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de la constante discusión política aquellos principios que sirven de base para la coexistencia social y el ejercicio del poder político, principios que están basados en un amplio “consenso intervinculante” existente entre todos los participantes. Dichos principios sirven a la vez de referencia y de límite, en tanto establezcan reglas procedimentales para el flujo ordenado del ámbito dejado al debate político. En la medida en que la constitución mantenga y simbolice una reserva de elementos compartidos, en la cual partidarios de diferentes convicciones y representantes de diferentes intereses puedan reconocerse, ella expresará la identidad del sistema político y contribuirá con la integración de la sociedad41. Esto es particularmente relevante para aquellas sociedades en las cuales la protección constitucional de la libertad individual debilita el poder integrador de otras instituciones sociales estructuradoras.

      En términos jurídicos más técnicos, la constitución realiza su función al erigir grandes obstáculos a cualquier modificación de los principios y de las reglas básicas que contiene y no tanto al proceso de toma de decisión política. De esta manera, ella disocia la modificación de los principios y procesos que rigen decisiones políticas en curso, de las decisiones políticas en sí mismas. Esta separación crea discursos y horizontes de tiempo diferentes para ambas, lo cual conlleva numerosas ventajas. El debate político se civiliza debido a que las controversias pueden llevarse a cabo en el marco de un consenso básico común a las partes antagonistas. Esto implica renunciar a la violencia en la política. La minoría no tiene que temer por su existencia y puede seguir persiguiendo sus objetivos. Al mismo tiempo, la política actual se ve liberada de la búsqueda constante de nuevos principios y de la elección de procedimientos, lo cual la sobrecargaría teniendo en cuenta la presión permanente a la que se ve sometida con el fin de tomar decisiones sobre cuestiones de urgente resolución. El contenido de la constitución ya no es un mero tema, sino la premisa de las decisiones políticas.

      Por último, la constitución organiza el proceso político de forma cronológica. Los principios que aseguran identidad tienen una perspectiva de validez a largo plazo. Se puede confiar más en su estabilidad que en las decisiones políticas en curso. Esto facilita la adaptación, a corto plazo, a situaciones y necesidades cambiantes. Tales situaciones y necesidades encuentran apoyo en principios con validez a largo plazo, los cuales disminuyen potenciales desilusiones sobre ellos. De esta manera, la constitución asegura una continuidad cambiante. Estas ventajas del constitucionalismo se derivan de la diferenciación estratificada entre los principios en que se basan las decisiones políticas y las decisiones políticas en sí mismas. La constitución es un orden fundamental precisamente debido a esta razón. En efecto, no existen estándares vinculantes que regulen esta diferenciación. Sin embargo, si las constituciones estuviesen formuladas de forma que eliminasen esta diferenciación, su función se vería amenazada42.

      Además, la constitución también presenta las mismas limitaciones a las que el derecho está generalmente sometido. La constitución, en tanto orden jurídico fundamental del Estado, no es una descripción, sino que es el epítome de normas que el sistema político debe respetar. Ella no representa la realidad social, sino que más bien plantea exigencias a dicha realidad. Por tanto, la constitución toma distancia de la realidad y a partir de esto obtiene la capacidad de servir como estándar para el comportamiento y la valoración de la política. De ahí que ella no pueda ser extinguida mediante una decisión única sobre la naturaleza y la forma de la unidad política –o mediante un proceso continuo– sin que con ello pierda su función. Por el contrario, en tanto norma, ella es independiente a la decisión por la cual obtuvo validez política a la vez que proporciona una base para el proceso que ella presupone43.

