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una joven y una niña que supuse que eran sus hijas; por último, un hombre joven que se parecía al anterior, tal vez su hermano. El anciano debía conocer a Vittorio y haber mantenido una buena vista a pesar de su edad, pues le dirigió la mirada y le dijo:

      —Felicidades, comisario.

      Respondido casi de inmediato por el amigo, que, levantando la vista y viéndolo, le contestó:

      —Feliz Navidad, aparejador.

      —Ellos también viven en via Cernaia, en mi misma casa y en mi mismo piso —me dijo Vittorio en voz baja— y, aparte de la nuera, todos trabajan en el negocio de la familia. Tienen dos apartamentos adyacentes y comunicados por una puerta interior; en uno viven el padre y la madre ancianos y el segundo hijo, soltero, y en el otro el primogénito con su familia. Al principio, cuando aún estaban solo los Trastulli ancianos y sus hijos, se trataba de un solo piso de más de trescientos metros cuadrados, como me comentó un día nuestro portero, un hombre inconteniblemente deslenguado. Lo dividieron en dos, con algunas reformas para tener dos cocinas y cuatro baños, cuando el mayor se casó y sus padres le entregaron uno de los dos apartamentos. Su comedor y otra sala de estar de los padres da pared con pared con mi apartamento y, por ser estas muy delgadas, puedes entender que algunas noches, a la hora de la cena, tengo que oír, sin querer, algunas de sus molestas discusiones en voz alta, que siempre tratan del trabajo. Ya sabes, Ran, que mi casa es del siglo pasado y todos los pisos tienen paredes gruesas, como solía pasar cuando se construía bien, pero no es así en el murete que me separa de los Trastulli, con solo una hilera de ladrillos, supongo que de papel de seda, exagerando un poco. ¿Cómo es que solo pasa en esa pared?, me preguntarás. Sencillo, mi apartamento y el de los Trastulli, y esto no me lo dijo el portero, sino una señora cuya familia lleva viviendo en el edificio desde hace varias generaciones, de finales del siglo anterior, era una sola morada faraónica de gente muy rica, propiedad de dos hermanas, unas ciertas marquesas del Ton Chamus Goncour, tal vez del valle de Aosta o de ascendencia saboyana, dado su apellido francés. Mis habitaciones, como sabes, son muy pequeñas, salvo el dormitorio, y eran la zona de servicio de esas dos nobles y mi acceso al descansillo era la entrada de servicio. Cuando murió la segunda hermana, sus herederos, primos suyos, vendieron el edificio y, dada su enorme superficie, algo así como 400 metros cuadrados, pudieron encontrar no una sino solo dos familias compradoras, la de los Trastulli, que se quedaron con más de 300 metros cuadrados, y la de unos tales Ferrari, que se quedaron con unos noventa, que luego me vendieron en 1959, cuando me trasladaron a Turín desde Génova. Esos primos lazzaroni engañadores12 no pensaron en nada mejor que separar los dos espacios con paredes de papel de seda que te he dicho. Así que, en un edificio con muros muy gruesos me encuentro siendo el único que tiene que oír hablar a eso vecinos en voz alta durante la cena. Y además siempre de asuntos aburridísimos. —Sonrió con alegría—: Está bien, Ran, aquí acabo las lamentaciones13 no bíblicas y veamos qué han preparado de bueno por aquí.

      Tomó la copia del menú que tenía delante, como todos nosotros, encima de una servilleta bien doblada colocada sobre el plato para los entremeses. Como podía ver directamente en mi ejemplar, el menú de comidas y bebidas estaba decorado con dibujos esquemáticos de abetos dorados haciendo una corona alrededor de la atractiva lista. Empezó a leer a media voz para que se le oyera, pero sin molestar a la mesa vecina:

      —Entremeses calientes al estilo piamontés, agnolotti con salsa de estofado o mantequilla fundida, a elegir, luego… bueno, evidentemente el estofado con guarnición y, para acabar, el postre: fruta, panna cota bañada en chocolate fundido y, es evidente esto, porción de panettone o pandoro, a elegir, recubierto por crema pastelera. En cuanto a la bebida, aperitivo Torino Milano, sí, lo conozco, es bueno: un cóctel sencillo compuesto por vermut de Turín y aperitivo rojo de Milán,14 cubitos de hielo y una piel de naranja. Evidentemente en Milán lo llaman Milano Torino. Además, vino de mesa de la casa en botella, tinto o blanco a elegir, para mí blanco y elige tú el tuyo y, con los dulces, una flûte de prosecco veneciano o de moscato piamontés. Está bien, Ran, parece que es todo de tu gusto. Para un napolitano como yo, en medio de los demás platos habría estado muy bien un primero con marisco y algo de pescado, pero… —Hizo una mueca entre divertido y molesto simulando aguantarse—, paciencia, me contentaré.

