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académico y militante —esa que incluye, entre nosotros, a Antonio Turiel y Jorge Riechmann; a Alicia Valero y a Luis González Reyes; a Yayo Herrero y a Manuel Casal Lodeiro; a Héctor Tejero y a Emilio Santiago, entre muchos otros— es la misma certeza: no sabemos qué forma tendrá el futuro de nuestras sociedades posfosilistas, pero cualquiera que sea la opción, lo único que está claro es que lo que no va a sobrevivir es la forma de vida tardocapitalista que nosotros hemos conocido. A ese respecto, el capitalismo actual es como el personaje de Bruce Willis en El sexto sentido, ambos ignoran lo que sin embargo todo el mundo sabe a su alrededor: que están ya muertos.

      Porque la crisis sanitaria pasará, e incluso el probable hallazgo de una vacuna puede hacernos pensar que todo volverá a la normalidad con el tiempo: los saludos, los abrazos y el sexo sin pasaporte sanitario... La crisis económica y social tardará mucho más en pasar y, si lo hace —como ocurrió con la anémica «recuperación» experimentada el periodo 2014-2018—, habrá sido solo una manera de ganar tiempo. O mejor: de perderlo. Pues para la crisis ecológica a la que nos veremos enfrentados con seguridad no habrá vacuna posible. El único remedio será cobrar conciencia de la necesidad de una transformación radical de nuestras formas de vida, de nuestros imaginarios libidinales, de nuestras expectativas y aspiraciones vitales más íntimas. En definitiva: de la manera en que nos relacionamos con la naturaleza, con los otros y con nosotros mismos, una transformación que, como a menudo nos recuerda Jorge Riechmann evocando a Manuel Sacristán, se parecerá más a una conversión religiosa que al resultado de un frío razonamiento (para el que, por lo demás, todas las premisas están puestas sobre la mesa desde al menos 1972).

      Para una mirada que goce del más mínimo espesor histórico es del todo evidente que los habitantes del mundo desarrollado que tuvimos la suerte de nacer entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la crisis del petróleo del año 73 hemos vivido una suerte de «estado de excepción» invertido, que ha puesto momentáneamente en suspenso las leyes económicas y termodinámicas que han regido a lo largo de la vida de la humanidad sobre la Tierra. (Para quienes quieran entender el alcance de esta excepción bastaría que leyeran el monumental libro En la espiral de la energía, de Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes [2018]). Ese estado de excepción, sin embargo, ha querido imponerse como la nueva normalidad no solo para los países desarrollados, sino para la mayoría de las economías emergentes. Sencillamente: eso no va a pasar.

      Y lo peor es que lo sabían y lo saben todos los que estaban hasta ayer al mando de la gobernanza global. Lo sabían los dirigentes de las democracias liberales que, sin embargo, se veían atrapados en el dilema diabólico que suponía decirles a sus votantes lo que viene y perder el poder o guardar un silencio cómplice. Los sabían, desde luego, las elites económicas del mundo, que desde el informe sobre Los límites del crecimiento del 1972 al último foro de Davos ya habían hecho de este tema el objeto de debate de sus think tanks. Lo sabía mejor que nadie China, que lleva años tomando posiciones estratégicas para el control de los minerales raros de los que depende la supervivencia de nuestra tecnología y de las aguas potables de las que depende la supervivencia de la población humana. Y desde luego lo sabían los ultrarricos del planeta que, comprendiendo la inevitabilidad de las tensiones sociales que nos aguardan, fantasean con poder escapar de ellas a otros planetas del sistema solar o a las islas de Oceanía, donde imaginan que podrán sentirse a salvo de las hordas de barbarie que atisban en el horizonte.