      Por otra parte, la constitución, en tanto epítome de las normas jurídicas, no se basta por sí sola. Si bien ella está diseñada para ser concretada, ella no es capaz, por sí sola, de garantizar su concreción. El éxito de la constitución en concretar sus aspiraciones normativas en el tiempo, y en qué medida lo hace, depende ampliamente de acciones extrajurídicas. El lugar donde han de buscarse estas acciones es el ámbito de la constitución empírica o fáctica. Este ámbito no puede ser reemplazado por la constitución jurídica. Ambos ámbitos, legal y empírico, no se mantienen en paralelo y sin relación alguna; por el contrario, ellos interactúan. La constitución jurídica es influida por la constitución empírica no sólo al momento de su promulgación, sino también durante su aplicación. A su vez, la constitución jurídica también actúa sobre la constitución empírica. Ahí donde el proceso político abandona la vía constitucionalmente preestablecida, la constitución empírica usualmente surge por detrás de la constitución jurídica como la causante de la falla. Esto es a lo que Lassalle se refería cuando denominó “verdadera constitución” a las relaciones sociales de poder44.

      Sin embargo, si tal interacción tiene éxito, el proceso político se desarrollará conforme a los parámetros de la constitución jurídica. Esto no equivale a decir que las relaciones sociales de poder que codeterminan la constitución empírica permanezcan limitadas o neutralizadas. Cada constitución jurídica se ve enfrentada a todo tipo de relaciones de poder. Constituciones que, mediante la libertad individual, otorgan autonomía a los subsistemas sociales y no excluyen a la economía ni a los medios de comunicación, etc., incluso que explícitamente permiten su formación. La constitución jurídica, sin embargo, impide al poder social ser implementado directamente como derecho aplicable o como cualquier otro tipo de decisión colectivamente vinculante. Por el contrario, el poder social debe someterse a un proceso en el que se apliquen ciertas reglas formuladas bajo la premisa de que tales reglas conducen a resultados aceptables para la comunidad. Las constituciones originarias de Francia y de los Estados Unidos representan ejemplos tanto del éxito como del fracaso de esta afirmación.

       II. EL DESARROLLO DE LA CONSTITUCIÓN

       A. LA PROPAGACIÓN DEL CONSTITUCIONALISMO

      Como demuestra esta reconstrucción, basada en los países que dieron origen al constitucionalismo, la constitución moderna no fue un producto histórico azaroso. Esto no quiere decir que su surgimiento era inevitable, sino que su surgimiento no hubiese sido posible en otras circunstancias. Este surgimiento estuvo conectado a una concatenación de distintos prerrequisitos que no existieron en todas las épocas ni en todos los lugares. Ciertamente, dado que dichos prerrequisitos no se presentaron siempre en el pasado, no hay garantía de que ellos se mantengan en el futuro. En el curso del cambio social, ellos pueden cambiar o desaparecer. El efecto que esto tenga sobre la idea de constitución depende de si estos prerrequisitos fueron determinantes sólo para el surgimiento de la constitución o si también son determinantes para preservar su existencia. El fin de la idea de constitución se produciría sólo si los prerrequisitos claves para su existencia decayesen. En caso de que tales prerrequisitos desapareciesen y que a pesar de esto la constitución sobreviviese, ella sólo representaría una forma obsoleta desposeída de su significado original o devendría en un término empleado para denominar algo diferente.

      Por el momento, sin embargo, la constitución representa un éxito histórico. Incluso a pesar de que los prerrequisitos y condiciones que propiciaron su aparición en los Estados Unidos de América y Francia a finales del siglo XVIII no existían en todas partes, ella provocó agitaciones en el resto de Europa y dio lugar a un extendido movimiento constitucional. La constitución fue el gran tema del siglo XIX. Las altas expectativas que le fueron adosadas provocaron que muchas personas estuviesen dispuestas a poner en riesgo sus profesiones, sus propiedades, su libertad, e incluso sus vidas por ella. El siglo XIX puede ser llamado “el siglo de las luchas constitucionales”. Fueron las revoluciones las que determinaron su periodización. Múltiples olas revolucionarias remecieron numerosos países europeos al mismo tiempo; sólo algunos pocos países, sobre todo Gran Bretaña, permanecieron completamente fuera de las gestas constitucionales. Cuando el largo siglo XIX llegó a su fin con la Primera Guerra Mundial, el constitucionalismo se había abierto camino prácticamente en toda Europa, así como en muchas partes del mundo sujetas

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