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      -¡Yo! ¡El Corsario Negro! Oh! ¡Nunca, hija mía!… Sin embargo, gracias por tu consejo. Te lo agradeceré siempre ¿Como te llamas?

      -Yara; os lo he dicho.

      -No olvidaré nunca ese nombre.

      Le hizo un gesto de adiós; y bajó la escalera seguido de Carmaux y Van Stiller y precedido por Moko.

      Llegados al corredor, se detuvieron un momento para amartillar los mosquetes y pistolas, y Moko abrió resueltamente la puerta.

      -¡Que Dios os proteja, señor! -gritó Yara, que se había quedado arriba.

      -¡Gracias, buena niña! -repuso el Corsario lanzándose a la calle.

      -¡Despacio, capitán! -dijo Carmaux deteniéndole-. ¡Veo sombras junto al ángulo de aquella casa!

      El Corsario se había detenido.

      La oscuridad era tal, que a treinta pasos no se distinguía una persona.

      Sin embargo, el Corsario había visto las sombras señaladas por Carmaux. Era imposible saber cuántos eran; no obstante, no debían de ser pocos.

      -Nos esperaban -murmuró el Corsario-. ¡Hombres del mar, adelante! ¡Daremos la batalla!

      Se había arrollado el tabardo sobre el brazo izquierdo, y con la diestra mano empuñaba la espada, arma terrible en sus manos.

      Habían recorrido unos diez pasos, cuando cayeron sobre ellos dos hombres armados de espada y pistola.

      Se habían ocultado en un portal, y viendo aparecer al formidable Corsario se lanzaron sobre él, acaso con la esperanza de cogerle por sorpresa.

      El caballero no era hombre dispuesto a dejarse coger así. Con un salto de tigre evitó las dos estocadas, y cargó a su vez, haciendo silbar la espada.

      -¡Tomad! -gritó.

      Con un golpe bien dirigido derribó en tierra a uno, y saltando por encima de él se precipitó sobre el segundo, que viéndose solo, huyó a todo correr.

      Mientras el Corsario se desembarazaba de aquellos dos, Carmaux, Van Stiller y Moko se habían lanzado contra un grupo que había desembocado por una calle próxima.

      -¡Dejadlos ir! -gritó el Corsario.

      En lugar de detenerse, se lanzaron tras los fugitivos gritando: -¡Mata! ¡Mata!

      En aquel momento un destacamento desembocaba por otra callejuela. Estaba compuesto por cinco hombres, tres armados de espadas y dos de mosquetes.

      Viendo al Corsario Negro solo, lanzaron un grito de alegría y se precipitaron sobre él gritando: -¡Ríndete, o eres muerto!

      El señor de Ventimiglia miró en torno suyo, y no pudo contener una sorda imprecación.

      Sus tres filibusteros, llevados por su ardor, y creyendo, sin duda, facilitar el camino a su capitán, habían continuado su carrera persiguiendo a los fugitivos.

      -¡Incautos! -murmuró el Corsario-. ¡Heme aquí en buen aprieto!

      Se apoyó contra el muro para no ser rodeado, y empuñó una de sus pistolas, gritando con toda la fuerza de sus pulmones: -¡A mí, filibusteros!

      Su voz fue sofocada por un disparo. Uno de los cinco hombres había hecho fuego, mientras los otros desenvainaban la espada.

      La bala se aplastó contra el muro, a pocas pulgadas de la cabeza del Corsario.

      -¡Truenos! -murmuró éste.

      Apuntó la pistola, y disparó a su vez. Uno de los dos mosqueteros, herido en pleno pecho, cayó sin lanzar ni un grito.

      Tiró el arma descargada y empuñó la segunda. El otro mosquetero le apuntaba.

      Rápido como un rayo, el Corsario hizo fuego, pero la pólvora no ardió.

      -¡Maldición! -exclamó.

      -¡Ríndete! -gritaron los cuatro españoles.

      -¡Ésta es mi respuesta! -contestó el Corsario.

      Se separó del muro y de un salto cayó sobre ellos, dando estocadas a diestro y siniestro.

      El segundo mosquetero cayó. Los otros cargaron sobre el Corsario cerrándole el paso.

      -¡A mí, filibusteros! -volvió a gritar el caballero.

      Le contestaron algunos disparos. Parecía como si al final de la calle sus hombres hubieran empeñado un desesperado combate, porque se oían gritos, blasfemias, gemidos y chocar de aceros.

      -¡Tratemos de deshacernos de estos sayones! -murmuró el Corsario-. Por ahora, nadie ha de venir a ayudarme.

      Para evitar que le rodearan fue retrocediendo hasta apoyarse de nuevo en el muro.

      Habían reconocido en su adversario al formidable surcador de los mares que se hacía llamar el Corsario Negro, y por eso redoblaban su ahínco.

      Después de dar unos quince pasos, el Corsario sintió tras sí un obstáculo. Alargando la mano izquierda, notó que se hallaba ante una puerta.

      -¡Si no se abre, confío en hacer frente a estos bribones! murmuró.

      En aquel momento oyó en lo alto un grito de mujer.

      -¡Colima! … ¡Le matan!…

      -¡La joven india! -exclamó el Corsario, sin dejar de defenderse-¡Magnífico! ¡Puedo confiar en alguna ayuda!

      Éste, sin embargo, no desmayaba. Habilísimo tirador, paraba las estocadas con rapidez. Una vez recibió una estocada en el costado derecho, con dirección al corazón. Aunque la detuvo con el brazo izquierdo, no pudo evitar que la espada penetrara en sus carnes.

      -¡Ah, perro! -aulló, atacando con más rabia.

      Antes de que su contrario hubiera podido desembarazar su espada de los pliegues del tabardo, le descargó un golpe desesperado.

      La hoja hirió al adversario en plena garganta cortándole la carótida.

      -¡Tres! -gritó el Corsario parando una estocada.

      -¡Toma ésta! -dijo uno de los dos que restaban.

      El Corsario dio un salto lanzando un grito de dolor.

      -¡Tocado! -dijo.

      -¡Ánimo, Juan! -gritó el que le había herido-. ¡Otra estocada, y es nuestro!

      -¡Todavía no! -gritó el Corsario-. ¡Tomad!

      Con dos terribles tajos derribó uno tras otro a sus dos adversarios; pero casi a la par se sintió sin fuerzas, mientras sus ojos se cubrían con un velo de sangre.

      -¡Carmaux!… ¡Van Stiller!.. . ¡Ayuda!… Murmuró con voz desfallecida.

      Se llevó una mano al pecho, y la retiró bañada en sangre.

      Retrocedió hasta la puerta, contra la cual se apoyó. La cabeza le daba vueltas, sentía sordo zumbido en los oídos.

      -¡Carmaux!… -murmuró por última vez.

      Le pareció oír pasos precipitados, después, la voz de sus fieles corsarios, y, por fin, abrirse una puerta. Vio confusamente una sombra delante de él, y le pareció que unos brazos le cogían. Luego… ya no vio nada.

      Cuando volvió en sí no se encontraba en la calle donde había librado tan sangriento combate. Estaba tendido en un cómodo lecho adornado con cortinas de seda azul bordadas de oro, y blanquísimas sábanas adornadas con ricas puntillas. Un rostro gentil estaba inclinado sobre él, acechando sus más pequeños movimientos. Lo reconoció enseguida.

      -¡Yara! -exclamó.

      La joven india se enderezó rápidamente. Los grandes y dulces ojos de aquella criatura estaban aún húmedos de llanto.

      -¿Qué haces aquí, muchacha? -le preguntó

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