      Así pues, la hecatombe económica a que nos enfrenta el coronavirus lo único que ha hecho es adelantar un escenario que tarde o temprano la humanidad habría de encarar. Es lo malo que comparte la realidad con las estafas piramidales: tarde o temprano ambas acaban arrinconándote por mucho que trates de mirar para otro lado. Tal vez el coronavirus haya sido la verdadera revolución en el sentido de Benjamin: la forma en que podemos accionar el freno de emergencia de una locomotora que hace mucho estaba ya fuera de sus raíles. El virus, que lo ha parado todo, nos regala un tiempo precioso para pensar cómo reorientar y dar forma a una vida en común que íntimamente sabíamos que debía cortar amarras con la inercia que venía arrastrando. En ese sentido, la crisis sanitaria, económica y social que ha abierto la COVID-19 no es más que un anticipo de lo que la crisis ecológica traerá, el teaser de la serie distópica de la que seremos en breve protagonistas cada uno de nosotros. Ni siquiera el coronavirus —con el enorme impacto psicológico y emocional que habrá dejado tras de sí— será probablemente lo más grave que tengamos que enfrentar en las próximas décadas. Sus efectos simplemente han sido tan rápidos que hemos podido experimentar la amenaza en primera persona, algo mucho más difícil cuando hablamos del tiempo histórico que supone un colapso civilizatorio que se extenderá con toda seguridad durante décadas. La responsabilidad y la disciplina con que la población mundial ha aceptado las medidas de confinamiento, a pesar de los enormes sacrificios personales y económicos a que condenaba a muchos, son una señal de esperanza: si ante el desafío de la crisis ecológica los líderes mundiales pudieran transmitir con la misma claridad a sus respectivas ciudadanías el peligro que supone continuar con nuestro modelo de desarrollo, quizá la respuesta ciudadana volvería a estar también a la altura.

      ¿Seremos capaces de aprovechar el parón que nos ofrece el virus para reflexionar y cambiar de dirección? Las expectativas no parecen ser alentadoras. La intervención que el 23 de marzo de 2020 llevó a cabo la Reserva Federal norteamericana («la mayor intervención monetaria de la historia») nuevamente parece estar pensada para convertirse sobre todo en un rescate a las grandes corporaciones. En el caso de Europa, la respuesta del BCE ante la crisis, en lugar de priorizar los recursos económicos para garantizar los gastos en sanidad, servicios sociales o en transición ecológica, aceptó asumir la compra de bonos emitidos por grandes corporaciones. Serán estas sobre todo las que se beneficien de las ayudas al poder aliviar sus costes financieros, aumentar su capacidad de endeudamiento y mejorar sus balances. Y lo más desolador es que entre las grandes empresas que se beneficiarán, muchas de ellas, como denuncia el movimiento ecologista, serán las mismas responsables del modelo extractivista y depredador que deberíamos dejar atrás: distribuidoras de combustibles fósiles, nucleares, fabricantes de armamento, de automóviles, grandes constructoras, líneas aéreas, etcétera.

      Aun así, la grave situación en que nos deja la pandemia puede ser la ocasión para iniciar el cambio de dirección que, en todo caso, habrá de producirse tarde o temprano. Puesto que la detención a la que el virus nos ha obligado hará necesario reconstruirlo todo, ¿por qué no hacerlo en la única dirección que nos puede salvar a medio plazo como civilización? Al fin y al cabo, todas las grandes empresas de la humanidad comienzan por la fuerza. Tal vez este sea el momento óptimo de empezar a resetear nuestra forma de vida porque saldremos del confinamiento habiendo hecho lo primero que exige toda transformación radical: reajustar nuestra escala de valores. Como individuos y como sociedad. Para muchos, el confinamiento habrá sido la ocasión de haber descubierto el valor de lo pequeño y lo cercano. Para otros se habrá hecho evidente quiénes son en realidad los responsables de la creación de la riqueza social que verdaderamente importa. Por primera vez en años muchas personas habrán podido disponer para sí de ese precioso bien del que estamos hechos y que, sin embargo, la inercia de la vida diaria nos roba: el tiempo. Encerrados en nuestros apartamentos habremos descubierto aquello que Le Corbusier consideraba los portadores de «las alegrías esenciales» en su Cuando las catedrales eran blancas: «Sol, espacio, árboles».

      Aprovechemos el kairós que esta tragedia nos ofrece. Tal vez no volveremos a encontrar en décadas un momento tan adecuado para iniciar una transición ecológica que sabemos imprescindible. Algunas señales indican que el primer paso de esa transición era detenerse. Y, en efecto, el brusco parón de la actividad económica a que ha obligado el virus ha tenido como primer efecto no buscado una mejora de algunos indicadores ambientales básicos: caída drástica de la contaminación del aire en los lugares de alta densidad demográfica donde se ha producido el confinamiento, aguas cristalinas en los hasta ayer pútridos canales venecianos, jabalíes y zorros asomándose a las calles de Barcelona y de Londres... Se trata de la confirmación de que parte del cáncer que amenaza la vida futura del planeta tiene que ver con esta aceleración que, como ha señalado con acierto Hartmut Rosa, define la sociedad tardomoderna. En ese sentido la COVID-19 ha sido, por decirlo con los términos de Rosa, un inesperado «oasis de desaceleración» (cf. Rosa, 2016, 57).

      Ahora

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