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hijos que Beatrice se había esforzado tanto por darle; diez meses de vida marital en el interior de los muros de palacio, diez meses de espera y de esperanza, y luego la terrible e inevitable sensación de fracaso.

      Dante sacó las piernas por un lado de la cama, provocando que la sábana arrugada que tenía en la cintura descendiera peligrosamente unos centímetros más.

      Luchando contra el dormido instinto de protección que Beatrice despertaba en él, Dante se encogió de hombros, pero lo cierto era que de quien debía protegerse era de él.

      –Lo siento.

      Ella lo escudriñó con la mirada, pero Dante tenía una expresión imposible de captar.

      –¿Qué es lo que sientes? –se dijo que si sentía lo de la noche anterior le daría un puñetazo–. ¿Casarte conmigo? Yo sabía lo que estaba haciendo –afirmó. No le gustaba que le asignaran el papel de víctima.

      –Y ahora sigues adelante con tu vida. Sin él.

      –Eso resultaría más fácil si no estuvieras sentado en mi cama.

      –Tengo que estar en París mañana. Retrasaron la reunión, y…

      –¿Y pensaste «voy a complicarle la vida un poco más?» –en su tono había más cansancio que reproche.

      –Yo no me invité solito a tu cama, Beatrice.

      Ella se sonrojó. ¿De verdad le parecía necesario decirlo en voz alta?

      –Lo siento. No te estoy culpando. Me lo has puesto muy fácil para que me fuera.

      –Entonces, ¿has traído papeles?

      –Sí, hay papeles, pero… a la prensa le encanta…

      Beatrice se puso tensa al ver de pronto dónde conducía todo aquello. Y Dante no la miraba a los ojos. Pálida, pero contenida, lo atajó:

      –Felicidades.

      Él frunció el ceño con gesto perplejo.

      –¿Por qué?

      –Estás prometido.

      Sus acelerados pensamientos unieron rápidamente los puntos, pasando de la teoría a los hechos en su cabeza en cuestión de segundos. Sería algo oficial. Dante no habría ido hasta allí para decirle en persona que tenía una amante. Eso lo daba por hecho. Un hombre tan sensual como él no estaba hecho para el celibato.

      Dante dejó escapar finalmente un silbido entre los dientes apretados.

      –Sería un poco pronto para prometerme. Ni siquiera estoy divorciado aún.

      Ella volvió a agitar las pestañas.

      –Ah, yo solo…

      –Solo has dado por hecho algo, como siempre, con la premisa científica de que si algo es una auténtica locura, entonces es verdad.

      –Era una suposición completamente razonable –protestó ella, odiando sentirse tan aliviada–. Volverás a casarte algún día –añadió–. Tienes que hacerlo.

      A Dante se le formó un nudo en el estómago porque así era. Beatrice había utilizado las palabras «tienes que hacerlo». La gente que tenía alrededor, su familia, los cortesanos, lo llamaban deber. Cada palabra que pronunciaba, cada acto que llevaba a cabo, era observado y juzgado.

      La conclusión era que su vida ya no le pertenecía. Cuando abrió la boca para responder, Dante se dio cuenta de la hipocresía que suponía que ocupara una posición moral superior.

      –Entonces, ¿crees que me acostaría contigo estando prometido?

      –Sí –afirmó ella sin vacilar. La culpa que sentía se la guardaba para sí misma, porque sabía que nada habría impedido que se acostara con Dante la noche anterior–. Solo habrías continuado con la tradición familiar –le espetó.

      Los labios de Dante se curvaron en una sonrisa al recordar lo sorprendida que se había mostrado cuando supo que tanto su padre como su madre tenían amantes que en ocasiones se quedaban a dormir.

      –¿Quieres sentarte? No voy a saltar encima de ti.

      –No –Beatrice reculó todavía un poco más hacia la esquina.

      No era él quien le preocupaba: estaban los dos desnudos, y sentarse era un primer paso para tumbarse. Abrió los ojos de par en par cuando le vino a la cabeza otra posible y seguramente más probable explicación a su presencia allí.

      –¿Es por el divorcio? –preguntó tragando saliva–. ¿Hay algún problema?

      –No, no es por el divorcio. Es por el abuelo.

      ¿Reynard? Beatrice dejó de plisar la tela que sostenía sobre los senos y sonrió. El anciano rey, que tras sufrir un ataque había renunciado al trono en favor de su hijo, el padre de Dante, era una de las pocas personas de palacio con las que Beatrice se sentía relajada.

      Conocido por su lengua ácida y un ingenio que no dejaba títere con cabeza, la hacía reír, aunque no fue consciente hasta más tarde del privilegio que suponía que se hubiera ofrecido a enseñarle a jugar al ajedrez.

      Seguían jugando por internet.

      –Uno de estos días le voy a ganar.

      Dante curvó los labios en una media sonrisa.

      –Si lo haces será de verdad, porque nunca te dejaría ganar.

      –Eso espero… ¿y cómo está? –había visto lo suficiente en el rostro de Dante como para entrar en pánico. No fue su expresión lo que la asustó, sino la ausencia de ella–. Oh, Dios mío, ¿no está… no ha…?

      –No, no… está bien –la tranquilizó él–. Pero ha sufrido otro ataque.

      –¡Oh, Dios, no!

      –Tranquila. Los médicos le administraron la medicación a tiempo, así que parece que no hay daño permanente. Al menos no más del que ya había.

      Beatrice dejó escapar un suspiro de alivio, pero todavía se sentía temblorosa y triste, porque algún día el peor escenario sería real, y un mundo sin aquel carácter irascible sería un lugar peor.

      –Hemos sido discretos, pero resultará inevitable que la noticia se filtre pronto, y ya sabes cómo les gustan los dramas. Quería que tú conocieras los hechos, no una ficción exagerada.

      –¿Por qué no me dijiste simplemente que esa es la razón por la que has venido?

      Los ojos de Dante se clavaron en los suyos, y Beatrice sintió que todo el cuerpo se le sonrojaba.

      –De acuerdo –se apresuró a decir antes de que él pudiera señalar que no habían hablado mucho la noche anterior–. Podías haber mandado un mensaje… o llamarme. No ha sido muy amable por tu parte venir aquí. Para mí no ha sido fácil…

      Dante apretó las mandíbulas.

      –¿Y crees que para mí sí?

      –Muy bien. Pues digamos que lo de anoche fue una despedida –tenía que ser así, no podía hacer aquello más de una vez–. Dale recuerdos a Reynard de mi parte. Ojalá pudiera verlo.

      –Puedes verlo.

      Beatrice soltó una carcajada amarga.

      –¿Volver a San Macizo? Supongo que estás de broma.

      –¿Tan desgraciada fuiste allí?

      Ella mantuvo una expresión neutra.

      –Fui irrelevante allí.

      La única función que podría haberla convertido en alguien aceptable era producir bebés, y no lo había conseguido. Mes tras mes de expectativas, y luego… Dante debió sentirse aliviado cuando Beatrice le anunció que no iba a continuar.

      Ya era suficiente. Beatrice levantó la cabeza

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