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pero volvió a sentarse. Una oleada de pánico le atravesó el cuerpo.

      Lo miró con ojos todavía más grandes. Las oscuras ojeras hacían que pareciera un animal atrapado, pensó Dante.

      –Estás embarazada de nuestro hijo, el heredero al trono. Eso lo cambia todo.

      –Tal vez él… o ella no deseen eso –afirmó Beatrice llevándose la mano al vientre en gesto inconsciente.

      –¿No debería ser él o ella quien lo decida? ¿Vas a intentar robarle su herencia, su derecho de nacimiento?

      –Ni a ti ni a Carl os hizo muy felices –le espetó Beatrice.

      –Nosotros no tenemos por qué repetir los errores de mis padres.

      Ella se llevó una mano temblorosa a la cabeza.

      –Tiene que haber otra manera. No puedo volver a lo de antes –sacudió la cabeza–. No dejaré que me manipulen ni me controlen.

      Dante la estaba mirando con una expresión extraña.

      –¿Fue así como te sentiste?

      Su asombro parecía auténtico.

      –Así es como era.

      –No será así cuando vuelvas. Habrá cambios.

      Beatrice no tenía fuerzas para disimular su escepticismo extremo ni aunque hubiera querido hacerlo.

      –¿Qué cambios?

      –Al diablo con las encuestas de opinión. Voy a anteponer a mi familia. Esto no se trata de tener un heredero. Se trata de ser padre –hasta aquel momento no había apreciado las enormes diferencias entre ambas cosas–. Haremos que funcione.

      –Por el bien del bebé.

      Dante no dijo nada. La férrea determinación de sus ojos brillantes lo dijo todo cuando le tomó la barbilla entre los dedos.

      –No puedes criar a este niño sola…

      Beatrice tuvo que hacer un esfuerzo para no apoyar la mejilla en su palma.

      –La gente lo hace todos los días, algunas personas por elección y otras porque no tienen alternativa.

      –Pero tú si tienes alternativa –la atajó con suavidad–. Hemos tenido una separación de prueba. ¿Por qué no un matrimonio de prueba?

      –¿Otra forma de decir que sería una farsa? Ya he estado ahí –murmuró ella con cansancio.

      El estrés emocional y físico de los últimos días, y tal vez las hormonas del embarazo estaban haciéndose notar, y su lucha se veía reemplazada por un peligroso fatalismo.

      Tal vez Dante notara que sus defensas caían, porque se inclinó hacia ella con el rostro a la misma altura que el suyo, la miró a los ojos y Beatrice se sintió culpable por haber dudado de su sinceridad. No había nada falso en las emociones que transmitía.

      Cuando pensó en ello más tarde, se dio cuenta de que fue la emoción de su rostro, la preocupación y la responsabilidad lo que la llevaron a dejar de luchar contra lo inevitable.

      Beatrice alzó la barbilla.

      –Las cosas tendrán que cambiar… si vuelvo –se apresuró a añadir.

      –Te prometo que nadie intentará controlarte.

      –Quiero ser algo más que un accesorio decorativo. Quiero que se me trate como a una igual, no con condescendencia. Ah –dejó caer un poco la cabeza mientras lo miraba a través del velo de sus oscuras pestañas–. No quiero que se lo cuentes a nadie hasta que esté de tres meses y las cosas sean más… seguras.

      –¿Y a mis padres?

      Beatrice soltó una breve carcajada que dejó sus ojos azules sombríos.

      –A tus padres menos.

      No se veía capaz de soportar su falta de sinceridad. Ellos querían un bebé de sangre real, y durante un breve espacio de tiempo la tratarían muy bien, pero sabía que pronto estarían planeando a sus espaldas cómo separarla del niño.

      ¿Era una paranoica por pensar así? Bueno, mejor eso que una ingenua.

      –No les caigo bien, nunca les he caído bien… y me da igual, porque ellos a mí tampoco.

      Dante asintió tras un instante.

      –Esta espera, el secretismo… ¿te dijo el médico si algo no iba bien, si hay algún problema potencial con el embarazo?

      –No, es solo que todavía es pronto, y si llegara a pasar algo, como antes… –Beatrice sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y apartó la vista. Tragó saliva como si estuviera intentando contener sus miedos–. No quiero que nadie más lo sepa. Me da igual lo que les digas, solo…

      Dante le acarició la mejilla antes de ponerse de pie y dar un paso atrás. Sintió una poderosa oleada de protección.

      –No va a pasar nada.

      –No puedes decir eso –murmuró ella mirándolo con ojos vidriosos–. Porque hay gente que le pasa una y otra vez y… no creo que pudiera soportarlo.

      Se le quebró la voz cuando tragó saliva, y una enorme lágrima le resbaló por la mejilla. Sintió la mano de Dante en la nuca, y sin pensar en lo que hacía, Beatrice apoyó la cabeza en su pecho.

      Dante le depositó un beso en la coronilla y una oleada de protección lo atravesó mientras le acariciaba el pelo.

      Los sollozos fueron disminuyendo, pero ella se permitió unos minutos más allí, disfrutando de la solidez de su pecho y la fuerza de sus brazos. Finalmente exhaló un profundo suspiro y se apartó.

      –Gracias –dijo en un susurro.

      Dante sintió una punzada de algo a lo que no supo ponerle nombre cuando se levantó de la posición arrodillada en la que había terminado al lado del sofá.

      –No hay de qué.

      –Debo estar horrible.

      –Espantosa –corrigió él, y Beatrice sonrió–. Y pronto te pondrás tan gorda que ni siquiera te verás los pies.

      «¿Y aun así me querrás?».

      Aquellas palabras se le quedaron en la cabeza, porque tampoco la quería ahora.

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