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ANTES DE LA TEMPESTAD)

      Un nuevo fantasma recorre el mundo. Y desde luego resulta evidente que no se trata del fantasma del comunismo que anunciaran Marx y Engels en 1848.

      No.

      Esa figura fantasmal o quizá más bien zombi (mitad muerto, mitad vivo) que se extiende como un espectro cansado de sí es la figura de un capitalismo al que los sucesos de la última década parecen haber dejado desorientado, extenuado y, sobre todo, privado de los fundamentos de legitimidad que atesoró en el último medio siglo. No importa dónde dirijamos la mirada, la sensación se repite: desde los comités de dirección de las empresas trasnacionales hasta las plazas de los suburbios más depauperados, la constancia de que algo en el mundo ha cambiado drásticamente se ha instalado como un dato que no admite discusión. Los economistas están perplejos ante la reiterada incapacidad de sus modelos económicos tradicionales para atrapar la realidad económica que vivimos y hasta un lugar tan poco proclive a la sensibilidad social como el Foro de Davos ha empezado a hablar sin ambages de la necesidad de tomar medidas para detener el aumento de una desigualdad que empieza a mostrarse como una amenaza global al sistema.

      Más aún: hay algo de ininteligible, de mundo al revés, en los paradójicos hechos que rodean la actual crisis de identidad que vive el capitalismo desde 2008 hasta la fecha. ¿Cómo entender el hecho de que a la crisis financiera del 2008 Estados Unidos, el país capitalista por antonomasia, respondiera nacionalizando la banca, mientras que al mismo tiempo la vieja Rusia excomunista —presidida aún por un exdirector de la KGB— clamara al cielo por el derrumbe de las cotizaciones bursátiles de la Bolsa de Moscú?

      En 2017 Xi Jinping, presidente de la China comunista, se presentó ante el Foro Económico Mundial como el adalid del libre comercio y de la globalización y en contra de las medidas proteccionistas que unos meses antes llevaron a Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Ni Karl Marx ni John M. Keynes, pero tampoco Adam Smith o Frederick Hayek habrían podido entender desde sus categorías económico-políticas algunos de los acontecimientos a que hemos asistido en la última década. Recordémoslo: el nuestro ha sido un mundo en que el liberalismo económico habló por uno de sus portavoces políticos más cualificados (Nicolas Sarkozy) de la necesidad de «refundación del capitalismo» y donde fueron voces patronales y no los sindicatos los que propusieron abiertamente «hacer un paréntesis en la economía libre de mercado»; y todo ello mientras quien acudía al rescate de la deuda soberana de Estados Unidos era... la China comunista. La paradoja alcanza su cenit en el hecho de que un oligarca misógino, narcisista, ignorante y racista, quintaesencia del peor rostro del sistema, fuera elegido presidente de los Estados Unidos por parte de una población que manifestaba así su deseo de ser protegida contra los efectos del sistema.

      Así pues, ha pasado ya más de una década desde que el mundo surgido tras la Segunda Guerra Mundial acabara de resquebrajarse. Desde entonces los esfuerzos por clarificar este horizonte convulso y aparentemente ininteligible siguen dando escasos resultados. La desorientación se extiende en los ámbitos políticos y en los económicos. Los banqueros reunidos en agosto de 2017 en la conferencia anual de banqueros centrales de Jackson Hole tenían ante sí un desafío: saber por qué los modelos económicos al uso ya no funcionan y por qué la economía no progresa como sería de esperar de acuerdo con los inmensos estímulos financieros aplicados en los últimos años. La hipótesis que algunos manejan es atrevida: que la crisis que lo cambió todo ha llegado a modificar hasta las reglas elementales de la economía. No se entiende, si no, cómo la presunta mejora del mercado laboral y unos tipos de interés al mínimo (lo que en buena ortodoxia económica debería haber disparado la inflación) no hayan conseguido hasta 2019 que esta remonte hasta el 2% deseable en la mayoría de los países europeos.

