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hombres de la oficina central de los Ferrocarriles Nacionales se hallaban reunidos en torno a un pequeño hibachi. Pálidos y mojados, silenciosos y afligidos, secaban sus trajes y su piel. Harry Sweeney sacó su placa del Departamento de Protección Civil y dijo:

      —Creo que uno de ustedes ha identificado al presidente Shimoyama, caballeros.

      —Sí —contestó uno de los hombres—. Fui yo.

      —¿Y se llama…?

      —Masao Orii.

      —Señor Orii, quiero que me cuente exactamente cómo llegó aquí —solicitó Harry Sweeney—. Dígame quién le llamó y cuándo. Y luego todo lo que vio cuando llegó y lo que ha pasado desde entonces. Todo, por favor.

      —Bueno —empezó a decir el señor Orii—, recibí una llamada en la casa del presidente a las tres…

      —Disculpe que le interrumpa, señor Orii. Debería haberme explicado mejor. Quiero que repase el día entero y que me cuente todo lo que pueda.

      —Bueno —empezó de nuevo el señor Orii—, me enteré de que el presidente había desaparecido más o menos a las once de esta mañana. Perdón, de ayer por la mañana. El señor Aihara me llamó para decirme que el presidente no se había presentado en el trabajo para la reunión de cada mañana. Pero, sinceramente, en ese momento no presté especial atención a lo que decía ni me lo tomé muy en serio. Me pareció ridículo y lo olvidé.

      —¿Y eso por qué, señor Orii?

      —Porque estaba muy ocupado. Soy el responsable de organizar los trenes de los repatriados que han vuelto a casa. Ha habido muchos problemas y mucha confusión en varias estaciones. En Shinagawa, Tokio y Ueno. Y he estado al teléfono con los del Ministerio de Transportes, la policía, etc. Muchas personas con las que tratar, muchas llamadas y muchas visitas. Pero a eso de la una, el señor Ōtsuka, el secretario personal del presidente, me llamó. Me dijo que el presidente todavía no había aparecido y me preguntó si se me ocurría a quién o qué lugar podía haber visitado el presidente. Yo le conté lo que él ya sabía. Pero entonces es cuando empecé a preocuparme y a pensar que al presidente Shimoyama podía haberle pasado algo de verdad.

      —¿Como qué, señor Orii?

      —Como que lo hubieran secuestrado o algo por el estilo.

      —¿Quién?

      —Pues gente que se opone a los recortes y los despidos. Sé que el presidente ha recibido muchas amenazas. Cartas y llamadas. Y luego están los carteles.

      —¿Algún individuo o grupo en concreto?

      —No, ningún nombre. Nada de eso. No estaba pensando en nadie en especial; simplemente eran suposiciones. Espero que al presidente no le haya pasado nada de eso.

      —Entonces, después de la llamada de la una, ¿qué hizo usted?

      —Tuve que quedarme en la oficina. Ya he dicho que tenía que ocuparme de los asuntos relacionados con los repatriados y sus trenes. Por eso no pude marcharme. Pero estaba preocupado, y sabía que en la radio habían dado la noticia y que los periódicos habían publicado ediciones extra.

      —¿A qué hora se marchó de la oficina, señor Orii?

      —Fue después de medianoche. No sé exactamente cuándo, lo siento. Pero después de medianoche, cuando la tormenta ya había pasado. Fui a la casa del presidente en Kami-Ikegami. Era la una más o menos cuando llegué. Había unos doce coches aparcados enfrente de la casa. Todos de la prensa. Entré en la casa. Los periodistas estaban dentro, en el salón. Unos quince o dieciséis. Subí a la sala de estar. La señora Shimoyama y sus cuatro hijos estaban allí, y el hermano pequeño del presidente. Estaban allí sentados, muy preocupados, en silencio. A los pocos minutos, la señora Shimoyama dijo que le gustaría que los periodistas de abajo se fuesen. Dijo que llevaban allí mucho tiempo y que ni siquiera les había ofrecido té. Y lo lamentaba. De modo que bajé y les dije que se marchasen. Les dije que si teníamos alguna información, les avisaríamos. Se fueron, y yo volví arriba. Todos estaban esperando. Nadie hablaba ni decía nada. Solo esperaban. Entonces, a las tres y diez más o menos, el teléfono que yo tenía al lado sonó. Era el teléfono de la compañía. Nuestro teléfono especial. Lo cogí enseguida. Era el señor Okuda. Dijo que habían encontrado un cuerpo en la vía del tren de la línea Jōban, entre las estaciones de Kita-Senju y Ayase, con el abono del presidente…

