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de billetes y los agitó delante de Harry Sweeney.

      —Cien dólares, Sweeney.

      —Donny, por favor —dijo la mujer japonesa que estaba a su lado—. Vamos, Donny. Volvamos a casa, por favor, Donny…

      —Me cago en Dios —escupió el coronel Channon, que apartó a la mujer de un empujón, se tambaleó en el escalón, desparramó los billetes y amenazó con dar un puñetazo a la mujer mientras gritaba—: ¿Qué te tengo dicho de tu costumbre de hablar cuando yo estoy hablando? ¿Y de llamarme…?

      Harry Sweeney agarró el brazo del coronel y lo apartó de la mujer.

      —Es tarde, señor. Creo…

      —Maldita sea, no me diga lo que cree, Sweeney. Lo conozco, Sweeney, no es usted ningún santo. Miente más que habla. Eso es lo que hace, como el resto de ellos. Me importa un carajo lo que usted o cualquiera de ustedes crea. ¡Amo a esta mujer! La amo, coño, Sweeney. ¿Me oye? ¿Me oyen todos, joder? ¡Y también amo su puto país! Así que váyase a la mierda, Sweeney. Váyase a la mierda, y buenas noches.

      Harry Sweeney metió la llave en la cerradura de la puerta de su habitación del hotel Yaesu. Giró la llave, abrió la puerta. Cerró la puerta tras de sí, giró la llave tras de sí. Se quedó en el centro de la habitación y echó un vistazo a la estancia. A la luz de la calle, a la luz de la noche. El sobre arrugado, la carta hecha pedazos. La Biblia abierta, el crucifijo caído. La maleta volcada, el armario vacío. El montón de ropa húmeda, el fardo de sábanas manchadas. El colchón descubierto, la cama vacía. Oyó la lluvia en la ventana, oyó la lluvia en la noche. Se acercó al lavabo. Miró la pila. Vio cristales rotos. Miró al espejo, contempló el rostro del espejo. Contempló su mandíbula, su mejilla, sus ojos, su nariz y su boca. Estiró la mano para tocar el rostro del espejo, para recorrer el contorno de su mandíbula, su mejilla, sus ojos, su nariz y su boca. Deslizó los dedos arriba y abajo por el borde del espejo. Agarró los bordes del espejo. Arrancó el espejo de la pared. Se agachó. Colocó la cara del espejo contra la pared debajo de la ventana. Empezó a levantarse. Vio manchas de sangre en la alfombra. Se quitó la chaqueta. La lanzó al colchón. Se desabotonó los puños de la camisa. Se remangó los puños de la camisa. Vio manchas de sangre en las vendas de las muñecas. Se desabotonó la camisa. Se quitó la camisa. La arrojó al colchón. Se quitó el reloj. Lo dejó caer al suelo. Desabrochó el imperdible que sujetaba la venda de la muñeca izquierda. Puso el imperdible entre los grifos de la pila. Desenrolló la venda de la muñeca izquierda. Lanzó el pedazo de venda encima de la camisa tirada en el colchón. Desabrochó el imperdible que sujetaba la venda de la muñeca derecha. La puso al lado del otro imperdible entre los grifos. Desenrolló la venda de la muñeca derecha. Arrojó ese pedazo de venda sobre la otra venda tirada encima de la camisa. Cogió el cubo de basura. Lo llevó a la pila. Sacó los cristales rotos. Los tiró a la basura. Abrió los grifos. Esperó a que saliese el agua. A que ahogase la lluvia de la ventana, a que apagase la lluvia de la noche. Puso el tapón en la pila, llenó la pila. Cerró los grifos. El sonido de la lluvia en la ventana otra vez, el ruido de la lluvia en la noche otra vez. Metió las manos y las muñecas en la pila y en el agua. Remojó las manos y las muñecas en el agua de la pila. Observó cómo el agua se llevaba la sangre. Notó cómo el agua limpiaba las heridas. Quitó el tapón. Observó cómo el agua se iba por el desagüe, entre sus muñecas, entre sus dedos. Levantó las manos del lavabo. Cogió una toalla del suelo. Se secó las manos y las muñecas con la toalla. Dobló la toalla. La colgó del toallero situado al lado de la pila. Volvió al centro de la habitación. A la luz de la calle, a la luz de la noche. Estiró las manos, giró las palmas. Miró las cicatrices secas y limpias de sus muñecas. Se las quedó mirando mucho rato. A continuación se arrodilló en el centro de la habitación. Junto al sobre arrugado, junto a la carta hecha pedazos. Los fragmentos de papel, los fragmentos de frases. Traición. Engaño. Judas. Lujuria. Matrimonio. Santidad. Mi religión. Eres un traidor. Nunca lo dejarás. Te concedo el divorcio. Sé cómo eres, sé quién eres. Pero te perdono, Harry. Los niños te perdonan, Harry. Vuelve a casa, Harry. Vuelve a casa, por favor. Harry Sweeney juntó las palmas de las manos. Harry Sweeney se llevó las manos a la cara. Inclinó la cabeza. Cerró los ojos. En medio del Siglo de Estados Unidos, en medio de la noche de Estados Unidos. Inclinado en su habitación, su habitación de hotel. La lluvia en la ventana, la lluvia en la noche. De rodillas, las rodillas manchadas. Caía, diluviaba. Harry Sweeney oyó los teléfonos que sonaban. Las voces alzadas, las órdenes gritadas. Las botas que bajaban por la escalera, las botas en la calle. Portezuelas de coches que se abrían, portezuelas de coches que se cerraban. Motores por toda la ciudad, frenos cuatro pisos más abajo. Botas que subían por la escalera, botas que recorrían el pasillo. Los nudillos en la puerta, las palabras a través de la madera:

