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ignoro; pero supongo que debe de ser muy grave el motivo para decidiros a tamaña imprudencia. No debéis de ignorar, caballero, que por estas costas está en crucero la escuadra de Veracruz.

      -Lo sé -repuso el Corsario.

      -Y que aquí hay una guarnición, no muy numerosa, pero superior a vuestra tripulación.

      -También lo sabía.

      -¿Y habéis osado venir aquí casi solo?

      Una desdeñosa sonrisa plegó los labios del Corsario.

      -¡No tengo miedo! -dijo con fiereza.

      -Nadie puede dudar del valor del Corsario Negro -dijo D. Pablo de Ribeira-. Os escucho.

      El Corsario permaneció algunos instantes silencioso, y luego dijo con voz alterada: -Me han dicho que vos sabéis algo de Honorata Wan Guld.

      En aquella voz había algo desgarrador: parecía un sollozo ahogado.

      El viejo permaneció mudo y mirando con ojos asustados al Corsario.

      Entre ambos hubo unos momentos de angustioso silencio. Parecía que ninguno de los dos quería romperlo.

      -¡Hablad! -dijo por fin el Corsario-. ¿Es cierto que un pescador del mar Caribe os ha dicho haber visto una chalupa llevada por las aguas y tripulada por una mujer joven?

      -Sí -contestó el viejo con voz que parecía un soplo.

      -¿Dónde se hallaba esa chalupa? -Muy lejos de las costas de Venezuela.

      ¿En qué sitio?

      -Al sur de la costa de Cuba, a cincuenta o sesenta millas del cabo de San Antonio, en el canal de Yucatán.

      -¡A tanta distancia de Venezuela! ¿Cuándo encontraron la chalupa?

      -.Dos días después de la partida de las naves filibusteras de las playas de Maracaibo.

      ¿Y estaba aún viva?

      -Sí, caballero.

      -¿Y aquel miserable no la recogió?

      -La tormenta arreciaba, y su nave ya no podía resistir el embate de las aguas.

      Un grito de desconsuelo salió de los labios del Corsario.

      -¡Vos la habéis matado! -dijo el señor de Ribeira con voz grave-. ¡Qué tremenda venganza habéis cometido, caballero! ¡Dios os castigará!

      Oyendo aquellas palabras, el Corsario Negro levantó vivamente la cabeza.

      ¡Dios me castigará! -exclamó con voz estridente-. Yo maté a aquella mujer a quien tanto amaba; ¿mas de quién fue la culpa? ¿Acaso ignoráis las infamias cometidas por el Duque, vuestro señor? Uno de mis hermanos duerme allá… bajo el Escalda; los otros dos reposan el báratro del mar Caribe. ¿Sabéis quién los mató? ¡El padre de la mujer a quien yo amaba!

      El viejo guardaba silencio y permanecía con los ojos fijos en el Corsario.

      -¡Yo había jurado odio eterno a aquel hombre, que había matado a mis hermanos en la flor de su edad, que había hecho traición a la amistad y a la bandera de su patria adoptiva, y que por oro había vendido su alma y su nobleza, mancillando infamemente su blasón, y he querido mantener mi palabra!

      -¿Condenando a muerte a una joven que no podía haceros ningún mal?

      -La noche en que abandoné a las aguas el cadáver del Corsario Rojo, había jurado exterminar a toda su familia, como él había destruido la mía, y no podía faltar a mi palabra. Si no lo hubiera hecho, mis hermanos habrán salido del fondo del mar para maldecirme. ¡Y el traidor vive todavía! -repuso con ira tras una pausa-. ¡El asesino no ha muerto, y mis hermanos me piden venganza! ¡La tendrán!

      -¡Los muertos nada pueden pedir!

      -Os engañáis. Cuando el mar riela, y yo veo al Corsario Rojo y al Verde surgir de los abismos del mar, y huir ante la proa de mi Rayo; y cuando el viento silba entre el cordaje de mi nave, oigo la voz de mi hermano muerto en tierras de Flandes. ¿Me comprendéis?

