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acaso el mayor poder de este sistema que causa tanto dolor para tantos, un dolor que no puede sentirse como dolor, ni como ira, ni como indignación, porque esta civilización nos ha hecho insensibles, ha deteriorado el contagio empático, ha hecho que la potencia de actuar ante la destrucción se debilite. Cultivar la sensibilidad de forma común, implica ir en otra vía: que nos enseñemos a ser tocados por la emoción de otros cuerpos, que volvamos a recobrar la confianza en nuestros sentidos, que irrumpamos en el lenguaje, y lo llenemos de tierra, que abramos nuestra percepción sensible adormecida por los artefactos de la civilización industrial, y que despertemos nuestros afectos a través del contacto con los diversos modos de vida.

      En este trabajo no pretendemos hacer una revisión de los importantísimos aportes de ética ambiental que se han escrito por muchos pensadores en diferentes partes del mundo, entre los cuales sobresalen figuras como Aldo Leopold, Baird Callicott, Ricardo Rozzi, Holmes Rolston, Anna Peterson, Bryan Norton, Stephen Gardiner o Leonardo Boff. Tampoco pretendemos plantear debates axiológicos, deontológicos o teleológicos de la ética formal. Este más bien es un intento de pensar desde otras coordenadas, otras referencias, otros lugares de enunciación, que pongan la afectividad como el marco referencial para pensar sensible y estéticamente este cementerio de cuerpos y almas creado por esta civilización desbocada.

      El libro se divide en cinco capítulos. El primero de ellos plantea una propuesta teórica para pensar “lo ambiental” desde lo que denominamos como epistemo-estesis: una forma de conocimiento desde la piel, el contacto y los sentidos, en clara alusión a la pensadora Patricia Noguera. Partimos con un breve recuento de una clásica discusión de la epistemología ambiental sobre los monismos y dualismos ontológicos, para dar pie luego a nuestra propuesta epistemo-estética. En particular, problematizamos algunos abordajes teóricos que cuestionan de forma atinada las dicotomías cartesianas, pero que, a nuestro entender, continúan planteando el problema ambiental desde dos órdenes: el de la cultura y el de la naturaleza, lo humano y lo no-humano. Creemos que es posible abrir una vía media que abandone toda dualidad cartesiana y platónica, evite borrar las diferencias, tenga muy en claro las especificidades del orden simbólico humano, como lo hacen estas epistemes ambientales, pero que, al mismo tiempo, nos entienda como multiplicidades, cuerpos entre cuerpos, mundos entre mundos, pieles entre pieles, todos encontrándose en una red semiótica y lingüística mucho más amplia a la humana. La propuesta que hacemos, de la mano de Spinoza, consiste en imaginar una ética ambiental corporizada, basada en las relaciones entre sensibles, y sustentada en los afectos, la sensibilidad, lo sentido y los contactos. Nos interesa entender la ética como aquel poder que emerge cuando nos sabemos afectados por el encuentro con los seres sensibles del mundo. Consideramos que esta forma epistémica de tratar “lo ambiental” nos ayuda a concebir una ética que se descubra a través de la exploración de la afectividad y el despertar de la experiencia sensible.

      En el segundo capítulo continuamos nuestra propuesta, apoyándonos en los análisis fenomenológicos de las capacidades cognitivas y mentales del ser humano, para indagar de qué manera nuestras afecciones, emociones, mentes, y sistemas sensoriales y motores, se implican íntimamente con las sensibilidades y estados emotivos de los lugares entre los cuales habitamos. En específico, abordamos la empatía entendida como la condición de posibilidad para experienciar la propia corporalidad envuelta en sus estados afectivos por el estado sensible del lugar habitado. Lo que el cuerpo puede, sustentamos, depende de las capacidades de la experiencia sensible, de las habilidades sensomotoras y las características concretas del lugar habitado.

      La noción de empatía ambiental nos sirve para decir que el afecto empático es el pegamento, la sustancia, la mielina que conecta los distintos tipos de cuerpos a medida que interactuamos con ellos. Gracias a esta capacidad biológica podemos sintonizarnos y entonarnos con la emocionalidad de un mundo vivo, sintiendo su emoción en nuestro propio cuerpo, una vez aprendemos a prestar cuidado a una tierra de la que somos integrantes. Para nosotros la empatía ambiental es una inter-empatía de muchos seres tocándose en sus trayectorias vitales, en una ecología de inter-sensibilidades. Por ello habitar no es permanecer en espacios pasivos, sino estar acogiendo en nuestra experiencia sensitiva las múltiples afecciones, sensibilidades y sentimientos de un lugar expresivo que nos escucha y nos habla. Somos seres en permanente estado de corporización, amparados en un lenguaje de la tierra compuesto de sensibilidades, estéticas, empatías e intuiciones.

