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su corazón ya no creía en sus principios.

      Por entonces otro factor le complicó la vida. Agustín había mantenido su escuela abierta en Roma con alguna dificultad, no por falta de éxito, sino porque sus alumnos solían irse sin pagarle sus honorarios. De pura e inmerecida pobreza, parecía que tendría que volver al África.

      De repente se abrió en concurso una cátedra de profesor en Milán. Y Milán, por muchas razones, había llegado a significar más para Agustín que la propia Roma. Milán, no Roma, era ahora la ciudad del emperador y de su corte; Milán era el centro de la cultura y de la moda; sobre todo, era la sede de Ambrosio, y el nombre de Ambrosio siempre estaba en los labios de cualquier maestro de retórica. Agustín compitió por el puesto y, con la ayuda de varios amigos, lo obtuvo. Fue a Milán y buscó a Ambrosio, antes que nada para estudiarlo, y juzgar su calidad como maestro de humanidades, pero más adelante encontró en él un amigo. Para su propia sorpresa, en poco tiempo estaba volcando su ahora miserable alma en el oído del Obispo.

      Pero este cambio no ocurrió de golpe. Parecería que ese romano directo y llano, Ambrosio, aunque más erudito en muchos sentidos que Agustín, nunca entendió del todo al africano ansioso, melancólico, sensible, y sensual que, sin embargo, por aquel entonces estaba buscando un guía que lo encaminara hacia la verdad. Así los días se convirtieron en años. El joven y ambicioso retórico había encontrado finalmente un terreno sólido, y Milán le abrió su corazón. Se fijaron en él hombres importantes y gente adinerada, y lo invitaron a sus mansiones; Agustín comenzó a convencerse de que no podía desear nada mejor que ser como uno de ellos. Se establecería allí, contentándose con esa meta; se casaría y pasaría a ser respetable; decidió que se alejaría de la mujer a quien se había unido hasta entonces, y el resto le sería fácilmente perdonado.

      Dio un primer paso para cambiar, y fracasó; el final de una degradación no hizo sino abrirle el camino a otra. Se dijo a sí mismo que no podía evitar pecar: era parte de su naturaleza; su estilo de vida se había transformado en necesidad. Entonces, ¿para qué seguir preocupándose? Pero un día, cuando volvía a casa de un discurso triunfal pronunciado ante el emperador, ebrio con las alabanzas derramadas sobre él, un hombre intoxicado se cruzó por su camino, tambaleándose, saciado en su grosera complacencia. ¿Por qué no podía él vivir como ese hombre? No, claro está, de un modo tan brutal; pero había un cierto tipo de embriaguez que le convenía, que le dejaba vivir parte del día sin necesidad de reflexionar.

      Sin embargo, todo este cuestionamiento era indicio de que se había despertado en él una nueva inquietud, y no conseguía eliminarla. Escuchaba a Ambrosio cuando predicaba, aparentemente con el fin de estudiarlo como retórico; y, sin embargo, salía de allí olvidando su retórica, y con una flecha ardiente en el corazón. Entendió cada vez más claramente lo que debía hacer, lo que significaba esta nueva visión de sí mismo; lo vio claro..., pero llevarlo a cabo era otra cosa. Asistía a la liturgia de la Iglesia; observaba a la gente a su alrededor, tan felices con sus oraciones; anhelaba incluso hasta las lágrimas poder ser como uno de ellos. Sin embargo, no se decidía a pagar el precio necesario. Es posible leer la historia de su conflicto en este momento. Él mismo lo describe:

      Oh Dios mío, déjame con un corazón agradecido recordar y declarar tus misericordias conmigo. Que mis huesos se sumerjan en tu amor, y que griten: ¿Quién hay como tú, Señor? Tú has roto mis ataduras; yo te ofreceré el sacrificio de acción de gracias. Yo abiertamente declararé cómo las has roto; y todos los que te adoran, cuando escuchen mi historia, dirán Bendito el Señor, en el cielo y en la tierra; grande y glorioso es su nombre. El enemigo mantuvo cautiva mi voluntad; por eso me mantuvo encadenado y atado. Porque de una voluntad impetuosa había surgido la lujuria; y la lujuria mimada se había convertido en costumbre; y la costumbre consentida en necesidad. Estos eran los eslabones de la cadena; esta era la esclavitud en la que estaba atado, y esa nueva voluntad que ya había nacido en mí, libremente para servirte, totalmente para disfrutar de ti, oh Dios, el único verdadero gozo, no era todavía capaz de subyugar mi anterior voluntad, endurecida por años de insensatez. Así también mis dos voluntades, una nueva, la otra vieja, una espiritual, la otra carnal, luchaban dentro de mí, y su enfrentamiento destrozaba mi alma (cfr. Confesiones L VIII, 5, 10).