      -¡Locuras!

      -¡No! -gritó el Corsario-. Hasta mis hombres han visto muchas noches aparecer entre la espuma los esqueletos del Corsario Rojo y del Verde, que todavía me piden venganza. Decidme: ¿dónde está Wan Guld?

      -¿Aún pensáis en él? -exclamó el Intendente-. ¿No os basta con su hija?

      -¡No! Ya os he dicho que mis hermanos todavía no están satisfechos.

      -El Duque está muy lejos.

      -¡Hasta el Infierno iría a buscarle el Corsario Negro!

      -Id, pues a buscarle.

      -¿Dónde?

      -No sé a punto fijo dónde está. Se dice que en México.

      -¿Se dice? ¿Vos que sois su intendente, el administrador de sus bienes, lo ignoráis? ¡No seré yo quien lo crea!

      -Sin embargo, no sé dónde se halla.

      -¡Me lo diréis! -gritó con voz terrible el Corsario-. ¡La vida de ese hombre me es necesaria!

      -¡No hablaré!

      -Sin embargo, no ignoráis las infamias cometidas por vuestro señor.

      -He oído narrar muchas cosas respecto del Duque; pero ¿debo creerlas?

      -¡D. Pablo de Ribeira! -dijo el Corsario con tono solemne-. ¡Soy un gentilhombre!

      -Hablad, pues, señor de Roccabruna.

      El Corsario iba a abrir los labios, cuando se levantó, acercándose rápidamente a la ventana.

      -¿Qué tenéis? -le preguntó D. Pablo con estupor.

      El caballero no contestó. Inclinado hacia afuera, escuchaba atentamente.

      -La tormenta estaba en todo su apogeo.

      -¿Habéis oído? -preguntó el Corsario con voz alterada.

      -Nada, señor -repuso inquieto el anciano.

      -Diríase que el viento trae hasta aquí los gritos de mis hermanos.

      -¡Siniestra locura, caballero!

      - ¡No! ¡No es locura! ¡Las ondas del mar Caribe entonan a estas horas los salmos del Corsario Rojo y del Verde, víctimas de vuestro señor!

      El viejo palideció y miró con espanto al Corsario.

      -¿Habéis terminado, caballero? -dijo-. ¡Acabaréis por hacer que también yo vea a los muertos!

      El Corsario se sentó de nuevo junto a la mesa. Parecía no haber oído las palabras del español.

      -Éramos cuatro hermanos -empezó a decir con voz triste y lenta-. Pocos eran tan valientes como los señores de Roccabruna, Valpenta y Ventimiglia, y pocos tan devotos del duque de Saboya como lo éramos nosotros.

      “La guerra había estallado en Flandes, Francia y Saboya combatían con extremo furor contra el duque de Alba por la libertad de los generosos flamencos. El duque Wan Guld, vuestro señor, separado del grueso del ejército francosaboyano, se había atrincherado en una roca situada en una de las bocas del Escalda. Nosotros, fieles guardianes de la gloriosa bandera del heroico duque Amadeo II, estábamos con él. Tres mil españoles con poderosa artillería habían rodeado la roca, decididos a expugnarla. Asaltos desesperados, minas, bombardas, escalos nocturnos; todo lo habían intentado, y siempre en vano: el estandarte de Saboya nunca se había arriado. Los señores de Roccabruna defendían la fortaleza, y antes se hubieran dejado hacer pedazos que entregarla. Una noche un traidor comprado por el oro español abrió la poterna al enemigo. El primogénito de Roccabruna se lanzó a detener el paso a los invasores, y cayó asesinado por un pistoletazo disparado a traición. ¿Sabéis cómo se llamaba el hombre que vilmente hizo traición a sus tropas y dio muerte a mi hermano? ¡Era el duque Wan Guld; era vuestro señor!

      -¡Caballero!

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