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la selección del personal, independientemente de si se trata de un área dentro del Estado o si se trata de un área externa controlada por él. Al asumir el rol de estructura de entrada al aparato estatal, preceden la estructura interna de éste y la relativizan. Por detrás de los poderes del Estado siempre aparece la figura de los partidos políticos. Sin embargo, incluso a pesar de que esto pueda ir en contra de la intención original, no puede considerarse simplemente erróneo. Por el contrario, precisamente debido a su función de mediación democráticamente indispensable, los partidos no pueden verse vinculados por la división sistémica entre Estado y sociedad. Por tanto, hasta cierto punto, escapan a la constitución que fue creada para reflejar esta división.

      Esto no debe llevar a pensar que la constitución ha claudicado ante los partidos políticos. Sin embargo, en muchos aspectos ella sólo puede plantear de manera indirecta o matizada su pretensión de regular el ejercicio del poder público. Aunque la garantía del ejercicio libre del cargo no impide la presión de la facción partidaria dentro del parlamento, asegura una posición temporalmente inexpugnable para aquellos parlamentarios que no quieren someterse a dicha presión, creando así las condiciones para la pluralidad interna de los partidos y el debate. La formación de la voluntad legislativa dentro de los partidos políticos tampoco puede liberarse completamente de los procesos previstos constitucionalmente. En efecto, dado que el resultado de este proceso de formación de voluntad legislativa dentro de los partidos políticos debe pasar luego por el proceso parlamentario para poder llegar a ser vinculante para todos, la consulta entre partidos tiene que ver con este proceso. La discusión interna del partido no puede llevarse a cabo sin tener en cuenta las potenciales críticas de la oposición y la reacción de la opinión pública. Debe anticiparse a ellos para que los oponentes y el público estén virtualmente presentes, por así decirlo. Posteriormente los derechos de las minorías incluidos en la constitución compensarán, por lo menos parcialmente, la falta de predisposición al autocontrol de la mayoría.

      Dado que la constitución no puede impedir que se produzca una ruptura del sistema de separación de poderes a nivel personal, la línea de defensa se traslada al nivel funcional. A ese nivel es posible, mediante medios constitucionales, elaborar condiciones marco que coadyuven a garantizar que, independientemente del predominio partidario al momento de elegir al personal, los funcionarios elegidos no sitúen la lealtad a sus partidos por encima de la lógica de las respectivas áreas en donde ejercen sus funciones. La constitución hace esto principalmente mediante el aseguramiento de una administración pública neutra, la vinculación de la administración a la ley y la independencia judicial. Todo esto hace que la penetración de la política partidaria a nivel de los titulares de cargos públicos y el aprovechamiento de las cadenas de mando estatales con fines partidarios sean ilegales70. De este modo, la constitución confiere una posición jurídica sólida a quienes deseen actuar correctamente en su función resistiéndose a cualquier presión. El mantenimiento de la distancia respecto de los partidos políticos no depende de un esfuerzo moral especial del individuo, sino que está garantizado institucionalmente en el sistema.

      La división entre la esfera estatal y la esfera privada, que es intrínseca al constitucionalismo, se ve socavada aún más por el hecho de que el Estado dependa cada vez más de la cooperación de los actores particulares para el cumplimiento de sus tareas de bienestar71. Las tareas de estructurar el orden y asegurar el futuro se niegan en gran medida a someterse a los medios estatales de mandato y coerción. En ciertos casos el uso de medios imperativos es fácticamente imposible, dado que los objetos de regulación no están sujetos una regulación específica. Así, por ejemplo, los resultados de investigaciones, el crecimiento económico o los cambios de mentalidad no se dejan controlar mediante mandatos u órdenes. Ciertamente en algunos casos esto es incluso jurídicamente inadmisible debido a que los derechos fundamentales garantizan el libre albedrío o la discrecionalidad de los actores sociales. Disposiciones estatales que exijan realizar inversiones económicas, órdenes dirigidas a la contratación de trabajadores o mandatos que obliguen a consumir determinados productos o servicios son acciones que no estarían protegidas por la constitución. En algunos casos esto sería posible y admisible, pero no sería oportuno, y ello se debe a que el Estado carece de la información necesaria para elaborar programas eficaces de control imperativo o a que los costos para implementar un derecho imperativo son muy elevados.