      La verdad iba penetrando más y más en su interior, pero Agustín no se decidía a actuar. Plantea estas dudas en una serie de pasajes suyos, que están entre los más dramáticos que haya escrito. Escuchemos algunos de ellos:

      Me has mostrado por todos lados que lo que dijiste era verdad, y por la verdad fui condenado. No tenía nada que responder excepto esas palabras aburridas y tristes: “Ahora no”. Pero mi “dentro de poco”, o “déjame solo por un tiempo”, no llegaba a ninguna conclusión, y mi “poco tiempo” duró mucho. ¡Qué palabras no usé contra mí mismo! Con flagelos de condenación azoté mi alma, para forzarla a seguirme en mi esfuerzo por ir tras de ti.

      Sin embargo, retrocedió; se negó a seguir, sin una palabra de excusa. Sus argumentos fueron refutados, su autodefensa se agotó. No le quedaba más que una muda incertidumbre; temía, como a la misma muerte, que se curase esa enfermedad de malos hábitos por la que se consumía hasta su fin.

      Así yací, enfermo del alma y atormentado, reprendiéndome más vehementemente que nunca, rodando y retorciéndome en mi esclavitud, anhelando que fuera completamente rota la cadena que aún me retenía, pero aun así me atrapaba firmemente. Y Tú, oh Señor, me hostigaste por dentro con tu exigente misericordia; multiplicaste los latigazos del temor y de la vergüenza, no fuera yo a ceder otra vez, y no fuera yo a fallar en cortar este último eslabón de la cadena, que así recobrara su fuerza y me atara todavía más. Me dije interiormente: Hagámoslo de una vez, hagámoslo ahora mismo; y al decirlo casi lo consigo. Casi lo hice, pero no lo hice. A pesar de todo esto, volví a mi posición anterior; me quedé donde estaba y me di un respiro. Una vez más lo intenté, y quería tener éxito, y esta vez estuve algo más cerca, a punto de alcanzar el objetivo de mi anhelo; sin embargo, no me acerqué a él, ni lo toqué, ni me aferré a él. Aún retrocedía; no estaba dispuesto a morir a la muerte para vivir a la vida. Estas bagatelas de bagatelas, estas vanidades de vanidades, mis fascinaciones de siempre, todavía me retenían. Ellas se aferraban a la ropa de mi carne, y murmuraron cariñosamente: ¿Nos desechaste? ¿Desde este momento ya no estaremos contigo nunca más? ¿A partir de este momento este deleite o aquel ya jamás te será permitido?... Llegó el momento en que apenas los oía. Por ahora no aparecían abiertamente, no me contradecían; en lugar de eso se pararon, por así decirlo, a mis espaldas, y murmuraron su lamento, y tiraron furtivamente de mi manto, y me rogaron, mientras me ponía de pie para irme, que mirara hacia atrás una vez más. Así me retenían sus grilletes, y me resistí a librarme de ellos, para poder romper mis ataduras y avanzar hacia donde me llamaban. En el último momento algún mal hábito me susurraba al oído: ¿crees que puedes vivir sin estas cosas? (Confesiones L VIII, 11, 25-27).

      Pero finalmente le llegó la libertad. Mónica, su madre, seguía rezando por él; hacía tiempo que había venido a Milán para estar cerca de su hijo. Había compartido sus éxitos con él, e incluso se había unido a las felicitaciones; pero la mayor parte de su tiempo lo había pasado en la iglesia, tanto que había llamado la atención del obispo Ambrosio. Un día, al cruzarse con Agustín, lo felicitó por tener una madre así. Esa palabra aparentemente casual fue el comienzo del último acto del drama. Agustín se sentía halagado con esta merecida alabanza; se alegraba por su madre y por sí mismo, y su amor empezó a adquirir un nuevo ardor. ¡Cosas tan menudas pueden producir tan grandes resultados!

      Y mientras tanto, el mismo Agustín, aunque continuamente derrotado, no abandonó la lucha. Si no podía todavía enfrentar la decisión más radical, al menos podía hacer algo en esa dirección. Uno a uno, fue separando los grilletes: primero la esclavitud que le obliga a vivir en pecado; luego la de su falsa filosofía. A continuación, dejó de ser incluso oficialmente maniqueo. Por último, dejó de lado su oficio de orador municipal. Como una prueba del proceso de purificación que entonces ya había sufrido, nos dice que lo avergonzaban las mentiras que tenía que decir para embellecer su lenguaje.

      Por fin llegó la gracia final, y Agustín la acogió. «Estaba cansado de devorar el tiempo y de ser devorado por él», escribe; debía decidirse

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