      En lo político, cada convocatoria electoral deja el aliento de las elites suspendido a la espera del recuento de las papeletas porque nada parece estar ya bajo control. Y esa desorientación no afecta tan solo a la esfera política o al mundo económico, sino que atraviesa igualmente a los discursos intelectuales y de las ciencias sociales, mudos —en el peor de los casos— o simplemente incapaces —en el mejor— de aportar análisis para comprender lo que ocurre. La frase de Gramsci que habla de la crisis como ese tiempo en que «lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir» se ha convertido en un mantra repetido hasta la extenuación. Lo que está por nacer no sabemos aún si tendrá un rostro esperanzador o monstruoso, pero a lo que está muriendo le dimos una vez en Europa el nombre de estado de bienestar.

      Por eso, el tiempo que nos separa de los orígenes de esta estafa a escala global —«naturalizada» bajo el término de crisis para poder diluir las responsabilidades particulares de muchos de sus causantes— ha sido ya el suficiente como para ver hoy con claridad que a lo que hemos asistido desde 2008 no es a una crisis cíclica más en el ámbito de la economía, sino a una auténtica crisis de modelo de civilización que se visibiliza en un generalizado estado de malestar cuyos efectos no solo han cambiado la habitual fisonomía de los principales parlamentos europeos, sino también la estructura política de una Europa cada vez menos unida.

      Es inevitable que al observador le asalte la sospecha de que lo que de específicamente novedoso tiene esta fase de evolución del capitalismo a la que asistimos en la última década es que en ella han venido a parar simultáneamente en una suerte de tormenta perfecta buena parte de las tensiones que han estado sacudiéndolo desde hace décadas. Sintéticamente, y sin afán de ser exhaustivos, podemos señalar algunos planos en que esas tensiones parecen haberse desatado.

      En el político nos encontramos con la progresiva erosión que, en general, está sufriendo la legitimación de los sistemas democráticos liberales debido al abismo de desigualdad que se abre entre sus miembros. Como Larry M. Bartels (2008) se pregunta —retomando lo que el politólogo Robert Dahl se planteaba en los años cincuenta—, allí donde el voto es lo único que está igualitariamente repartido (y no la información, la riqueza, el acceso a la educación, a la sanidad u otros recursos), ¿quién debemos suponer que gobierna en realidad?

      Esas tensiones se manifiestan igualmente en el plano económico como resultado del progresivo desplazamiento de los flujos de capital de la economía productiva a la economía financiera gracias a los procesos de desregularización de los mercados de capitales y el desarrollo de sofisticados mecanismos de ingeniería financiera (Bello, 2005). Si bien los orígenes de ese desplazamiento fueron diagnosticados hace más de un siglo por Hilferding (1963) y Veblen (2009 y 2011), la aceleración que tal desplazamiento ha sufrido en las últimas dos décadas carece de precedentes en la reciente historia del capitalismo.

      A ello se suman las tensiones en el plano ecológico, dada la vinculación cada vez más evidente entre la crisis de la biosfera del planeta y las progresivas crisis de expansión-acumulación (Moore, 2011a, 2011b); en el demográfico, como consecuencia del incremento desequilibrado y exponencial de una población mundial que ya supera los 7000 millones de personas (Crossette, 2011); en el energético, como resultado, entre otros muchos, del desacople entre la huella ecológica de Occidente y de los países de economías emergentes y la biocapacidad regenerativa del planeta (Wackernagel y Rees, 1998; Amin, 2009) o en el alimentario, visible en el modo en que las reservas de alimentos han entrado a formar parte de los mercados de futuros poniendo en peligro el abastecimiento de alimentos básicos en amplias zonas de África, Asia y América Latina (Vargas y Chantry, 2011; Bello, 2008).

      Todas estas tensiones sugieren que la naturaleza de la crisis ante la que nos encontramos no es cíclica o específicamente local (europea), sino sistémica y global y que, por tanto, una eventual salida de ella pasa por pensar también globalmente y tomar en serio la necesidad de abandonar el propio capitalismo como método de organización de las lógicas económicas, sociales y culturales que han regido en Euroamérica durante los últimos ciento cincuenta años y que hoy parecen haberse expandido hasta cubrir el orbe en su conjunto. Lo recordaba André Gorz en uno de los últimos textos publicados antes de su muerte: «La salida del capitalismo tendrá lugar sí o sí, de forma civilizada o bárbara. Solo se plantea la cuestión del tipo de salida y el ritmo con el cual va a tener lugar» (Gorz, 2007).

      Esos diferentes fenómenos sintomáticos del desfondamiento en que parece haber entrado el capitalismo como sistemamundo

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