      El tercer capítulo continúa está discusión, aterrizándola en la fenomenología de los saberes ambientales de los campesinos, pescadores, pastores e indígenas, alrededor del mundo. Creemos que la exploración de los saberes vernáculos ofrece una perspectiva pragmática para comprender cómo los pueblos en su cotidianidad, a través del contacto directo con los seres del mundo y su involucramiento corporal, han comprendido qué tipo de mezclas, relaciones, estéticas y composiciones se requieren para permitir la reproducción de la vida, y qué otras pueden implicar la desarmonización de las relaciones de un territorio. En particu­lar nos concentramos en el criterio estético y perceptual que subyace a este tipo de saberes.

      Aseguramos que una de las características principales de los saberes ambientales es el afinamiento agudo de los sentidos para conocer las proporciones, los equilibrios y demás configuraciones de lo conveniente, así como la seguridad de todo aquello que se encuentra desproporcionado y no es apropiado para el lugar. Esta empatía ambiental ha sido cultivada a través de la relación directa con el lugar, por la cual los pueblos aprendieron el arte de sintonizar con los estados afectivos y las composiciones estéticas del mundo en el cual moran. Lo apasionante de retomar los saberes vernáculos es que ayudan a nutrir una ética ambiental de otro tipo, por su capacidad de enseñar el criterio de la moderación y la suficiencia, el balance correcto entre las acciones propias y las acciones de otros cuerpos, y la confianza estética de que algo marcha bien cuando se ve bien, cuando se escucha bien, cuando huele bien o cuando sabe bien.

      En el cuarto capítulo afirmamos que una ética ambiental también debe valerse del lado oscuro. Somos seres emocionales que nos enfurecemos, y que causamos dolor y crueldad. La afectividad no solo es el amor, la ternura o la alegría; también lo es el odio, la envidia, el orgullo, el ego. Pensar que una ética ambiental nos llevará de manera inmediata y para siempre a un comportamiento adecuado, es una quimera peligrosa. Nuestra propuesta no busca la perfectibilidad humana, sino pensamos en una ética contextual, basada en los saberes ambientales, que al mismo tiempo nos reconozca como seres depositarios de una sombra colectiva, de una pulsión de muerte, de modo que con ambas fuerzas podamos llegar a un tipo de acuerdo que posibilite sostenernos en un deseo de vida.

      Para abordar esta dimensión oscura de la que somos hospederos, acuñamos el concepto de régimen de la afectividad. Con esta noción queremos nombrar aquel sistema de poder por medio del cual se crea el esquema de referencia que nos orienta ante qué reaccionar sensiblemente y ante qué ser indiferentes; cuáles elementos se permite amar y ante qué otros se debe permanecer anestesiado. Examinamos algunas estrategias que van configurando las “ecologías de la crueldad”: aquel entramado ominoso por medio del cual el sufrimiento que causamos a los seres humanos y a otros seres vivos se ensamblan de forma íntima. A través de varios ejemplos, mostramos cómo el régimen de la afectividad teje equivalencias sensibles para la comisión de actos crueles, los cuales resultan especialmente claros en la estrecha asociación entre violencia contra los animales y la guerra. Asimismo, consideramos la importancia de estudiar el orden discursivo moderno y su capacidad de modificar la sensibilidad. Aseguramos que las convenciones verbales suministradas por la ciencia y la economía intervienen los modos comunes de hablar de la gente, dando guía a la afectividad en los términos antropocéntricos que tanto le convienen a la obra predatoria. Pensamos que la mejor manera para reorientar las sensibilidades colectivas, según el proyecto de la devastación moderna, es despojarle la lengua de la tierra al discurso humano, expropiarle los saberes ambientales, su sesgo estético, y la afinación con los sentidos del lugar, de modo que las energías destructivas vayan guiando la afectividad, hasta hacernos incapacitados empáticos.

      El libro finaliza abordando el tipo de respuesta política que, a nuestro juicio, es indispensable para desestructurar el régimen de la afectividad, desnormalizar la ecología deseante, y desmontar los discursos antropocéntricos que convierten el mundo en una colección

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