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policías japoneses han sido informados y que están dedicando todos sus esfuerzos a localizar al presidente Shimoyama. Que nosotros sepamos, no se ha notificado a los periódicos ni a las emisoras de radio, al menos aún.

      —Gracias, señor Toda —dijo el coronel—. Muy bien, caballeros. Yendo al grano, esto nos da mala espina. Ayer, como sin duda todos saben, Shimoyama autorizó personalmente el envío de más de treinta mil cartas de despido y una remesa de otras setenta y tantas mil la semana que viene. Esta mañana no aparece en el trabajo. Solo tienen que dar un paseo por cualquier calle de esta ciudad y echar un vistazo a cualquier farola o cualquier muro, y verán carteles en los que pone MUERTE A SHIMOYAMA, ¿no es así, señor Toda?

      —Sí, señor. En efecto. Mi fuente también me ha dicho que el presidente Shimoyama ha recibido repetidas amenazas de empleados que se oponen al programa de despidos masivos y de recorte de gastos, señor, y que ha recibido numerosas amenazas de muerte.

      —¿Alguna detención?

      —No, señor, que yo sepa. Tengo entendido que todas las amenazas se han hecho de forma anónima.

      —De acuerdo —dijo el coronel—. Jefe Evans…

      El jefe Evans se levantó, se volvió para situarse de cara a Bill Betz, Susumu Toda y Harry Sweeney, con cuidado de no ponerse justo delante del coronel Pullman:

      —Deberán dejar los demás casos o trabajar con efecto inmediato. Deberán centrarse exclusivamente en este caso hasta nuevo aviso. Deberán dar por sentado que Shimoyama ha sido secuestrado por ferroviarios, sindicalistas, comunistas o una combinación de los tres, y que está siendo retenido contra su voluntad en un lugar desconocido, y deberán llevar a cabo la investigación como corresponde hasta que reciban órdenes de lo contrario. ¿Está claro?

      —Sí, jefe —contestaron Toda, Betz y Harry Sweeney.

      —Toda, póngame al tanto de lo que averigüen en la jefatura de la Policía Metropolitana. Quiero saber lo que sepan en cuanto lo sepan, y lo que van a hacer antes de que lo hagan. ¿Entendido?

      —Sí, señor. Sí, jefe.

      —Señor Betz, vaya a Norton Hall a ver lo que sabe el Cuerpo de Contraespionaje de esas amenazas de muerte. Me parece que todo quedará en agua de borrajas, como siempre, pero por lo menos nadie podrá decir que no lo hemos intentado.

      —Sí, jefe.

      —Sweeney, vaya a Transporte Civil. Averigüe a quién tenemos allí y lo que sabe.

      —Sí, jefe.

      —El coronel, el teniente Batty y yo tenemos una reunión en el edificio Dai-Ichi con el general Willoughby y otras personas. Pero si reciben cualquier información concerniente al paradero del señor Shimoyama, llamen al edificio Dai-Ichi de inmediato y soliciten que les pongan conmigo con la máxima urgencia. ¿Está claro?

      —Sí, jefe —respondieron Toda, Betz y Harry Sweeney.

      —Gracias, jefe Evans —dijo el coronel, rodeando su mesa para situarse junto al jefe, enfrente de William Betz, Susumu Toda y Harry Sweeney, para desplazar la vista de un hombre a otro, para mirar fijamente a cada hombre a los ojos—. El general Willoughby quiere que se encuentre a ese hombre. Todos queremos que se encuentre a ese hombre. Y queremos que se le encuentre hoy y se le encuentre vivo.

      —Sí, señor —gritaron Toda, Betz y Harry Sweeney.

      —Muy bien —dijo el coronel—. Pueden retirarse.

      Harry Sweeney se abrió paso a empujones entre una multitud de gente hasta la tercera planta del edificio del Banco Chosen. El pasillo estaba lleno de empleados japoneses que corrían de acá para allá, entraban por una puerta y salían por otra, contestaban teléfonos y agarraban papeles. Se dirigió serpenteando a la habitación 308. Mostró su placa del Departamento de Protección Civil al secretario situado fuera de la habitación y dijo:

      —Sweeney, Departamento de Protección Civil. El coronel Channon me está esperando.

      El hombre asintió con la cabeza.

      —Pase, señor.

      Harry Sweeney llamó dos veces a la puerta, la abrió, entró en la habitación, miró al hombre fofo sentado tras una espartana mesa y dijo:

      —Detective de policía Sweeney, señor.

      El teniente coronel Donald E. Channon sonrió. Asintió con la cabeza. Se levantó de detrás de la mesa. Señaló una silla de enfrente. Volvió a sonreír y dijo:

      —Tómese un descanso y siéntese, señor Sweeney.

      —Gracias, señor.

      El coronel Channon se sentó otra vez detrás de la mesa, sonrió de nuevo y dijo:

      —Lo conozco, señor Sweeney. Es usted famoso. Apareció en los periódicos: «el Eliot Ness de Japón», lo llamaron. Era usted, ¿verdad?

      —Sí, señor, era yo. Antes.

      —Y también solía verlo por la ciudad. Siempre con una mujer guapa del brazo. Pero hacía tiempo que no lo veía.

      —He estado fuera, señor.

      —Pues ha elegido el día ideal para aparecer. Ahí fuera hay un alboroto del demonio. Parece la estación de Grand Central.

      —Lo he visto, señor.

      —Llevamos así desde que el viejo Shimoyama decidió no presentarse a trabajar esta mañana.

      —Por eso he venido, señor.

      —Él también ha elegido el día perfecto. Justo la mañana después del Cuatro de Julio. No sé usted, señor Sweeney, pero yo hoy contaba con un día tranquilo. Un día muy tranquilo.

      —Creo que habla en nombre de todos, señor.

      El coronel Channon rio. Se masajeó las sienes y dijo:

      —Dios, ojalá anoche me hubiese controlado un poco. Menos mal que no es como las resacas de antes.

      —Le entiendo perfectamente, señor.

      El coronel Channon rio otra vez.

      —Tiene usted cara de haber visto mejores tiempos. ¿De dónde es usted, señor Sweeney?

      —De Montana, señor.

      —Caramba, esto debe de ser todo un cambio para usted.

      —Me tiene ocupado, señor.

      —Ya lo creo que sí. Yo soy de Illinois, señor Sweeney. Antes trabajaba para el Ferrocarril Central de Illinois. Ahora tengo todo Japón. Llevo aquí desde agosto del 45. Mi primer despacho fue un vagón de un tren de mercancías. He visto todo el país, señor Sweeney. He estado en todas sus puñeteras estaciones.

      —Menudo trabajo, señor.

      El coronel Channon miró fijamente a Harry Sweeney a través de la mesa. Asintió con la cabeza.

      —Y tanto que sí. Pero no ha venido aquí a que le dé una clase de historia, ¿verdad, señor Sweeney?

      —No, señor. Hoy no.

      El coronel Channon había dejado de sonreír y de asentir con la cabeza, pero seguía mirando fijamente a Harry Sweeney.

      —Le manda el coronel Pullman, ¿verdad?

      —El jefe Evans, señor.

      —Tanto monta. Todos responden ante el general Willoughby. Pero deben de estar asustados si le han mandado a usted, señor Sweeney. Están nerviosos, ¿no?

      —Están preocupados, señor.

      —Pues me alegro mucho de conocerlo por fin, señor Sweeney, pero podría haberse ahorrado el viaje.

      Harry Sweeney metió la mano en su chaqueta. Sacó un bloc y un lápiz.

      —¿Por qué, señor?

      El coronel

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