      —¿Estás ahí, Harry? ¿Estás ahí dentro?

      Harry Sweeney abrió los ojos. Se levantó y se serenó. Se acercó a la cama. Cogió la camisa y se la puso. Miró la puerta al otro lado de la habitación. Acto seguido se dirigió a la puerta y puso la mano en la llave. Inspiró, espiró. Giró la llave, abrió la puerta y dijo:

      —¿Qué quieres, Susumu?

      Toda estaba en el pasillo empapado de la cabeza a los pies.

      —Lo han encontrado, Harry.

      —Gracias a Dios.

      —Está muerto.

      2

      EL DÍA SIGUIENTE

       6 de julio de 1949

      Atravesaron la noche y la lluvia en coche lo más rápido que pudieron: Harry Sweeney en la parte trasera al lado de Bill Betz, y Toda delante con Ichiro al volante, en dirección al norte a través del distrito de Ueno y la avenida Q arriba, luego hacia el este en Minowa y cruzando el río, el río Sumida.

      Harry Sweeney volvió a consultar su reloj, que tenía la esfera rota y las manecillas paradas.

      —¿Qué hora es?

      —Acaban de dar las cuatro —contestó Toda.

      Harry Sweeney se volvió hacia la ventanilla, hacia la noche y la lluvia, la ciudad y sus calles, desiertas y silenciosas, edificios que disminuían a medida que aparecían campos, en dirección al norte otra vez, a las afueras de la ciudad, lo más rápido que podían.

      —Aquí es —señaló Toda, mientras Ichiro paraba y aparcaba detrás de la estación de Ayase. Había coches a cada lado, negros y vacíos bajo el diluvio.

      —Mierda —dijo Betz—. Mirad cómo llueve.

      Toda, Betz y Harry Sweeney bajaron del coche y se internaron en la noche y la lluvia, el final de la noche y las cortinas de lluvia.

      —Santo Dios —exclamó Betz—. Y ninguno lleva paraguas.

      Se subieron los cuellos de las chaquetas, se bajaron el ala de los sombreros, y Betz repitió:

      —Mierda.

      —Por ahí —indicó Toda, señalando hacia el oeste.

      —¿A qué distancia está? —preguntó Betz.

      —No lo sé —respondió Toda.

      —No tardaremos en saberlo —dijo Harry Sweeney—. Vamos. Estamos perdiendo tiempo.

      Se alejaron de la estación. Junto a la vía, siguiendo la vía. Cruzaron un puente peatonal sobre un riachuelo. Junto a la vía, siguiendo la vía. Los altos y oscuros muros de la cárcel de Kosuge se alzaban a su izquierda, el vasto y oscuro vacío de los campos abiertos se extendía a su derecha. Junto a la vía, siguiendo la vía. Bajo el aguacero, en medio de gruesas cortinas de lluvia. Estaban empapados, estaban calados. Hasta la sangre, hasta los huesos. La lluvia caía, la lluvia hería.

      —¿Cuánto falta? —preguntó Betz.

      —Allí —dijo Toda—. Debe de ser ese sitio.

      Vieron linternas más adelante, vieron hombres más adelante. Frente a un puente, debajo de un terraplén.

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