      Por ello, desde hace mucho tiempo el Estado despliega en estas áreas únicamente medios indirectos de motivación, generalmente económicos, tales como incentivos y disuasiones, que tienen por objeto alentar a los destinatarios de su control a tener voluntariamente en cuenta las exigencias de bienestar público establecidas por el Estado. Sin embargo, el Estado abandona con ello su posición de ente ejecutor del poder político en interés del bien común, y pasa a ocupar un lugar en el nivel de los actores privados. En este sentido, el Estado hace que la realización de los fines públicos dependa de la aquiescencia privada. Esto da a los actores privados una posición de veto frente al Estado, hecho que aumenta considerablemente sus posibilidades de hacer valer sus propios intereses frente a los intereses del bien común. Sin embargo, por regla general, la posición de veto no se expresa como una denegación, sino en la voluntad de cooperación, que el Estado debe, por supuesto, recompensar, motu proprio, mediante adaptaciones en su programa de control.

      El Estado ha respondido a esta nueva situación estableciendo sistemas de negociación que concilian los intereses públicos y los privados. En estos casos, a veces, el proceso de formación de la voluntad estatal referido a las necesidades del bien común es seguido por una etapa de negociación con quienes generan precisamente los problemas. Tales negociaciones abordan la cuestión de sobre hasta qué punto se puede lograr el objetivo de bienestar sin incrementar excesivamente la necesidad de dinero o de consenso. Sin embargo, a veces el Estado se limita a definir un problema que requiere una solución en interés del bienestar general, pero deja la solución a la negociación. Estas conducen o bien a acuerdos entre el Estado y los actores privados sobre el contenido de la regulación o bien a que el Estado renuncie a regular una determinada área a cambio de compromisos de buen comportamiento por parte de la contraparte privada72. La ley actúa entonces sólo como un medio de amenaza cuyo objeto consiste en exigir mayores concesiones a los privados. La ventaja para el sector privado reside en unas condiciones más benignas; el sector estatal, por su parte, o bien obtiene información fiscal relevante o bien ahorra en costos de implementación.

      Aunque los acuerdos de este tipo siguen siendo informales, sólo pueden lograr el efecto deseado si ambas partes se sienten efectivamente vinculadas por tales acuerdos. Debido a este tipo de vinculación no se puede entender este proceso recurriendo a categorías basadas en la influencia, sino mediante categorías basadas en la participación. Sin embargo, esto socava estándares de racionalidad esenciales, que han sido implementados por la constitución en aras de la legitimidad en el ejercicio del poder político73. Por un lado, existen privados que ya no se limitan a la condición general de ciudadanos electores, participantes en el debate público, o representantes de sus propios intereses, sino que participan por sí mismos en el proceso de formación de la voluntad estatal, sin por ello encontrarse incluidos en el contexto de legitimación y responsabilidad democrática –el cual sí que es vinculante para todo titular del poder público–. Por otro lado, las propias instancias de toma de decisión previstas por la constitución pierden relevancia en la medida en que el Estado opta por sistemas de negociación.

      Las repercusiones afectan en primer lugar a las instancias de creación legislativa, es decir, al parlamento. En efecto, el parlamento no participa en las negociaciones. Estas siempre son efectuadas, en el lado del Estado, por el gobierno. Si de las negociaciones surge un proyecto de ley, la aprobación de tal resultado depende exclusivamente de la decisión parlamentaria. Sin embargo, el parlamento se encuentra en una situación de ratificación que es similar a aquella prevista para decidir sobre la aprobación de tratados internacionales, es decir, sólo puede aceptar o rechazar el resultado de las negociaciones, mas no rediseñarlo. A diferencia del caso de los tratados internacionales, en las negociaciones el ámbito de discrecionalidad del parlamento se limita sólo a lo fáctico, no a lo jurídico. Sin embargo, la limitación no surte efectos menos perentorios, dado que cualquier otra intervención modificadora podría poner en peligro el resultado general de la negociación. Si en las negociaciones

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