      Con la comida y la bebida, solo salimos a mitad de la tarde. Justo delante de nosotros acababa de salir la familia de los vecinos de mi amigo e iba unos quince metros por delante en dirección a via Cernaia. Discutían todos a la vez, sin preocuparse por su entorno, supongo que por ser cómplices de profundas libaciones con la comida. Sus palabras nos llegaban de forma confusa, pero no mucho después se levantó alta y clara la voz de la anciana, que, enarbolando una mueca de desagrado, como no se podía evitar ver a pesar de los metros de distancia, dijo bruscamente:

      —¡Ya basta! ¿También en Navidad? ¿Podéis dejar de ser como Caín?

      Evidentemente, tenía problemas con sus hijos.

      Vittorio me susurró que fuéramos más despacio y dejáramos que se alejaran. Como el grupo caminaba lentamente y continuaba levantando la voz, después de unos pasos me hizo una señal con el pulgar derecho para tomar la cercana via Boucheron. Enseguida entendí la razón: le había venido la necesidad de hablarme de esa familia, tal vez colaborando también con él el aperitivo, el vino y el espumoso; a pesar de eso, estaba alegre, sí, pero lúcido, de hecho, no quiso que sus parlanchines vecinos le oyeran.

      —Así podemos conversar mientras paseamos… —empezó—. Oh, a ti te va bien dar un paseo para hacer la digestión, ¿no?

      —Claro.

      —¿El paseo habitual por los soportales?

      —Perfecto.

      —Bien. Así que tengo que decirte algo de esas personas… bueno, ahora giramos aquí a la izquierda y así llegamos igualmente a via Cernaia, la atravesamos y llegamos directamente a corso Vinzaglio.

      Habíamos doblado en via Manzoni.

      —Te estaba hablando de esa familia: tiene una gran tienda donde trabajan todos, salvo la nuera, con diversas tareas. Venden lavadoras, neveras, televisores, grabadoras, tocadiscos y discos: el mes pasado yo mismo compre un par de 33 rpm.

      —¿Jazz?

      —No. ¿Qué jazz ni jazz? ¿A ti te gusta el jazz?

      —¡Mucho!

      —Vale. A mí me gusta la música sinfónica y la ópera. Era Mozart. En todo caso, estaba a punto de decirte que la tienda está casi siempre llena de gente, los Trastulli están disfrutando del boom económico.15 Tienen seis escaparates y dos plantas de exposición y venta, aquí cerca, en via Garibaldi, bajo los soportales, casi en la piazza Statuto. Es un negocio muy antiguo, aunque en el pasado no vendían televisores, evidentemente, porque no había. Supongo que eran cosas como gramófonos de mano y aparatos de radio. En todo caso, era un negocio conocido y floreciente desde años antes del boom: lo inauguraron en 1930 los dos ancianos poco después de casarse, con un capital que él había heredado de su padre, que acababa de morir. El año de la fundación del negocio está escrito por todas partes dentro del local y en los escaparates. El rótulo que hay sobre ellos muestra el apellido de la familia: Trastulli, seguido de Televisores Electrodomésticos Equipos Música. El anciano tiene el diploma de aparejador.

      —… Lo sé. Le llamaste así al saludarlo.

      —Ya. Es el aparejador Aristide Trastulli. Antes de heredar, trabajaba como empleado en una empresa constructora y había conocido a su futura esposa, Iride, un día en que por motivo laborales había ido a la casa del jefe: era la chica del servicio. Su hijo mayor se llama Arturo y no tuvo muchas ganas de estudiar, hizo hasta tercero de escuela media, o tercero de gimnasio, como se decía antes,16 y empezó a trabajar con la familia con catorce años. El segundo hijo, Clemente, tiene más estudios, consiguió el título de perito mercantil antes de entrar en el negocio de los padres. Volviendo a su madre, la señora Iride, es la décima hija de unos campesinos. Como todos en su familia, aunque había estudiado poco, se expresaba con propiedad. Inmediatamente después del examen de tercero de la escuela elemental17 tuvo que ayudar a los suyos

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