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desarrollar un interés propio en la constitucionalización del poder estatal. De adoptar el modelo de constitución en el sentido hasta ahora descrito, el príncipe hubiera debilitado la justificación de su existencia como gobernante legitimado originariamente e independiente del consenso social, y hubiese tenido que contentarse con ser un órgano dentro de un Estado independiente a él. Por esta razón aparece problemático conferir carácter constitucional a las autolimitaciones principescas para ejercer poder político, tal y como fueron introducidas en los proyectos de codificación iusprivatista austriaco y prusiano bajo la influencia de la Ilustración en el último tercio del siglo XVIII9. No obstante, tales autolimitaciones tuvieron en común con las constituciones posteriores la función de limitar al poder. Aunque ciertamente carecían de las tres características propias de la constitución moderna. En efecto, dichas autolimitaciones ni tenían un carácter legitimador del ejercicio del poder político ni se referían de forma alguna al derecho estatal interno (derechos de soberanía y la relación entre Estado y nación), sino que sólo se referían a la relación entre el poder del Estado y los derechos individuales10, e incluso en este sentido, estas autolimitaciones no obligaban al gobernante a renunciar a su posición jurídica de rango superior. Ellas estaban en el mismo nivel que el derecho común, y podían, por tanto, ser modificadas en cualquier momento por el monarca mediante su poder de legislación11. Leopoldo II, quien, en su calidad de Gran Duque de la Toscana, quería emitir una constitución formal por iniciativa propia, representa una iniciativa aislada en el mundo principesco de ese entonces12. En su breve reinado en el trono de los Habsburgo, después de la muerte de José II en 1790, no insistió en estos planes.

      Tampoco podía asumirse que los estamentos privilegiados, clero y nobleza, tuviesen interés en contar con una constitución en sentido moderno. Sin embargo, ellos estaban interesados en una limitación al poder monárquico y en tener participación en las decisiones políticas. Aunque este deseo no desafiaba el derecho originario del monarca a ejercer poder político ni buscaba la inclusión de la totalidad de la población. Esto se refleja especialmente en los debates producidos en el contexto de la convocatoria a los Estados Generales (États généraux) que tuvieron lugar en Francia desde 1787[13]. Los estamentos privilegiados buscaban con ello retornar, luego del absolutismo, a las viejas formas dualistas de estamento-monarquía, sin avanzar en absoluto hacia una representación integral de la nación, en la cual la relevancia de los estamentos privilegiados se diluiría o, al menos, se mediatizaría como consecuencia de la constitución moderna. Por tanto, el clero y la nobleza, como estamentos, no estaban del lado de la constitución moderna, aunque ello no excluye el apoyo de miembros individuales de estos estamentos o la predisposición de algunos príncipes de dotar a su poder de bases constitucionales.

      El tercer estamento social quedó como único portador de la idea de constitución. Sin embargo, también en este caso es necesaria una diferenciación. El tercer estamento sólo tenía en común su exclusión de los privilegios que correspondían a los otros estamentos privilegiados, pero no formaba un grupo homogéneo14 y, en consecuencia, tenía distintos grados de afinidad con la constitución. Por un lado, carecía de un interés objetivo en generar cambios fundamentales en el sistema, por otro lado, carecía de una conciencia subjetiva capaz de provocar un cambio en el sistema y de sacar provecho de él. La primera de estas carencias se aplica en gran medida a la vieja burguesía tradicional. Sus miembros mejor posicionados no buscaban la eliminación de privilegios, sino acceder al disfrute de ellos, y a menudo lo lograban al acceder a la nobleza. Pero incluso el amplio estrato de los artesanos y comerciantes urbanos no presionó, en su gran mayoría, por el cambio, sino que más bien obtenían seguridad a partir del orden corporativo y de la organización gremial del comercio, mientras que la libertad y la igualdad se percibían como una amenaza antes que como un progreso. La segunda de estas carencias se aplica principalmente al campesinado, que, puede presumirse, tenía un interés genuino en la eliminación de las cargas feudales, pero no contaban con aquel grado de libertad, educación y ocio, que les hubiese permitido defender y organizar un concepto basado en nuevas estructuras para el ejercicio del poder político. Esto era aún más cierto en el caso de las capas sociales que vivían constantemente al borde de la precariedad existencial y carecían de toda perspectiva de mejorar su situación. En ellos, y en los campesinos, probablemente se hubiese podido encontrar apoyo a los cambios, si se les hubiese pedido, pero dicho apoyo no hubiese sido en interés propio o por iniciativa propia.

