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puntos en que habían de hacer alguna transacción, aquellos en que podían convenir, y, por último, las afinidades que les daban garantía de amistad y concordia: hoy las cosas pasan de distinta manera, y solo por medio de un ingenioso tráfico de gobernadores, que recuerda los primeros ensayos del comercio humano, se arreglan y se desbaratan las situaciones. Es cosa que verdaderamente repugna oír por todas partes narraciones tan curiosas como pintorescas de este singular y nuevo procedimiento que han inventado nuestros hombres políticos para entenderse. Nadie puede vislumbrar qué principios van a ser aplicados, qué ideas van a dominar, qué tendencias llevarán la palma, qué regla de conducta será practicada en este sistema bizantino, por el cual todo asunto útil está naturalmente imposibilitado de tener solución. Nada se percibe en este atronador vocerío de la política actual más que los alaridos de los que suben inesperadamente, el stridor dentum de los que caen y el rumor de las cien voces de la pasión y de la envidia. En vano algunas individualidades generosas pugnan por sacar alguna luz de esta tenebrosa confusión; en vano se lucha porque tantas fuerzas subdivididas y encontradas tengan una vigorosa resultante que nos lleve a alguna parte. Oscuro está el presente y oscuro el porvenir. Si la inteligencia no recobra su imperio, si un repentino y vigoroso renacimiento de las ideas no sofoca la ambición desenfrenada, la vulgaridad engreída y el compadrazgo incorregible, si la chismografía de café y la atmósfera moral de determinados círculos, reuniones o pandillas no dejan de ser alma de la política, esta caminará por senderos cada vez más tortuosos y oscuros para llevarnos a un extremo de desastres, antes con bastante previsión evitados.

      La cuestión financiera presenta cada vez síntomas más pavorosos; la cuestión de Cuba se ofrece como un complicado problema a todos los hombres celosos de la integridad nacional, y a pesar de eso hay personas que por lo menos aparentemente dan cierta importancia a estos asuntos, y como no sea para emplearlos con astucia a guisa de armas ofensivas, en contiendas que se preparan y luchas que se desean.

      Esta confusión que ahora impera, trayendo a la política los vicios que principalmente la afean, haciéndola antipática y aborrecible a la gente pacífica y honrada de nuestras ciudades, es causa de que muchos hombres de reconocida importancia y refractarios por su dignidad y antecedentes a estas pequeñas luchas de la vanidad vuelvan la espalda a los asuntos públicos, retirándose a la soledad de sus hogares y temiendo que solo por ser espectadores pasivos ha de caberles parte ínfima de responsabilidad en lo que hoy pasa. Contemplando desde alguna distancia este mísero hormigueo de pequeñas eminencias, movidas por todos los impulsos del pandillaje, de la vanidad y del rencor, vienen al pensamiento consideraciones generales sobre las cosas de nuestro país, el más anómalo, el más singular y el más contradictorio de todos los países de la tierra.

      Dirigiendo la mirada a las altas regiones del poder, allí donde reside quien ejerce las escabrosas funciones constitucionales que regulan y facilitan la gestión política, se ven la rectitud y la sinceridad hermanadas con todas las virtudes domésticas, entre las cuales descuella aquella modestia natural y sencilla que hace más grandes a los grandes y más fuertes a los fuertes. La opinión pública, indecisa y recelosa al principio, ha puesto sobre la frente de las augustas personas que ocupan el trono la corona que no se marchita nunca, la que no se alcanza ni se pierde con las mudables veleidades del secreto hado que da y quita los tronos en la moderna Europa.

      Ya no existen otros obstáculos tradicionales que los que creemos nosotros mismos con nuestra condición inquieta y díscola, entorpeciendo todos los caminos, desbaratando hoy como niños impacientes lo que hemos hecho ayer, dejándonos arrastrar por los primeros impulsos de una sensibilidad rebelde y desenfrenada, como los adolescentes mal educados, a quienes ninguna regla enseña ni amaestra ninguna experiencia. Si movidos por rápida inspiración damos un día un paso recto y útil, luego nos despeñamos unos sobre otros por simas desconocidas. Raro es en nuestra historia el caso en que intentemos aprovechar una conquista hecha en favor de la libertad y contra el despotismo. La serenidad no se adquiere aquí nunca, la razón se nubla, el vulgo sube, sube sin cesar a cada nuevo eclipse de las ideas: las graves resoluciones se someten al criterio del vano capricho o de los rencores de hombres que no conciben su enaltecimiento sino sobre la humillación de los demás; surgen las vanidades de tercera fila, forcejeando con desesperado empuje para llegar a la cumbre. En esta confusión vertiginosa, la inteligencia, los principios, todo lo bueno y lo útil desaparece y se hunde; la política y los políticos infunden menosprecio a las personas honradas e imparciales, y huyendo todos de tocar con sus manos lo que les parece que las ha de manchar, queda la suerte del país al arbitrio de ambiciosas y desprestigiadas pandillas que convierten aquella tan sagrada cosa en objeto de vil granjería.

      No puede una sociedad vivir así mucho tiempo sofocada y ahogada; al fin tiene que buscar salida por alguna parte o perecer entre la befa de los pueblos cultos. No creemos probable una catástrofe que ponga fin a este desorden moral, y por el contrario esperamos con confianza que los hombres cederán a la fuerza incontrastable de la lógica y dejarán de ofrecer espectáculos que abochornan. La claridad no puede tardar, a nuestro juicio, porque, si tardara, sería preciso entregarse en brazos del escepticismo y callar con resignación, que degeneraría al fin en indiferencia, quitando al alma el consuelo de creer en la providencia y entristeciéndola para siempre con la idea de un tremendo fatalismo.

      Revista de España, XXV, 13 de enero de 1872, pp. 145-151.

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