      En el ambiente cálido y húmedo, cargado y sofocante del despacho del jefe de estación, Masao Orii dejó de hablar y se restregó los ojos y la cara, haciendo un esfuerzo.

      —¿Informó usted a la familia? —preguntó Harry Sweeney.

      Masao Orii negó con la cabeza.

      —No, fui incapaz. No quería creer que fuera verdad, que se tratara del presidente. Simplemente dije que tenía que volver a la oficina central y le pedí al señor Ōtsuka que saliera conmigo. Le conté lo que me habían dicho y le pedí que no les dijera nada a la señora Shimoyama ni a sus hijos y que se limitara a esperar con ellos. Pero él también quería venir, así que no nos quedó más remedio que hablar con el hermano del presidente. Le dijimos lo que sabíamos, pero que la noticia no se podía confirmar hasta que fuéramos en persona a la escena del crimen. Él coincidió en que no debíamos decir nada a la señora Shimoyama aún, y luego el señor Ōtsuka, el señor Doi y yo nos fuimos.

      —¿Y vinieron aquí en coche directamente?

      —Sí —asintió el señor Orii—. Bueno, nos trajo uno de nuestros chóferes, el señor Sahota.

      —¿A qué hora llegaron aquí?

      —Poco después de las cuatro —dijo el señor Orii—. En cuanto llegamos, nos llevaron a la escena. Nos enseñaron los abonos del presidente, su reloj y su billetera. Y luego nos enseñaron su cadáver. O lo que quedaba de él. Y yo confirmé que se trataba del presidente.

      En el ambiente cargado y sofocante del despacho del jefe de estación, Harry Sweeney preguntó:

      —¿Y está seguro?

      —Sí.

      —¿Han informado a la familia?

      —Sí —repitió el señor Orii—. El señor Doi y yo volvimos aquí para llamar a la oficina central y al hermano del presidente. El señor Ōtsuka sigue en la escena, con el cadáver.

      —¿Puedo preguntarle qué opina?

      —¿Qué opino?

      —Usted fue a la escena del crimen e identificó el cuerpo —dijo Harry Sweeney—. Y conocía a ese hombre, al presidente. Me gustaría saber qué cree que ha pasado.

      Masao Orii miró a Harry Sweeney y negó con la cabeza.

      —No sé qué ha pasado, pero ojalá no hubiera pasado. Un buen hombre, un marido y un padre abnegado ha muerto. Y sé que esto lo cambia todo.

      Volvieron en el coche a través de la mañana, su luz gris y su aire cargado. Atravesaron el río hasta regresar a la ciudad. Bill dormía en la parte de atrás y Harry Sweeney miraba por la ventanilla. La ciudad empapada y oscura, sus edificios húmedos y goteantes. La avenida Q dio otra vez paso a la calle Ginza, y la calle Ginza los llevó otra vez más allá de los grandes almacenes Mitsukoshi.

      Harry Sweeney volvió a consultar su reloj, la esfera aún agrietada y las manecillas aún paradas. Sacó el bloc y pasó las páginas. Dejó de pasar páginas y empezó a leer los apuntes. A continuación se inclinó hacia delante en el hueco entre los dos asientos delanteros y dijo:

      —Para en el Banco Chiyoda, por favor.

      —Harry —rogó Toda—. El jefe está esperando…

      —Solo nos llevará cinco minutos —insistió Harry Sweeney—. Ya casi hemos llegado, ¿verdad, Ichiro?

      Ichiro asintió con la cabeza y torció por la avenida Y. Pasaron por debajo de una vía y llegaron a la esquina

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