      Queda entonces aquella parte de la burguesía, surgida a partir de las necesidades económicas y administrativas del Estado absoluto y que generalmente se agrupaba bajo el concepto de burguesía educada-propietaria. Esta burguesía formaba parte del tercer estamento, sin embargo, rompió con la división estamental y plantó la semilla de la disolución del orden basado en la tradición. El requisito objetivo para su rol protagónico en el surgimiento de la constitución fue la creciente importancia de los servicios que ellos prestaban para el desarrollo de la sociedad ante la simultánea pérdida de importancia de las funciones sociales desempeñadas por el clero y la nobleza. Desde un punto de vista subjetivo, la conciencia de su propia importancia, basada en la propiedad y la educación, así como la autopercepción sobre la creciente disparidad entre la importancia social y la posición jurídico-política desempeñaron un papel decisivo.

      Diversos indicios sugieren que este cambio de autopercepción se remonta hasta mediados del siglo XVIII. En un primer momento, esta nueva burguesía estaba orientada principalmente a la cultura, generando salones literarios, sociedades de lectura, revistas, conciertos, exposiciones e incluso arte independiente separado de los servicios cortesanos y eclesiásticos. Con ayuda de estos elementos satisfizo su necesidad de autoafirmación, creación de identidad y comprensión de su rol social. De esta manera, surgieron foros que desafiaron el monopolio que el Estado tenía sobre la esfera pública y que por primera vez constituyeron un público en el sentido de ser una activa parte razonante de la sociedad15. Sin embargo, este reflexionar pronto se trasladó desde la aparentemente desinteresada esfera del arte y la filosofía hacia las relaciones sociales y produjo una creciente masa literaria en la que el paternalismo intelectual y los vínculos feudales-corporativos fueron objeto de una crítica basada en puntos de vista filosóficos y económicos16. Al final, la crítica condujo a la exigencia de autonomía para los procesos culturales y económicos, lo cual implicó separar estas funciones sociales del control político, trasladándolas a la decisión individual voluntaria.

      Sin embargo, con el fin de abordar la pregunta sobre el surgimiento de la constitución, es esclarecedor notar que el postulado de la autonomía no se encontraba asociado desde un inicio al llamado a un cambio en las condiciones en que se ejercía el poder. Por el contrario, dicha cuestión era un tema que se encontraba entre las condiciones que oponían los estamentos privilegiados, en especial el monarca absoluto, en contra de todas las exigencias de reforma, previsibles como consecuencia de la implementación de dichas reformas, que afectasen sus prerrogativas y su base económica. Esto también es aplicable a los fisiócratas, a los enciclopedistas, a los volterianos y a los kantianos. Entre tanto, las reformas sociales exigidas no podían dejar intacta la posición política del monarca, ello debido a que la autonomía de los subsistemas sociales y la libertad de decisión individual implican que el Estado renuncie a su pretensión de control total.

      La filosofía social también llegó a esta conclusión en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando dio un nuevo contenido al contrato social que inicialmente había justificado el “poder ilimitado del Estado”17. Ya no era necesario –como sí lo fue durante las guerras civiles de religión– renunciar a numerosos derechos naturales en favor del Estado con el fin de que este pudiese garantizar efectivamente las condiciones elementales de la coexistencia pacífica: la indemnidad física y la vida. La situación consolidada del Estado absoluto desarrollado, el cual había resuelto las guerras civiles confesionales y restaurado la paz social, permitió más bien que los derechos naturales de los individuos deviniesen en una cuestión estatal y que el Estado se convirtiese en su protector; de esta manera, sólo quedaba por ceder el derecho a hacer valer por la fuerza los derechos propios de cada persona. Con ello, los derechos naturales, que en los primeros tiempos de la teoría contractualista sólo se describían en términos muy generales como libertad y propiedad o vida y cuerpo, se desarrollaban ahora en catálogos cada

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