: la luz del cielo al amanecer, el ruido del agua en la fuente, el agradable calor del sol entibiando sus venas. Su naturaleza se fue depurando a través de todo esto, preparándose para las grandes cosas que estaban por venir.

      Para poder comenzar una nueva vida, decide dejar Milán y Roma y volver a su Tagaste natal. En el camino, su grupo se detuvo en Ostia. Allí tuvo lugar la memorable escena que compartió con su madre Mónica cuando, como nos cuenta, su conversación lo llevó a una visión de Dios que nunca había conocido antes. Allí también murió su madre, y la pérdida casi le destroza el corazón.

      Regresó a Cartago y de allí rápidamente se dirigió a Tagaste. Ahora podía comenzar en serio; y lo hizo como le pareció que otros habían hecho antes que él. Su herencia, ahora que su madre estaba muerta, la distribuyó a los pobres. En cuanto a sí mismo, convertiría su casa en un monasterio, y viviría con sus amigos una vida retirada de estudio y oración.

      Pero no fue posible. Ya era famoso en Tagaste; y llegó un día en que, como era costumbre en aquellos años, la gente pidió que fuera su sacerdote. Fue entonces ordenado. Como sacerdote, fue enviado a Hipona, y allí comenzó su nueva carrera. Vivió una vida monástica, pero su aprendizaje y su predicación, primero a su propio pueblo y luego en contra de los herejes que lo rodeaban, hicieron imposible que se escondiera; pronto se escuchó la petición de que se le hiciera obispo.

      El resto de la historia ya la conocemos: la derrota de los herejes donatistas, que entonces amenazaban con dominar el norte de África; la reconstrucción de la Iglesia en verdadera pobreza de espíritu, junto con el cuidado de los pobres, y lo que llamaríamos las clases trabajadoras; la administración de la justicia, que cayó sobre sus hombros; la incesante predicación y escritos, cuya cantidad nos asombra. Se nos dice que predicaba todos los días, a veces más de una vez; con bastante frecuencia, como las palabras de sus sermones indican, su audiencia lo hacía continuar hasta la hora de comer o de cenar. Pero lo que más nos interesa es el interior de su alma en medio de todas estas ocupaciones.

      Porque Agustín nunca iba a olvidar lo que había sido; nunca lo abandonó el temor de que, por algún descuido, volviera a ser el de antes. En el momento de su consagración como obispo se preguntaba con ansiedad si, con su pasado, y con las cicatrices de ese pasado en su interior, pudiera hacer frente a la carga. Podrían volver los recuerdos de su vida pasada, y despertar las pasiones; incluso en su vejez, le inquietó pensar que algún día pudieran fallar sus buenas intenciones. Decidió que para suprimir la tentación trabajaría sin cesar; no se permitiría ningún descanso. Cuando no predicaba ni ayudaba a otras almas, escribía; cuando no escribía, rezaba. Cuando la oración se le hacía más difícil por la fatiga propia de su edad, seguía rezando con una pluma en la mano; el único descanso que se permitía era leer, porque ese, confiesa, seguía siendo su mejor manera de descansar. Así mantuvo sometida su inclinación al pecado. Cuando miramos los volúmenes de sus obras, podemos pensar que uno de los motivos que las produjo fue esa determinación de someter su naturaleza inferior trabajando sin parar.

      Sin

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